El Plus Ultra salió de la Terminal y Rogelio Mansilla salió en él. Se sentó en el último asiento porque el colectivo estaba repleto. Miró las casas y los altos edificios interrumpidos bruscamente por la enorme extensión del rancherío, que ostentaba una suerte de humillación bien recibida por la ciudadanía indiferente. Rogelio intentó inútilmente divisar las chapas de su rancho, relucientes ante el calcinante sol de la mañana que provocaba en el progresivo campo dormido espejismos de emanaciones turbias, semejantes al fumadero que evocaba los tabacales de su tierra, hacia donde se dirigía. Hacía años que había venido de Paiubré y ahora, que trabajaba en un horno de ladrillos y había podido juntar unos pesos, volvía por una razón dolorosa. Había recibido la noticia de la muerte de su madre, Herminia Delgado, a quien no conocía. Unos cuantos veranos atrás había intentado conocerla, pero le fue imposible porque su madre había ido campo adentro con la peonada que recogía el tabaco en las inmediaciones de Goya. A medida que el Plus Ultra recorría las distancias, Rogelio pensaba en la extensión enorme de cultivos, y si era imprescindible tanta pobreza. En una de las paradas, una mujer entrada en años, con la respiración agitada, ascendió, pese a la advertencia de que no había asientos vacíos. Rogelio no pudo no cederle el suyo; cada vez que vez que veía a una mujer mayor, imaginaba a su madre y sentía una especie de mandato que se imponía como si fuese a comerle las entrañas. Sin pensarlo dos veces, sacó los chipás y se dispuso a compartirlos. Por suerte, en la siguiente parada, una pareja descendió y pudo ocupar el asiento del lado de la ventanilla. Ese mínimo hecho le deparaba una emoción sagrada, porque le permitía contemplar hacia la progresión de la noche la aparición de las primeras estrellas. Rudimentariamente sentía la inmensidad como un gran misterio del aparecer que alentaba una pregunta, tal como aquella que ahora se encontraba envuelta en su humilde indefensión. Tal vez para librarse de ella, Rogelio acomodó el rollo de jergones que había colocado debajo del asiento y se dispuso a soportar la incomodidad haciéndose un ovillo en el asiento del sueño. A veces soñaba vagamente con un río y una china perdida en las orillas, y una lágrima insurgente lo devolvía a la incómoda vigilia.

Unas horas más tarde, a media mañana, el guarda le anunció la parada que lo conectaba con su destino. Un cruce de caminos de tierra donde debería esperar el paso de algún paisano solidario que lo llevara hasta Rincón de Aguaí, donde se realizaba el funeral. Rápidamente, el sol exudó un calor pegajoso, tiñendo el campo de un amarillo violento y sin una pizca de aire atenuando su agobio. Su ansiedad era llegar a tiempo a las velaciones y aunque sea conocer el rostro real de su madre que durante años se preguntó cómo sería. ¿Sería como el de él, de rasgos aindiados y penosos, castigados por el rigor del tiempo y de la vida? Una polvareda preanunció un auto que pasó veloz ante el ademán del brazo que solicitaba un empujón bienvenido aunque más no fuera por unas pocas leguas. Secándose las gotas de sudor y de ansiedad, Rogelio volvió a acomodarse en la inmovilidad y el silencio, tratando de no desesperar en la espera; al rato, un aguará guazú surgió de la espesura y al advertir a Rogelio, se detuvo. Rogelio quedó paralizado, recordando la leyenda del lobizón. El animal se acercó y lo olfateó y luego de dar un rodeo desapareció tal como había aparecido. Un caburé, impávido observador de la escena, permaneció misteriosamente silencioso. Sin poder decidir si lo acontecido era real o sólo una alucinación, producto de la presión sofocante del día, tuvo la idea absurda de que lo acontecido era un signo que confirmaba la incertidumbre de su viaje. El rumor de un colectivo que se detuvo alertó su atención. Dos muchachas de aspecto desenfadado y un hombre descendieron, y después de una escueta conversación, le dijeron que ya los pasarían a buscar para ir hasta Aguaí y podían llevarlo. Rogelio respiró aliviado. Un cachapé de un obraje cercano los recogió y al cabo de unas horas de diálogos procaces y subidos de tono, ante los cuales se mostró reticente, arribaron al destino. Rogelio no comentó la finalidad de su viaje, por pudor, pero cuando llegaron tuvo que preguntar por el lugar del velorio. ¿Vos quién sos?, le preguntó una de las muchachas, un poco sorprendida, por dirigirse al mismo lugar. Titubeando, Rogelio dijo: "Soy el hijo". "¿El hijo?", repitió la mujer. No puede ser, pero bueno, vení conmigo, la velan en lo de Herminia. Rogelio confirmó con exigua satisfacción que llegaba a tiempo y no hizo preguntas. Cuando llegó a la casona amplia y descuidada, en las afueras, advirtió con extrañeza que un grupo de mujeres cantaban y reían. En un ataúd humilde yacía la mujer dormida. Era una mujer muy joven, más joven que Rogelio. El estupor y la confusión lo ganaron de pronto y solo atinó a decirle, en voz muy baja, a la muchacha que lo había guiado, que esa no podía ser su madre: Herminia Delgado. "Ya me parecía", exclamó la muchacha, pero no sabía que Herminia tenía un hijo. Ella regentea la casa. Nosotras somos sus empleadas. Andá acá al lado. Allí vive Herminia. Una inquietud creciente le invadió todo el cuerpo cuando la puerta se abrió. La mujer, blanca, de pelo rubio prolijamente cuidado y ojos castaños y severos, preguntó: ¿Qué andas buscando? Mis muchachas atienden al lado. Yo busco a mi madre, tartamudeó Rogelio, se llama Herminia Delgado. "Soy... -iba a decir su hijo pero sólo le salió- soy su gurí dado". Sin inmutarse, mirándolo desde una mirada suspendida por un instante en el pasado, la mujer lo hizo pasar y sin mayores atenciones, le contó su mínima historia. No había más que dureza en sus palabras y en sus gestos: "Han pasado muchos años. Nunca supe quién era tu padre, tampoco me interesó. Como estábamos campo adentro y en tiempo de cosecha, me era peligroso abortarte y yo tenía que seguir trabajando, así que me aguanté como pude y apenas naciste te di a los Mansilla y no supe más nada. Lamento no poder ayudarte. Ahora vas a tener que disculparme", dijo.

Rogelio se encontró al desamparo del anochecer donde brillaban sus primeras estrellas. Desde un predio cercano, el canto angustioso de un pájaro parecía invocar una indulgencia. Lentamente se encaminó hacia el lugar, desenrolló el jergón y se dispuso a pasar la noche, para luego retomar el regreso. El ánimo estaba un poco mortificado, pero en su pecho latía una alegría imprevista porque su madre estaba viva.