EL BAILE DE LOS 41 7 PUNTOS

México, 2020

Dirección: David Pablos

Guion: Monika Revilla

Duración: 109 minutos

Intérpretes: Alfonso Herrera, Emiliano Zurita, Mabel Cadena, Fernando Becerril

Estreno en Netflix.

En su noche de bodas, Ignacio de la Torre fornica a su esposa como quien carga un objeto muy pesado. En lugar de orgasmo le sale un eructo. No son las mujeres lo que le gusta, y el casamiento es un mero trampolín en su carrera política. El es diputado, y su flamante esposa es nada menos que la hija del Presidente de la Nación. Pero, claro, Ignacio no es un tipo que se eche atrás con su deseo, y eso lo llevará a poner en peligro todo: el matrimonio, la aprobación de su estricto suegro --no por nada militar de rango--, la carrera en definitiva. Son los albores del siglo XX, cuando la homosexualidad era un escándalo. Ni qué hablar de cuando el closet estaba ubicado en las altas esferas. El baile de los 41 reconstruye un hecho sucedido en México en 1901, que terminó con la requisa, detención, escarnio y cuasi linchamiento de cuarenta y dos representantes de las más altas esferas del poder, miembros de lo que ellos llamaban “club” de homosexuales. ¿Cuarenta y dos, y no cuarenta y uno? Ése es un tema.

Tanta trascendencia tuvo el hecho, ocurrido durante el período político que se conoce como “porfiriato”, que hasta hace poco, una de las maneras de aludir a un homosexual en México era llamarlo “41”. Los notorios bigotazos que todo hombre “bien macho” debía portar en México por entonces (no por nada el Presidente es el de mostacho más grande) funcionan como emblema del abismo entre las apariencias y la elección sexual, tanto en Ignacio (el apuesto Alfonso Herrera) como en los restantes miembros del club. Aunque, hirsutos y robustos, tal vez se tratara de precursores de la cultura “osa” latinoamericana. Ignacio ingresa a la película envarado y sacando pecho. Un travelling lo sigue hasta el gran salón donde saluda ceremoniosamente a invitados e invitadas. Por la etiqueta casi marcial parecería tratarse de una reunión en sede diplomática, más que de su fiesta de bodas. La novia porta el desdichado nombre de Amada (Mabel Cadena) y lo espera como una invitada más. Sin beso, ni abrazo, ni baile. Punto interesante: El baile de los 41 no descuida el punto de vista de ella.

El ingreso al Club de los 41 requiere de un rito de iniciación tan riguroso como esa ceremonia semioficial. El candidato --en este caso Evaristo, introducido por Ignacio-- atraviesa el largo pasillo de otro palacio, el pecho descubierto y los ojos tapados por una venda negra, escoltado por los socios alineados y presentándose ante un Presidente que en este caso no es el de la Nación sino el del Club. Pero que cuida del orden interno casi con tanto rigor como su par. Los miembros se libran de la etiqueta, lucen joyas y hermosos vestidos, cantan canciones chanchas y celebran orgías. Pero, más allá de los besos y las penetraciones, Ignacio y Evaristo (que elige para sí el nombre de Eva) parecen seguir presos de la misma cárcel del ánimo que los atenaza fuera de esas cuatro paredes. Producto de la guetización, en el club se respira un clima de encierro, más sofocante incluso que el de la casa donde Ignacio trata de mantener las apariencias. La simetría entre ambos órdenes parece remarcada por el ingreso del protagonista al palacete donde la hermandad celebra sus reuniones, puesto en escena con un travelling semejante al inicial. Las orgías parecerían evocar el juego de las estatuas, con sus cuerpos casi congelados en diversas posturas eróticas, casi pictóricas.

Esa atadura a rituales estrictamente regimentados --que se contagia a la propia película-- tal vez obedezca a la condición de “hombres de pro” de todos los integrantes del club, miembros de la élite gobernante, pares de quienes los detendrán y exhibirán públicamente, a modo de castigo ejemplar. Ignacio parece dejar caer su máscara de hombre de poder recién sobre el final, cuando comprende que es prisionero en jaula de oro de la casta que integra, cuyo régimen de apariencias le permitirá eludir, como moneda de cambio, la condena social.