La leyenda ubica esta fábula en la mitológica ciudad de Lima en el año 1967. Gabriel García Márquez acababa de publicar Cien años de soledad y ya se habían vendido unos cuantos miles de ejemplares en Perú; Mario Vargas Llosa acababa de ganar el Premio Rómulo Gallegos por su no menos brillante novela La casa verde. García Márquez llegó a Lima desde Buenos Aires –donde había participado como jurado del concurso de novela Sudamericana-Primera Plana. Mario Vargas Llosa llegaba desde Caracas. Ya se conocían previamente, pero ese encuentro organizado por la Universidad Nacional de Ingeniería (dos encuentros, el 5 y el 7 de septiembre) fue un evento memorable para los dos autores y para el público no solo de estudiantes, que asistió a escucharlos en forma masiva. El año siguiente, la universidad publicó el diálogo en un libro (La novela en América latina: un diálogo) y ahora se recupera en Dos soledades: un diálogo sobre la novela en América Latina (Alfaguara) que incluye testimonios de participantes directos del evento, entrevistas a los dos protagonistas del encuentro y un prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.

Hasta aquí los hechos. Anticipamos una conclusión: el texto de la conversación –término que le viene mejor a lo que se va a leer que “entrevista”, no solo por el peso de los participantes sino porque hay en juego una dinámica de charla, de reflexión en voz alta- es muy interesante y reafirma que cuando Gabo “llega” a Cien años de soledad, tenía perfectamente claro el recorrido que lo había llevado hasta ahí, y que se trataba de un punto de arribo totalmente consciente acerca de qué y cómo experimentaba con las formas de la novela desde La Hojarasca y antes también (no hay más que remitir al lector al reciente volumen de Literatura Random House Camino a Macondo).

Al respecto, es bastante impresionante ensamblar estos dos encuentros de Lima, con la entrada del “lunes 4 de septiembre de 1967” de Años de formación, el primer volumen de los Diarios de Ricardo Piglia. Ahí, Piglia dejó consignado que la noche anterior, en una reunión organizada por Jorge Álvarez y Pirí Lugones para homenajear a Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh los presentó. Piglia y García Márquez se quedaron conversando. Gabo le comentó que, con el premio finalmente otorgado a Daniel Moyano por El oscuro, él había dudado mucho porque también le gustaba El silenciero de Antonio Di Benedetto, pero que no lo habían premiado porque era una nouvelle y no una novela. Piglia lo provoca, le dice que con ese criterio no se podría haber premiado a Pedro Páramo o El coronel no tiene quien le escriba. Y, he aquí, las palabras de Piglia: “La conversación se volvió interesante porque empezamos a distinguir entre las formas breves, los relatos de media distancia y las novelas. García Márquez entró con ganas en la discusión, conoce bien los procedimientos y la técnica de la narrativa y durante un rato la conversación giró exclusivamente sobre la forma literaria y dejamos de lado la demagogia latinoamericana de los temas que son propios de esta región del mundo y hablamos de estilos y de modos de narrar e hicimos un rápido catálogo de los grandes escritores de media distancia como Kafka, Hemingway o Chéjov, y de los problemas del exceso de palabras que hacen falta para escribir una novela”. Esta conversación luminosa y que en gran medida le cambió a Piglia la imagen que se habría forjado previamente del exitoso Gabo (es obvio que muy bien no le caía), tuvo lugar apenas días antes de aquella cita limeña de las dos soledades. 

Ahora bien ¿qué sentido podría tener, ahora, reflotar esta vieja entrevista?

Quizás parte de la respuesta, o al menos cierta orientación acerca de alguna intencionalidad, está en el prólogo de Juan Gabriel Vásquez, quien después de señalar que este diálogo es una puesta en escena de dos maneras de entender el trabajo del novelista y que el lector se encontrará con un contraste evidente, subraya no sin cierta arbitrariedad:

“Por un lado, la generosidad intelectual de Vargas Llosa, dispuesto a tomar el papel de entrevistador y cederle el protagonismo a García Márquez aunque en su maleta esté, todavía caliente, el premio Rómulo Gallegos, y, por otro lado, la timidez de García Márquez, que se manifiesta en la forma inveterada de boutades, epigramas cortantes y exageraciones sin propósito aparente”.

