Severino anarquista. Severino preso. Severino muerto. Severino mito. Este 1º de febrero se cumplieron nueve décadas desde aquella mañana en la que el italiano de 30 años entró a la posteridad sentado en una silla: así fue como recibió la bala mortal con la que fue fusilado en la vieja Penitenciaría Nacional (hoy Parque Las Heras). Poeta, periodista e imprentero, Di Giovanni fue condenado a muerte no por sus bombas y atentados antifascistas (al Consultado de Italia, a dos bancos de Estados Unidos y a la embajada de ese país), sino por firmar un panfleto lleno de amenazas.

Son conocidas la crónica de Roberto Arlt sobre el fusilamiento (al que fueron "acreditados" varios periodistas porteños) y la biografía que Osvaldo Bayer publicó del anarquista italiano en 1970. Ahora esas obras pasan a formar parte de una trilogía con Severino, el libro que publicó Gabriel Rodríguez Molina. La trilogía centenaria de Di Giovanni es cerrada por un centennial: el poeta, estudiante de Filosofía y futuro médico platense nació en 1995.

Antes de cumplir los 22, Rodríguez Molina se metió en la víspera del momento en el que Severino dejó de ser un humano para pasar a ser leyenda: la noche anterior a su muerte, encadenado en un calabozo con piso de tierra, vahos de meo y toses de tuberculosos; y el instante en el que es dirigido a la silla donde será amarrado para recibir el tiro de gracia.

Gabriel "se metió" en el más posible de los sentidos literales (aún cuando haya en la narrativa mucho de poesía): el joven de La Plata hace de su pluma la voz de Severino Di Giovanni, un manantial de tinta en primera persona sobre un tipo que, según Rodríguez Molina, transcurre su última noche de vida en "un estado de vacilación, de jadeo, de duda, de pregunta. Y, sobre todo, de la pregunta sobre la muerte. Esa pregunta que nos interpela a todos, que nos atraviesa como un puñal". Son casi cien páginas donde podemos oír a Severino, imaginar su español champurreado con una cadencia italiana, sentirlo en pleno debate con preguntas existenciales que no sabe si pudo finalmente responderse para marchar en paz.

¿Severino es un monólogo? ¿Una novela? ¿O un poemario? "Puede ser las tres", resuelve Gabriel, acaso dejando la elección no tanto en las manos del escritor como en los ojos del lector. "Entiendo a este libro como un gran poema que usa formas narrativas para acumular una voz que, a lo largo de un recorrido histórico y frágil, se hace preguntas sobre una identidad que le es enajenada. Las mismas que nos llevan a preguntarnos por qué estamos aquí, hacia dónde vamos y, sobre todo, de dónde venimos."

Más allá de las preguntas que podían invadir a Di Giovanni en su noche final de pesadillas y fantasmas, Rodríguez Molina sostiene que "el relato del fusilamiento de Severino es también el relato del fusilamiento del ser en la actualidad". En un sentido poético, todos podemos ser Severino: "Sobre todo cuando parece que el mundo es una gran cárcel y entonces el ser puro, el Ser poético que todos llevamos dentro… está siento fusilado poco a poco, sin que siquiera podamos darnos cuenta. Entiendo a Severino como ese Prometeo encadenado que, por robarle el fuego a los dioses y llevárselo a los hombres, ha sido apresado y condenado por una fuerza del poder".

Severino es el quinto libro de Gabriel Rodríguez Molina. Antes de él están sus cuatro poemarios: El despertar de los ojos glaucos ("Un trazo lírico y romántico de la figura de Glauco, el hijo de Poseidón que abandona el Olimpo y de alguna manera es un paria de los dioses", explica), Lágrimas de un pájaro ("Una posición estética tirada a la poética oriental, inspirada sobre todo en la figura de William Blake"), Un cielo que se llama muerte (impreso de manera artesanal con una máquina de 1920, y plegado a mano por un tipógrafo) y Me necesitan las flores, me necesita el silencio, el más breve de todos.

"La idea de Severino nació hace mucho tiempo, con mi primera aproximación a algunas lecturas de Osvaldo Bayer, y en especial con mi acercamiento a su libro de poesía Los cantos de la sed", recuerda Gabriel. "Ese libro me conmovió mucho, y también me sirvió para conocer a Bayer en su casa, en su 'tugurio', adonde le llevé unos bosquejos escritos a mano de lo que terminaría siendo Severino. Cuando Osvaldo muere, retomo su influencia, leo su bio sobre Di Giovanni y a su vez intentando dialogar con otro de mis autores favoritos, Roberto Arlt. Entonces se articula algo ahí, aquello que alguna vez dijo el poeta, novelista y dramaturgo francés Jean Genet: 'Escribimos no para nuestros hijos, sino para conversar con nuestros muertos'."

¿Cómo fue la operatoria para proyectarte en la carne de Severino y escribir desde su voz usando la primera persona?

--Nació, en primer lugar, en la búsqueda de una intimidad. Un pulso bien interior del ser. Venía haciendo una investigación sobre escritos realizados en el encierro: La casa de los muertos de Dostoievski, De produndis de Oscar Wilde, Sala 18 de Alejandra Pizarnik, algunos poemas de Jacobo Fijman, cartas de Van Gogh, textos de Artaud, y de más, venían intentando decirme que ahí había un lenguaje propio. Ahí me di cuenta de que no hay otra forma mejor de narrar el encierro que en el uso de la primera persona. Entiendo que uno se pone en la piel del otro sin que el otro salga de su propia piel. El fundamento del libro es narrar la voz poética de Severino, de algún modo rescatar a ese poeta que él también fue. Y la sensación del momento final posiciona al ser en un estadio de duda que permite abrir el abanico de la existencia y manifestarse en toda su magnitud, con esa mirada filosófica que traía Heráclito: la de poder reconocer las luces y las sombras que todos tenemos.