Hace unas semanas, las escritoras Cristina Rivera Garza y Mónica Ojeda participaron de una reunión en Zoom, una sesión de taller literario. Rivera Garza es mexicana; Ojeda es ecuatoriana y ahora vive en Madrid. Se trataba de una conversación sobre escritura creativa en la Universidad de Houston. Suena genial: lo que en presencial hubiese costado mucho dinero entre pasajes, estadías y traslados, en formato virtual permitía un encuentro de estudiantes y escritoras fácil y gratuito. Una amiga también escritora, escocesa, Ever Dundas, me decía que ella, que vive con una discapacidad, jamás había tenido tantas oportunidades de participar de eventos culturales como en el año y pico de la pandemia. Ever está activa en la visibilización de cómo las redes ayudan a mejorar la vida de personas que, como ella, siempre tienen dificultades en salir de casa. Esto no es optimismo tonto: no somos todos iguales ni estamos todos sanos y “quedarse en casa” y tener dificultades de movilidad es lo normal para muchas personas.

Pero volvamos al taller. El encuentro se desarrollaba de forma casual con las dificultades habituales y chistosas de siempre (“estás muteada”; “entro de vuelta”; “prendé la cámara”). De repente, sin embargo, irrumpió el horror. Varias personas, desconocidas para participantes y organizadores, se metieron en la reunión y mostraron en pantalla fotografías muy explícitas de mujeres asesinadas. Es necesario aportar un dato que refuerza lo macabro del caso: hace 30 años, Liliana Rivera Garza, hermana de la escritora Cristina Rivera Garza, fue víctima de femicidio. Liliana tenía 20, estudiaba arquitectura y fue asesinada por su novio antes de un viaje al Reino Unido, donde pensaba terminar su carrera universitaria. En 2020, Cristina escribió El invencible verano de Liliana, un libro que reconstruye el crimen a partir del expediente policial y de documentos personales.

El evento se promocionó en redes y sólo había que pedir ingreso para participar. No había limitaciones de otro tipo. A través de su cuenta de Twitter, Cristina Rivera Garza escribió: "La violencia patriarcal logró interrumpir la charla con Mónica Ojeda pero quedamos más cerca, más fuertes, más preparadas para dar la batalla. Gracias por la solidaridad”. Ojeda me cuenta: “Fue una cosa que, no sé, de verdad me quedé shockeada. Me dio hasta un ataque de ansiedad. Sentí miedo, miedo real. Porque me impusieron ver esas imágenes. No hay forma de explicarlo, pero fue como ser violada visualmente. Además como es en manada no se pueden sacar tan fácil”. Con “en manada”, Mónica quiere decir que eran muchos y que cuando sacaban a uno aparecía otro, de modo que fue imposible continuar con la charla. Las imágenes, muy explícitas, venían acompañadas de música a altísimo volumen. “Y yo no me impresiono mucho”, agrega Mónica y hay que leerla para entender por qué dice esto: sus libros, especialmente la novela Nefando y los cuentos Las voladoras son literatura magnífica y extrema, un lenguaje poético ultra moderno en el que conviven escenas de violencia explícita, pornografía dura, abuso infantil, los sótanos más oscuros de internet y las leyendas andinas.

Es muy difícil armar un espacio seguro en estos ámbitos si se quiere que al mismo tiempo sean abiertos –e incluso sucede cuando no lo son--. Personalmente no tuve ninguna experiencia mala después de un año de uso de la app, pero en una charla, también en una universidad de EE. UU., entró un desconocido y preguntó: “¿Esta es una reunión de Alcohólicos Anónimos?”. Incluso con la obligatoria distancia de la pantalla, y con muchos de los participantes apenas visibles en sus cuadraditos pude sentir que faltaba el aire, que se palpaba el alerta. “Hacen este tipo de chistes” dijo la profesora. El intruso o el verdadero desorientado, nunca lo sabremos, se fue de la reunión y no volvió. La calma, sin embargo, tardó en volver. Después la profesora me pasó datos para que comprendiera mejor la tensión del momento. Según una investigación de The New York Times, en redes, chats privados y foros se encontraron cientos de personas que se organizaban para acosar a gente en Zoom, verdaderas campañas que compartían contraseñas y planeaban ataques a las reuniones. Los involucrados se llaman a sí mismos “zoom raiders” o “zoom bombers” y suelen usar imágenes provocativas, insultos raciales, cualquier cosa que consideren ofensiva. También hacen intervenciones masivas más inocentonas, pero el mecanismo es el mismo. ¿Cómo defenderse? Es difícil salvo que se acuda a medidas más o menos fuertes de seguridad que, de paso, impedirían el ideal de compartir contenidos. Por supuesto, no hay manera de detener la organización de estos ataques, el patrullaje sería inabarcable e invasivo. Para concientizar sobre este problema de seguridad (que no es exclusivo de Zoom), un desarrollador lanzó el sitio Take This Lolliopo 2 (www.takethislollipop.com), cortometraje interactivo que invita a participar de un Zoom falso en el que ocurre un hecho de terror. Al final, después del efectivo susto, nuestra imagen vuelve a aparecer, con otra voz, un texto en general pronunciado en otro idioma y más que la cuestión del “doble”, lo que da miedo es la posibilidad ya no de robar información, algo ya común, sino la propia imagen (recordemos que los encuentros Zoom suelen grabarse). Quienes estén en tema saben que esto se llama “deep fake” y si se puede hacer con un cuatro de copas en diez minutos, lo que dura este sencillo juego, también se puede hacer con celebridades, líderes mundiales, atletas famosos. Cualquiera. La falsedad aún es detectable. Algún día, quizá, no lo será.

Para muchos, cada reunión de Zoom es una experiencia de terror y el que vio el chiste fue el director Rob Savage con su película Host (2020). La trama es sencilla. Un grupo de amigos jóvenes decide hacer una séance por Zoom, es decir, convocar un espíritu. Son guiados por una experta pero ella pierde su conexión de internet en un momento crucial y todo se va al diablo. Los espectadores vemos a cada uno de los participantes con su dilema y su terror en su cajita de pantalla, perseguidos por imágenes siniestras, deambulando por la casa convertida en un campo de batalla fantasmal laptop en mano, desesperados cuando alguien desaparece y no se vuelve a conectar. Lo más terrorífico, de todos modos, no es el componente sobrenatural. Es un pequeño detalle. Una de las participantes, aburrida durante el confinamiento, se diseñó un fondo de pantalla personal. Todos conocemos ya los fondos de pantalla de Zoom con sus palmeras y arco iris y bibliotecas. Bueno: el de la chica es dinámico. Se filmó a sí misma entrando al cuarto, su imagen –que no es ella, pero es ella-- va hacia un mueble, se cepilla el pelo largo y vuelve a salir de la habitación. A sus amigos les parece un poco siniestro al principio y lo es: verla así, atrapada en un loop, en un sinfín, una chica peinándose para siempre. A medida que avanza la película esa repetición de su imagen se volverá insoportable: un verdadero fantasma.

 

El “mundo virtual” no existe. Vivimos en una sola realidad, que tiene distintos ámbitos. Dejar de separar en “real y virtual” es lo mejor que puede pasarnos. Los términos son necesarios para explicar de qué ámbito estamos hablando, pero la distinción ya no sirve, es inútil por completo, para definir nuestra experiencia.