Al leer Dos soledades no se puede estar menos de acuerdo con esta apreciación de Vásquez. Sencillamente no es cierto que en la larga entrevista/ conversación, Vargas Llosa sea todo el tiempo el lúcido intelectual que tiene todo el panorama de la literatura mundial en la cabeza, y García Márquez el provinciano y buen salvaje que pegó un hit por pura casualidad o destreza para fabular, pero sin una mínima capacidad de reflexionar acerca del rol del escritor. Como quien dice: sin saber dónde está parado. O que se hace el que no sabe, lo que tampoco se desprende de la conversación. Tampoco hay que confundir dificultad para enfrentar al público con una intrínseca timidez.

Al testimonio de Piglia en el sentido de que García Márquez tenía una considerable reflexión ya digerida acerca de lo que podría caracterizarse como el aspecto “político” de las formas narrativas (que van desde la posibilidad de experimentar dentro de los géneros a cuestiones de mercado y recepción de los libros) se pueden sumar numerosos pasajes de Dos soledades, en el que uno y otro exponen visiones compartidas con matices acerca de temas como la responsabilidad del escritor, su conexión con lo social y lo popular en un sentido profundo, casi podría decirse, antropológico y no folklórico (por ejemplo, el debate acerca de la generación de Rómulo Gallego, Ciro Alegría o Jorge Icaza). En otro orden, dice García Márquez: “Creo que el escritor está siempre en conflicto con la sociedad; más aún, tengo la impresión de que se escribe como una forma de resolver ese conflicto personal del escritor con su medio”. No parece esta frase una boutade o una exageración sin propósito aparente. Sí es obvio que ya se delinean perfiles y estrategias diferentes. Vargas Llosa tiene una evidente pasión cerebral por la literatura (esa que lo llevaría a escribir su manifiesto flaubertiano La orgía perpetua, formidable mezcla de objetividad crítica y subjetividad desbocada) y García Márquez deja bien en claro que él no va a convertirse en un exégeta crítico de sus propios libros aunque sabe claramente que el estudio y manejo de los procedimientos formales lo han conducido a la cima.

A lo largo de la conversación en la Universidad, Vargas Llosa demuestra tomarse muy en serio el trabajo literario de García Márquez, y muchos años después ha persistido en su admiración profunda a ese libro, a pesar del deterioro público y notorio de la amistad entre ambos. Es verdad que Vargas Llosa toma el lugar de quien trata de situar a su entrevistado en un contexto, pero no es cierto que García Márquez eluda cada cuestión que se le plantea desviándose por el camino de la boutade o no tenga opinión sobre ese contexto. Y esto queda bien claro cuando intercambian acerca de la influencia de la United Fruit y su expoliación de los pueblos de Colombia en la base de La hojarasca y de Cien años de soledad.

Obviamente que Dos soledades expone dos estilos de novelistas latinoamericanos de su tiempo, pero no se trata de Pinky y Cerebro (aunque a Vargas Llosa no le han faltado ganas de conquistar el mundo desde entonces). En verdad, Dos soledades es el encuentro de dos escritores que a la manera de un personaje balzaciano desdoblado, empezaban a comerse el mundo, y ese mundo era Europa. América Latina iba a la conquista de Europa con las armas legítimas de una literatura innovadora, atractiva y revolucionaria. En forma de intuición, los dos coinciden en que el auge de la literatura latinoamericana que ellos mismos están protagonizando puede tener múltiples respuestas, sociológicas o políticas o, inclusive estéticas, pero como señala Gabo, “me imagino que lo que está sucediendo es que nosotros hemos dado en el clavo”.

Lo que vendría después, hasta nuestros días, no se habló en esa conversación.