No hay dudas. Por los títulos ganados, por los goles conquistados, por los records alcanzados, por los premios recibidos, por la gloria acumulada y por la vigencia en el máximo nivel mundial, Lionel Messi ya ha superado a Diego Maradona en la puja por llegar a ser el máximo jugador argentino de todos los tiempos. Pero el fútbol es mucho más que una sucesión de brillantes citas estadísticas. Es, además y acaso por encima de todo, un hecho eminentemente emocional. Y las emociones no se rinden ante los números, sino que los discuten, los cuestionan, los pelean.

En los trece años que lleva su fantástica carrera profesional, Messi ha logrado lo que parecía irrealizable: bajar a Maradona de lo más alto del pedestal. Pero muy pocos en la Argentina están dispuestos a reconocérselo. Es más: muchísimos hinchas y un sector influyente del periodismo parecen dispuestos a darle la espalda hasta que Lio lleve de la mano a la Selección rumbo a un título grande, de ser posible el Mundial de Rusia del año que viene. Por menos, ningún romance será posible. 

Messi es discutido en la Argentina acaso como en ningún otro lugar del mundo. Porque nos emociona, nos enciende y nos enorgullece. Pero no nos pertenece. Los 500 goles que marcó y los 29 títulos que ganó fueron para el Barcelona y no para un equipo de nuestro país. Y los 26 goles que anotó para la Selección apenas sirvieron para obtener el Mundial Sub 20 de Holanda en 2005 y los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, torneos con sabor a nada para el futbolero medio que sólo pretende celebrar campeonatos mundiales. La única camiseta de un club argentino que Messi vistió fue la de Newell’s, pero eso sucedió en su infancia, entre los 7 y los 14 años de edad. Futbolísticamente es un producto del Barcelona.

En cambio, Maradona hizo los palotes del fútbol en los ásperos potreros de Villa Fiorito, jugó cinco años en nuestro país, salió campeón con Boca en 1981 y, encima, fue quien alzó la Copa en México 86 y quien lloró lágrimas amargas cuando fue subcampeón en el Mundial de Italia 90. Más argentino, imposible. Las glorias y los dramas de Diego los vivimos y los sufrimos entre todos, en blanco y negro y en colores. La épica de Messi nos resulta ajena, distante. Apenas una buena excusa para sentarse un rato delante de la tele. Y después, salir a comprar la camiseta azulgrana con el diez en la espalda.

Recién el día que Messi pueda darle a la Selección parte de lo que le ha entregado al Barcelona y nos haga salir a la calle a abrazarnos entre todos, aquellos que hoy siguen sin estar convencidos (y que hasta lo ven flojo, débil de carácter o directamente un pecho frío) bajarán sus defensas y se rendirán ante la maravilla. Mientras tanto, lo seguirán negando y continuarán tomándole nuevos exámenes. A la espera de que las emociones dictaminen lo que los números ya indicaron hace rato.