“Durante mi vida, no hice otra cosa más que fumar y nadar; a través de estas dos actividades me relacioné con el mundo. Los hábitos –como a todos o más que a todos- me preservaron. Usé las costumbres como formas de amparo. Este asunto de volver a lo mismo una y otra vez, y de que esa conducta fabricara la ilusión de conocer mis propios sistemas, me salvó”. Eso concluye, en el penúltimo recodo de su relato, el narrador de Sodio, un odontólogo sin nombre que va desgranando su historia, una historia que, pronto se sabe, tiene su vibración más caliente en el deseo por Raisa, la hermana de un compañero de la adolescencia que cuando él ya sea un joven dentista en leve ascenso reaparecerá en sus días. Raisa tira más que una yunta de bueyes y esa fuerza química imprime de arranque uno de esos rasgos constitutivos del protagonista. A saber: su primer intento por fumar, en solitario y frente al mar, para procurarse la careta de resolución y manejo del placer que vislumbraba en los fumadores, fue un fracaso de dos pitadas, algo horrible al gusto que lo hizo sentir un flojo; el destino volvió a ponerlo a prueba, cuenta, mientras ella fumaba sentada en el pasto y su amigo le convidó un pucho: esta vez no podía fallar. “Disimulé el asco todo lo que pude. El humo me raspó la garganta y bajó hasta los pulmones. Supe que no quedaba otra: había que insistir. Pensé que, más allá de todo lo que se diga, los vicios son, definitivamente, triunfos de la voluntad”.

Acaso este sea el libro más vertiginoso de Consiglio, que sostiene aquí el gusto por el detalle, la observación minuciosa, la frase corta que contiene la pincelada, la conclusión más o menos rígida, el gesto, la contradicción, la especulación, el sello distintivo de un movimiento, las competencias y los tironeos, el diálogo entre líneas de todo eso con un imaginario de clase media. Su dentista, ortodoncista, narra además a partir de entradas cortas en las que condensa escenas claves, semblanzas de personajes, períodos completos, recorridos: tiene once años cuando se muda con su familia a Mar del Plata, vuelve en solitario a Buenos Aires para estudiar y luego, ante una oferta de trabajo muy conveniente, se instala en un condominio en Brasil. “Es como si caminara por un pasillo largo que alguna vez estuvo cubierto de espejos –consigna en un acápite que proviene de Vértigo, de Alfred Hitchcock-. Aún hay fragmentos colgados. Cuando llego al final del pasillo no hay nada más que oscuridad. Sé que cuando entre en la oscuridad moriré. Siempre regreso antes de alcanzar el final. Salvo una vez”.

La cita dialoga con el final de la novela, en el que impulsado por el deseo el protagonista cruza un umbral y Consiglio bracea ida y vuelta entre lo que él denomina el híper realismo y el fantástico. La relación del narrador con el agua es central: un refugio. Empezó de refilón en una colonia de vacaciones a la que fue de chico con desgano, se afianzó con unas competencias en las que le fue bien, se robusteció ya de adulto con entrenamientos. El agua es su medio, dice, su cuerpo allí entra en un limbo. “Nadar era perderse en un laberinto –observa-. No evocaba vivencias de la niñez sino algo más complejo, y en ese estado, la confusión de la vida, con su uña perturbadora, resultaba tolerable. Y, la verdad, es que eso no es poco decir. Los movimientos repetidos –brazos, cabeza, piernas y abdomen- fundaban un espiral de bienestar”.

Y sin embargo todo eso, limbo, espiral, laberinto, que no sea poco decir, no le alcanza: cuando diez años después de la escena iniciática con el cigarrillo Raisa se le aparece por el consultorio, sabe que allí está su deseo. Es ya una pianista profesional que le dice que ha decidido organizar su vida de acuerdo al placer. La visita le dejó una frescura que le hizo acordar al mar y al vaticinio de una adivina bahiana: “Usted no tiene destino”, le pronosticó. “Imaginé a Raisa frente al piano y, con algo que no sé si llamar intuición o capricho, percibí que esa mujer, a diferencia del resto del mundo, tenía un finísimo registro de sí misma y de su prójimo”. Y en efecto, ella le calibra la distancia, que oscilará porque más bien anda en pareja con otros tipos que le presenta, un alemán que toca el oboe, el empresario brasileño que lo contrata. Consiglio compone ante el lector, entonces, una serie de escenas de variado registro, y eso abarca la pasión, el absurdo, el humor en la entrelínea de la solemnidad, monos okupas y un perro asesino, búsquedas espirituales con bordes delirados, tratamientos sofisticados, situaciones sexuales extremas.

Un tema de fondo en la novela es lo que podría llamarse “las relaciones primordiales”: de arranque el narrador cuenta que quien decidía en su casa era su madre, que también era dentista; además de seguir su profesión, el trabajo inicial del narrador fue en un consultorio de un ex empleador de ella que quizás fue su amante, que quizás fue la razón la mudanza familiar a Mar del Plata. Dice nuestro dentista: “Lo idéntico como concepto fue, definitivamente, mal interpretado por la razón: no es una condena, sino, más bien, un bálsamo. Nadar –una brazada, respirar, otra brazada- y fumar –aspirar el humo, escuchar cómo se quema el tabaco- fundaron mis estrategias de supervivencia, un blindaje frente al incierto porvenir”. A la vez que tras la narrativa de su protagonista Consiglio hace correr un sentido subterráneo, en el paisaje de fondo de esas relaciones primordiales aparecen pantallazos del tembladeral contemporáneo. Podrido en guita y a la vez vacío, el empresario Luiz se ha internado en el Amazonas, ha conocido a los Yanomami, una tribu con rituales caníbales, y se ha sentido cautivado. Así que va a someterse a una operación tan cara como extrema. Raisa y nuestro dentista esperan el resultado en una terraza, deslumbrados por el paisaje lindero a los condominios. Apunta el odontólogo: “El panorama me recordó la escenografía de la película The Truman Show”.