“Te vas a quedar ciega”, le decía la abuela a su nieta. La necesidad de leer no podía ser eclipsada por la amenaza velada de una ceguera. Un mundo sin libros podía ser más lúgubre para esa adolescente chilena que leía de manera frenética, como si en la letra se cifrara su destino. A diferencia de su madre, que perteneció al partido comunista, Diamela Eltit nunca militó porque no estaba de acuerdo con la rigidez de los partidos políticos. Siempre habitó una política de izquierda, decidió no acatar las obligaciones cosméticas impuestas a lo femenino y se pronunció a favor de las minorías culturales. “No se pueden ordenar las lecturas literarias. No es posible construir un estante temporal. O, para ser veraz, no puedo hacerlo. O quizá no quiero hacerlo. Para mí la lectura (y la escritura) forman parte de mi desorden y disidencia con los mandatos burocráticos de la vida más concreta”, plantea Eltit en El ojo en la mira, una autobiografía de su vida como lectora, bellamente desordenada y disidente, publicada en Argentina por Ampersand.

El libro salió al mismo tiempo que se conoció que Eltit se convirtió en la segunda mujer en ganar el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria 2020 por “su compromiso con la reinvención del lenguaje”. La escritora chilena tiene un nombre extraño que la ha obligado a múltiples contorsiones a lo largo de su vida (que comenzó en Santiago de Chile, el 24 de agosto de 1947). Si la llaman Daniela o Damiela, responde. Un profesor de la secundaria le dijo “Deidamia” y aunque experimentó un terromoto psíquico al escuchar esa errata ella igual se levantó de la silla y fue hasta la pizarra. En la novela fundacional chilena, Martín Rivas, escrita por Alberto Blest Gana en el siglo XIX, la perra de la narración se llamaba Diamela. Mientras estudiaba la licenciatura en Literatura en la universidad, en un seminario de novelas argentinas fundamentales leyó El inglés de los güesos, de Benito Lynch. La perra de la narración, para mayor asombro, también se llamaba Diamela. La madre, que no leyó ninguna de las dos novelas, eligió ese nombre por las flores de dos colores que tiene un arbusto.

“Me resulta perturbadora la biologización de la letra en la cultura. Las gestiones, congresos, organizaciones que se formularon y se desplegaron para examinar producciones y hacer visible la existencia de la ‘literatura de mujeres’ en un primer tiempo (hace más de treinta años) me parecieron inclusivas, necesarias, políticas”, explica Eltit, quien participó como organizadora del primer congreso de escritoras que se realizó en Chile en 1987. “Pero más adelante comprendí que el sistema literario convertía ese movimiento reparador en una maquinaria desde la cual era posible discriminar de manera masiva. La tarea política es restaurar la letra, desbiologizarla y llevarla a habitar la precisión del sentido. Pienso que la obligación de democratizar la literatura ampliaría el sistema literario. Desde esa perspectiva, me parece urgente romper el binarismo: literatura de mujeres y literatura (de hombres, la verdadera)”, propone la autora de las novelas Lumpérica (1983), El cuarto mundo (1988), Vaca sagrada (1991), Los trabajadores de la muerte (1998), Jamás el fuego nunca (2007), Impuesto a la carne (2010) y Fuerzas especiales (2013), entre otras, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Chile en 2018.

-En “El ojo en la mira” advertís que leer te empujó a tomar decisiones que podrían ser pensadas como emancipatorias. ¿En qué sentido te emancipó la lectura?

-La lectura amplió las fronteras de mi propia vida, o dicho de otra manera, de la vida asignada por el universo social que habitaba. En ese sentido, pude ver mucho más que lo que la vida real me proponía. Entonces pude pensar sujetos, políticas, espacios, psiquis que no sé cómo habría sido de otra manera. Pero no me cabe ninguna duda de que habría sido un horizonte más estrecho. La emancipación es dotarse de un pensamiento más amplio, donde no te ciñes de una manera tan lineal con las ordenanzas vigentes porque cada tiempo tiene ordenanzas que las va cambiando. Si tú lees, puedes entender que hay otros límites.

-Aun cuando estás escribiendo sobre una autora o analizando un libro, siempre está presente la preocupación por las desigualdades. ¿De dónde viene esta preocupación?

