Sobre la silla blanca hay un almohadón rojo. Y sobre el almohadón rojo duerme la gata atigrada. Es temprano, recién está terminando de amanecer y, con la primera taza de café del día en la mano, dudo en despertarla. Es cierto, la gata está ocupando la silla donde desayuno, mi lugar ante la mesa. Pero, me pregunto, de dónde me sale ese posesivo: dónde está escrito que ese es “mi” lugar y no el lugar del sueño de la gata. A la vez, me pregunto qué estará soñando, si es que acaso sueña. Así que me vengo con el diario de lecturas a esta otra mesa y empiezo a anotar derivas que me disparó anoche la visión de “Nomadland” de la joven china Chloé Zhao, y ciertos gestos de la protagonista, encarnada por la más tierna y comprensiva Frances Mc Dormand que vi hasta ahora, esas actitudes suyas, siempre mínimas, que devienen invitaciones cortitas a la reflexión. Por ejemplo, cuando define que ella no es una homeless (sin hogar) sino una houseless (sin casa). La diferencia no es menor.

Su marido murió enfermo mientras se cerraba la fábrica quebrada en el desierto, donde ambos trabajaban. De pronto la mujer se encuentra sin trabajo, sin hombre y sin casa en tierra arrasada. Sin hogar, no. El hogar es otra cosa. El hogar es ella donde esté. Su hogar es la van en la que carga unas pocas cosas esenciales, se sube, la pone en marcha y sale a la ruta. Hay una fuerza poética en esas imágenes de frío y nieve. Y la potencia no proviene de la desgracia sino del modo con que la encara y ahí va, hacia la intemperie, buscando resignificar la existencia. Es cierto que el estado le ofrece una pensión, pero ella no quiere una pensión rafañosa que no le alcanza para nada. Ella quiere trabajar. Entonces se manda por ahí, de un territorio a otro, empleándose en lo que pinta.

Ficción y no tanto, porque algunos de los personajes del film se interpretan a sí mismos. La estrategia no es nueva en Chloé Zao. Sus dos films anteriores estaban actuados por seres que actuaban sus propias vidas, los imperdibles “The songs that my brother taught to me” (2015), una historia de iniciación, reserva india segregación, y “The rider”(2017), la frustración de un pibe domador de rodeo con el cráneo roto que debe resignarse al aplanamiento de sus sueños y un mañana sin heroísmo. Demasiado realismo, dirán algunos. Y hasta le desconfiarán porque Zao no se regodea en los hundimientos personales y procura ver el horizonte de Dakota más allá del crack up. Porque en ambas Zao se toma su tiempo, con un lirismo nada habitual, para plantar los dramas en la naturaleza donde las cosas pasan. Por su lado, “Nomadland” está basada en una investigación de años de Jessica Bruder sobre las víctimas de la gran recesión que empezó alrededor de 2008 en Estados Unidos con los fallos de la regulación económica, la sobrevaloración de productos, la subida del petróleo como consecuencia de la invasión a Irak y una crisis crediticia hipotecaria impagable. Contra lo que pueda pensarse, “Nomadland” está lejos de ser un panegírico de la consolación selfish. Más bien resulta la formulación de una poética que cuestiona la sociedad capitalista y su funcionamiento y ver ahora cómo se las ingenian para sobrevivir los innumerables expulsados del sistema como la protagonista, arrancados de los lugares donde creían haber hecho lo correcto al hipotecar sus vidas en función de un trabajo de años y un techo seguro bajo el que morir y, de pronto, por la lógica depredadora del sistema, los hombres y mujeres que fueron arrojados al desierto, en sus días antes del fin, aprenden a reconstruirse con dignidad a través de los vínculos solidarios más elementales como pueden serlo el trueque y un abrazo, una cerveza y una historia íntima, arreglarle el motor al otro mientras se cuentan recuerdos de una vida anterior, compartir, por qué no, el camino, sin pedir nada a cambio. Por qué no: en estos campamentos de viejos marginales al margen del mercado laboral y cualquier otro, viviendo en la naturaleza todo el tiempo, se respira un aire de pioneros, creadores de otra clase de vínculos --vínculos de clase, digo-- tal vez porque ya no tienen nada que perder. Es cierto, estas tribus de veteranos en el desierto no semejan tanto hippies como cristianos primitivos. Cero idealización, todos han perdido algo además del techo, un ser querido, la familia, un pasado que cada día será más pasado. Inexorable, necesitaron, además de la fisura económica una interior, tocar fondo, para hacer como la nómade protagonista. Un haikú de Mizuta Masahide (1657-1723) dice: “Mi casa y su techo/ ardieron/ ahora puedo ver la luna”.

Y no quiero tampoco olvidarme de esa parte de la historia en que Mc Dormand conversa con un pibe al que le gustaría escribirle un poema a su novia que está lejos, pero no sabe ninguno. La nómade sabe uno, uno en el que se habla de la duración limitada de la belleza, su corrosión y, sin embargo, aquí está, en estos versos que ella evoca.

A propósito, después de la película, fui a la biblioteca: “He llegado a la conclusión de que no hay que buscar la felicidad. Se la encuentra por el camino, aunque siempre en sentido contrario”, dice Isabelle Eberhardt citada por García Lao en “Vagabundas”, libro que se propone como un tratado sobre mujeres que se resisten a un destino trazado.

De acuerdo, a menudo me voy por las ramas. Cada vez que intento hablar de poesía me pasa como ahora que me vuelvo hacia la gata acurrucada sobre el almohadón rojo en la silla blanca. “Es cierto que falta belleza en el mundo”, escribe Louise Glück. “Es cierto que no soy la indicada para restituirla. / Tampoco hay candor, pero ahí puedo ser útil. / Estoy/ trabajando aunque me calle”. Ese callarse no significa necesariamente morderse la lengua. En todo caso, tratándose de escribir poesía, es cuestión de meditar las palabras dejando que el lenguaje nombre un orden en el caos, vaya tomando partido: “La insulsa/ miseria del mundo/ nos atenaza, un callejón / con hileras de árboles, somos/ compañeros aquí, sin hablar/ cada uno con sus pensamientos/ tras los árboles, las puertas/ de hierro de las casas,/ las persianas cerradas/ en cuartos de algún modo vacíos, abandonados,/ como si fuera el deber / del artista crear/ esperanza, pero ¿ a partir de qué? ¿de qué?” se pregunta Glück.

Me pasa todo el tiempo: al leer poesía suelo saltar de un libro a otro. Viene al caso: puede que lo mío, que podría ser esquizo, sea más bien un comportamiento de nomadismo lector. Quiero aclararlo: eso que le pasa a la nómade al preferir el riesgo del desvío antes que la certidumbre del seguir derecho es como cuando uno abandona una trama que ya se sabe cómo va a terminar. El nomadismo, pasar de una peli a unos versos, de unos versos a un recuerdo, de un recuerdo a la gata atigrada durmiendo sobre el almohadón rojo sobre la silla blanca, de esto quería, sin darme cuenta, escribir ahora. Si me apuran, diré que no sé muy bien qué es la poesía. Seguro, no es eso de un arma cargada de futuro. En principio, conviene desconfiar de las armas y, obvio, del futuro como hipoteca que no promete otra cosa que más noche. Me ocurre que la poesía se resiste a las definiciones y cuando quiero atraparla advierto que cambió de sitio. No obstante, puedo sentirla: está ahí, es la gata que ahora, desperezándose, bosteza, me mira, mira como la miro, y sigue durmiendo.