“Sepulturero, es hermoso contemplar las ruinas de las ciudades, pero es más hermoso todavía contemplar las ruinas de los hombres”, escribió en el siglo XIX el poeta franco-uruguayo Conde de Lautréamont (cuyo verdadero nombre era Isidore Lucien Ducasse) en sus oscuros Cantos de Maldoror. Desde entonces, y desde mucho antes también, los cementerios, con sus mausoleos decorados por gárgolas y ángeles, sus prolijos nichos y sus tumbas al ras del suelo llamaron la atención de poetas, novelistas, músicos y cineastas. Una de ellas es Diana Cardini, cuyo ensayo documental Los peces también saltan, filmado en el Cementerio de la Chacarita, puede verse online hasta fines de mayo en la plataforma Comunidad Cinéfila (www.comunidadcinefila.org).

Sin embargo, a diferencia de lo que planteaba el misterioso Lautréamont, el interés de Cardini no reside en las ruinas humanas de la necrópolis, sino en lo que vive en ella. En su ópera prima (seleccionada para el Bafici 2020, que finalmente no se realizó, y estrenada el año pasado en el FIDBA), poco importa que en Chacarita descansen los restos de Carlos Gardel o Aníbal Troilo. Su cámara se mueve casi como un fantasma más por las calles, jardines, galerías y subsuelos del cementerio más grande de Buenos Aires. De esta forma, se posa en un padre que ordena los muñequitos de la tumba de su nena, en dos adolescentes darkies que se pasean fascinados por los panteones o en un grupo de fanáticos de Gilda que festejan su cumpleaños comiendo torta delante de su nicho.

Los trabajadores del cementerio son objeto de una atención aún mayor. Es así como Cardini descubre a un señor de mameluco que rompe cajones vacíos a hachazos, a un chofer que baja de su coche fúnebre para tirar coronas de flores en un contenedor o a un jardinero que poda el pasto de una tumba. Y también a dos curiosos guías espirituales que cumplen deseos y reparten bendiciones a golpes de crucifijo, mientras un asistente pasea con su canastita entre los creyentes.

-¿Qué te llevó a filmar en el cementerio de Chacarita?

-Como también soy fotógrafa, empecé a ir para sacar fotos para un taller. Pero no buscaba la foto típica del angelito, de la escultura, sino que quería retratar a la gente en el cementerio. Estuve un año tomándoles retratos a las personas cuando llegaban a Chacarita. A través de este trabajo fui descubriendo toda la vida que había en el lugar. Lo caminé mucho. Y me pareció que daba para algo más.

-Es decir que no surgió por un interés particular en la muerte…

-Para nada. Por eso en la película tampoco trato al cementerio desde la cosa más dark. No me interesa el cementerio como espacio en sí, sino la utilización que le da la gente, el ritual de las personas frente al dolor. Me parecía muy loco que haya gente que va todos los domingos a una tumba a tomar mate. Gente que quizá después no se junta a tomar mate con la tía o los amigos, pero va a encontrarse con la muerte al cementerio. Después el documental fue adoptando diferentes matices. Ya no me interesó tanto el ritual de la muerte en sí, sino el funcionamiento de la Chacarita.

-Es notable la atención que les prestás a los trabajadores del cementerio. ¿Por qué te centraste en ellos?

-Me parece muy interesante el funcionamiento del cementerio, que además tiene algo medio retro, como el señor que va con una canastita buscando flores. Me encontré con imágenes y espacios a los que a través del trabajador podía acceder de otra forma que a través del visitante. Porque el visitante va a la tumba, se prende un cigarrillo, habla con los familiares y se va. Pero a través de los trabajadores el documental ganaba fuerza y podía mostrar ese espacio con el que, además, me fui encariñando: los sonidos, las chimeneas, los árboles, los pájaros, los jardines. Es verdad, la muerte está ahí, pero es un espacio hermoso. Hay gente que va a andar en bici, a patinar, a hacer un picnic. Por otro lado, me llamaron la atención cosas como el trabajo que se hace con los ataúdes. Que hoy en día los rompan con un hacha y que después con eso se haga aserrín es muy llamativo. Ese descubrimiento de la muerte desde un lugar práctico me pareció increíble.

-También tienen mucho protagonismo los animales, esas otras vidas que andan por ahí. Le das mucho relieve sonoro al canto de los pájaros, incluso vemos cuidadores jugando con un gato negro.

-Quería poner el foco en la vida que hay en los cementerios. Por eso me acerqué a la naturaleza, a los árboles, a los pájaros –que están muy presentes—, al gato. Los trabajadores del cementerio se conectan con los animales. Creo que pasan tanto tiempo ahí que necesitan de ese contacto. Hay una galería en uno de los subsuelos con una ventana a través de la cual los trabajadores le dan de comer a los pájaros que se acercan. Da la sensación de que viven un poco a través de ese tragaluz.

-Antes hablabas de lo retro del cementerio. Y es cierto que son lugares en los que el tiempo parece detenerse. ¿Tuviste esa sensación mientras filmabas?

-Sí, el tiempo ya no se detiene en los rituales, que son como de otra época. Antes, la Chacarita estallaba los domingos. Se festejaba el aniversario de Gardel e iba todo el mundo. Hoy en día se está abandonando el ritual del cementerio por nuestras formas, nuestros modos. Ya no tiene el esplendor de antes. Es como ir a La Ideal: sigue siendo una confitería, pero no tiene el esplendor de antes. El cementerio se está dejando de usar de esa forma, por eso también quise rescatar un poco esos rituales que están al borde de desaparecer. Y este tipo de espacios también. Supongo que nos iremos acercando a Japón, donde tienen edificios a los que llevás la urnita y la dejás ahí. No sé si van a seguir existiendo jardines para los muertos, por lo menos desde lo estatal. En los cementerios privados tenés jardines, por ejemplo, pero no hay una utilización de ese espacio. Dejás al muerto y chau, no volvés nunca más.