-Siempre estuve consciente de las desigualdades de los cuerpos; que era el cuerpo lo que marcaba bullying: la morena era negra, el gordo era guatón. Entonces veía cómo el mismo cuerpo era un material generador de desigualdad. En la infancia, en la adolescencia, tuve mucho pudor de no caer en esas categorías. Creo que percibí, sin saberlo, el binarismo que nos atraviesa en nuestros recorridos: el gordo contra el flaco, el alto contra el bajo, el blanco contra el moreno. Ese binarismo pude entenderlo como factor de desigualdad.

-En uno de los textos del libro afirmás que tenés plena claridad de que estás parada en un territorio minoritario desde lo literario. La lectura abre mundos, pero por tu escritura te inscribís en una zona de menor alcance, ¿no?

-La escritura es un desafío para mí; en esa ruta el desafío y la incertidumbre son parte del trabajo personal con la escritura y eso me llevó a salir de los centros. Al principio, no sabía que me había salido de los centros porque tú escribes y piensas que toda escritura es escritura. Después te das cuenta de que no, que entre medio hay una mediación, que puede ser el mercado o la editorial y hasta la pedagogía de la letra. Hay un salto entre la letra y la forma de la letra. Yo estaba en una zona menos centrista y seguí mi deseo, más que cambiar de lugar una vez que me di cuenta de que estaba en otro espacio. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar, que era cumplir el deseo de la escritura frente a una vida rutinaria escrita por las instituciones.

-La institución literaria chilena te pedía “claridad” y tu propuesta era compleja.

-El “no se entiende” me parecía extraño porque tenía una ingenuidad autoral. Yo siempre leí mucho, estudié literatura, entonces sabía los despliegues literarios, que son muy amplios. Me parecía raro que no se entendiera, pensando que hay zonas del lenguaje que son muy ambiguas. Que no hay transparencia, que la transparencia es muy compleja; aunque te digan “sí”, te pueden decir “no”. Me asombraba un poco esa filiación a la claridad, que es una especie de ficción también. Fueron muchos años y libros hasta que hubo un espacio para esos libros, que fueron haciendo los propios libros porque yo misma nunca tuve agente literario. Hay un factor sorpresa y es la letra la que abre los espacios. No soy yo como persona que tengo que buscar espacio para los libros, sino que lentamente los libros pudieron abrirse un pequeñísimo espacio literario.

-En el libro impresiona una anécdota en la que recordás que cuando enseñabas en el Liceo durante la dictadura una alumna te denunció porque leíste en clase a Neruda. Nunca te olvidaste la cara de esa chica. ¿Te la volviste a cruzar después, fuera de la escuela?

-Algunas profesoras sabíamos que había estudiantes que tenían la función de vigilar a los profesores. Curiosamente a esa chica la vi en una marcha contra la dictadura, cuando la dictadura estaba vigente. Me pareció que había algo complejo y oscuro. Yo estaba en esa marcha y me crucé con esa chica.

-¿Qué hacía esa chica en la marcha?

-Esa chica era la presidenta del centro de estudiantes, cómplice en todo sentido, que cumplía funciones de delación en el colegio. Verla en la marcha me pareció bien oscuro. Había una cosa retorcida en esa estudiante y era posible que ella haya sido una infiltrada en la marcha.

-¿Cómo operaba el miedo en dictadura?

-Los primeros seis años de la dictadura fueron totalitarios. Entonces el punto más complicado era no saber con quién estabas hablando; el cuidado con la palabra. En el Liceo donde trabajaba, que me tocó lo más complicado de ese tiempo, en los recreos los profesores hablábamos del tiempo, del clima: “ha hecho frío”, “sí, mucho frío”, “¿tú sentiste frío más que antes o menos?” Eran conversaciones vacías porque tú no sabías a quién tenías enfrente. Por el miedo, el lenguaje se angostó y se suprimieron muchos términos: no podías hablar de pueblo porque parecía subversivo. Hubo que aprender a vivir de una manera que jamás pensé que iba a vivir. Tampoco había noche; hubo toque de queda durante diecisiete años. Yo era joven, junto con todos los jóvenes de mi tiempo, y se acabó la noche. El miedo estaba presente por la cantidad de personas muertas. Las armas, las muertes y la prisión política producían terror porque había mucha transgresión sobre los cuerpos; no era sencillamente morir, sino cómo morías.

