Mirando pasar el río, sentado al borde me quedo. Lejos de la sensación de abandono que alguna vez experimenté, la misma que azotó en su momento al pastor de nubes que nos pintara Manuel J. Castilla, aquella necesidad de evadirme, de dejarme ir transformado en un ser de agua que vaga flotando hacia la inmensidad, mutando lentamente el dulce marrón por un verde salado, aquél deseo recurrente ya no lo tengo hoy. 

Barbosa curaba sus heridas invisibles, engendradas por espinas abismales, mirando hacia arriba, se escapaba de golpe, apretado entre partículas de agua amontonadas próximas a caer, a convertirse en arroyo para volver a empezar. Mi silencio de sauce orillero me obliga a mirar hacia abajo, preso del mismo misterio del cardon de la falda, hostigado por la idéntica sed del tastileño enamorado, ya cerca de mi propio estuario, remo contra la muerte, contra la corriente silenciosa de los días rutinarios que me arrastra como a un camalote. 

Con mi deseo desgarrado por una mordida de pantera, intento escalar la patinosa cinta, el camino vivo que me conduce al cementerio, ensombrecido por el olvido e iluminado por canciones de Silvio Rodriguez. Tal vez, de tanto mirarme en el ancho camino de fuga, alguna vez, arrullado por la aguda magia de Atahualpa, soñé que el río me hablaba, me confesaba su pena añera, me susurraba cosas de su presente cargado de pasado, colmado de historias anónimas volcadas por afluentes clandestinos, me suplicaba que no lo siguiera, que me volviera, que yo podía hacerlo, que esa era mi ventaja. 

Jorge Fandermole siempre supo de la opacidad del animal de barro que huye y la engañosa ostentación de un brillo prestado por una vanidosa luna fugitiva durante el breve tiempo que se demora en usarlo de espejo. Quizás a Vargas, el albañil tropero del que nos cuenta Teresa Parodi, sentado sobre un andamio, cerquita de un cielo ajeno, al añorar otro espacio le resulte más facil viajar también en el tiempo montado en un sapucay, pero sentado sobre el mismo muelle, es preciso transformarse en un pez de nostalgia que sea capaz de trepar una catarata de años para volver a nadar en las mansas aguas de las lagunas circulares de la memoria. 

La comunidad de castores, al igual que la humana, acostumbran a modificar el curso de los ríos de acuerdo a sus conveniencias, construyen diques, aprovechan bajantes históricas para rellenar su cauce, entuban arroyos. Nada conozco sobre la vanidad de los roedores, pero los racionales nos creemos que podemos manejar la naturaleza desde el centro mismo de nuestra soberbia. He pasado parte de mi vida sentado en la platea de cemento contemplando el cambiante cuadro de las islas entrerrianas. Imitando a Enrique Llopis, a veces me cruzo de orilla cantando versos de Rafael Alberti. Si yo estuviera cansado de la vida daría lo que no tengo por perderme entre sus islas. Sobre un bello anfiteatro de barro y arcilla, sufro como un espectador griego la tragedia de la contradicción. 

Gente pobre y sabia, cuidando el medio del que se sienten parte, mariscando inteligentemente, levantando casas con sus propias manos, enfrentando a un ejército de pobre gente, adictos a ponerle precio a todo, decididos a incendiar humedales respondiendo al mandato de su corto entendimiento, hacer negocios, acumular dinero, ostentar poder. 

A todos los Pedros y Luisas, amigos y amigas de Chacho Muller, nadie debe explicarles que el río es quien manda. Líquido tallador de lodo, hacedor de islas, portador de vida, alguien que pasa, lleva y algo nos deja por siempre. Me gusta ver regresar a los pescadores curtidos remando cascarones de silencios, hombres que nunca olvidaron al gurisito que fueron, aquél que atesoraba chalanitas de ceibos y collares de caracoles, acunado por las noches con canciones escritas por Linares Cardozo, isleros que le enseñaron al Horacio que el tiempo es como un dorado. 

Los artistas populares tienen la misión no sólo de apropiarse de prehistóricos aullidos, gemidos y suspiros de nuestro manantial interior para elaborar con ellos bellas melodías acompañadas de una poesía sentida con el fin de capturar el paisaje en una canción, también son responsables de quitarnos penas al vasto universo de anónimos pastores de aguas, que así en el cielo como en el suelo, de amor vamos muriendo.

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