-En esos años comenzaste a escribir y tal vez ese “no se entiende” que te decían fue tu estrategia de supervivencia. ¿Elegiste la opacidad para no poner tu vida en riesgo?

-Mira, confluyeron muchas cosas... Al principio, el toque de queda era muy temprano, entonces todos corríamos a la casa porque si se te pasaba la hora había licencia para matar. Los militares podían dispararte, si tú estabas en la calle durante el toque de queda. Nosotros sabíamos muy bien que había una oficina de censura. Cualquier libro que salía y que iba a una librería tenía que ir a esa oficina pública. Había una especie de ojo espía frente a lo que uno escribía. Las dos primeras novelas pasaron por la oficina de censura, algo que hoy parece imposible. La vida bajo una dictadura como la que tuvimos nosotros es difícil comunicarla porque estaba en todas partes; en la oficina de censura, en la publicación, en cómo se hablaba. Yo pude publicar mi primera novela Lumpérica porque la producción narrativa en ese tiempo era muy baja; todos nuestros escritores más consolidados estaban exiliados. La editorial se arriesgó conmigo, un riesgo no menor, porque sacaron mil ejemplares y se demoraron como seis o siete años en venderlos. Yo era el anti negocio, ¿me entiendes? (risas).

-En “El ojo en la mira” confesás que para sobrevivir hiciste algunos trabajos en publicidad. ¿Qué recordás de esa experiencia de participar en publicidades televisivas?

-Todos sobrevivíamos como podíamos. Carlos Flores, mi compañero de universidad, empezó a hacer publicidad para productos. Yo era jefa de familia, tenía que responder no solo por mí. Mis vecinas estaban emocionadas porque yo había salido en la tele. O mis estudiantes, que me miraban con adoración porque su profesora salía en la tele. Pero la de la tele no quería salir en la tele porque sentía que hacía el ridículo una y otra vez, sobre todo con uno de los productos que era el detergente Omo, que se pasaba en horario prime. Tengo entendido que Carlos, el director, tiene guardadas esas publicidades y que las va a sacar para extorsionarme (risas).

-¿Por qué te parece más importante el cómo escribir que el qué escribir?

-Todo se escribió hace siglos: la venganza, el afecto, el nacimiento, la vida, la muerte; entonces ¿por qué la literatura no concluyó, si está todo escrito? Se sigue escribiendo sobre lo mismo, pero el cómo escribes marca una otredad. En el libro pongo el ejemplo del Ulises. Joyce le da una vuelta entera al texto griego, tal vez lo más impactante de esa revisión es que le deja la voz a la mujer para cerrar el texto. Ulises no puede volver y la mujer teje en el día y desteje en la noche y lo hace no solo esperando la vuelta de Ulises; ella sabe que si se casa con uno de sus pretendientes van a matar a su hijo. Entonces ese destejer también tiene la función de prolongar la vida. Molly Bloom habla en un monólogo interior que es muy nuevo en el espacio literario y pone ahí de manera caótica los deseos que ella tiene. Joyce vuelve a escribir el Ulises de una manera que hace otro texto. Es interesante volver a pensar cómo se abordan los pequeños dilemas de nuestra cultura.

El habla de los libros

-¿Qué escritoras chilenas podrían decir “yo también soy hija de Diamela Eltit”?

-No sé, tendrían que decirlo ellas, yo no podría decirlo porque cada escritora tiene que hacer su viaje por la letra y buscar allí un sitio. Hoy en día estamos en un momento terrible por la pandemia, pero también espeluznante por las obligaciones impuestas por el mercado, las editoriales, los agentes literarios; hay toda una cadena que obliga al escritor o escritora a mucha gestión. Por lo tanto, la letra, conseguida con trabajo y esfuerzo, tiene que entrar a competir en un espacio. El propio autor o autora tiene que andar con los libros encima para inscribirlos. No podría cuestionar a los autores o autoras, más allá de que yo misma no haya ingresado en ese espacio de gestión porque no tengo habilidades y soy más ida...menos realista. Las autoras están protagonizando escenas y yo pienso que está bien que lo hagan, pero hay que dejar también que el libro hable, no hundirlo con el habla de la autora.