Hace poco, un amigo me invitó el fin de semana a Mendoza. Total, es un feriado largo y no tienes que cumplir tus obligaciones de cronista, me insistió. Pero le dije que no, me negué con orgullo de codorniz recordando el mismo viaje de hace años, por allá a comienzos de los ochenta, cuando me decidí a partir de Chile por el andar lejos, traficando, matuteando, lo que fuera para sobrevivir fuera de aquella patria sembrada de odios venéreos.

En Argentina había llegado la democracia y era un buen lugar para respirar aires literarios. Por eso un día, casi sin pensarlo, saqué boleto rumbo a Mendoza. A esa hora de la mañana, el terminal atestado de viajeros era un remolino de gente peloteándose los pasajes, trepando a los pullman que movilizaban la depresión nacional. Antes de subir a la máquina salí del terminal a fumarme un pito de yerba para no pasar rastros de droga por la frontera. Luego me encaramé al bus, sentándome junto a una señora de traje que miró para afuera, evitando ver mi atuendo marica hippioso. Pero no le di importancia; total, el viaje era corto y en menos de cuatro horas estaría cruzando la cordillera, lejos de la homofobia criolla. Cuando el bus comenzó a moverse, me relajé al experimentar esa sensación infinita de partida (otra vez partir). Alejarse por un tiempo haciendo de todo, porque en ese tiempo, hermanito, uno hacía lo que viniera en onda de sobrevivencia: trafic, maricón, joven, artesano y cesante.

Sin ser linda eres simpática, canturrié en el bus, que ya dejaba atrás esta ciudad asfixiada por el tufo castrense. El ronronear del motor me fue cerrando los ojos y quedé raja durmiendo mientras el vehículo se perdía por los acantilados rumbo al límite argentino. Un grito me sobresaltó y abrí los ojos de pronto cuando llegamos a la aduana fronteriza. Abajo, bájese con todo el equipaje, me gritaba un poli de civil, mirándome con sus anfibios globos azules. Todos los hippies le tenían miedo a ese viejo cana que olía la macoña como galgo en veda. Pero yo estaba tranqui como pelo de estatua. Total, no llevaba nada. Más bien, con ese personaje en la aduana era suicida traficar algo, creí pensar mientras el abuelo me olfateaba, registrándome hasta las solapas. ¿Y esto? ¿Qué es esto?, preguntó, sujetando con sus uñas la insignificante corta olvidada en mi bolsillo. Allí reconozco el excedente de pito que había fumado antes de viajar. Malditamente, al cruzar fronteras, aunque uno se revisa mil veces, siempre quedan semillas, papelillos y residuos que nos delatan. Los volados nunca vamos a aprender. Ahí, a última hora, el viejo ojos de lagarto saltaba de contento, vociferaba que yo era un traficante, que tenía las pruebas para encarcelarme, le escuchaba decir revisando mi mochila mientras veía partir el pullman con ojos de náufrago. Sin quererlo, le había dado sentido al rastreo laboral de aquel poli de los ojos celestes. Tome sus cosas y pase por aquí, me empujaron a una oficina con grandes ventanales donde relumbraba la costra cordilleral. Sin poder alegar ni decir nada ante la evidencia, me resigné a esperar mi suerte acomodándome en aquel espacio con vista al macizo helado. Si no hubiera sido por esa mierda de pito, ahora iría feliz rumbo a Mendoza, me lamentaba, guardando mi ropa esparcida en el suelo. Entonces, comiendo tranquilamente un fardo de paja sobre la nieve, creí ver a un camello que me miraba burlesco mascando el pasto nevado. No podía ser verdad, me restregué los ojos pensando que alucinaba, pero estaba allí, tras el vidrio de la ventana rumiando y mirándome con desprecio aquel animal de expatriado paisaje. Yo lo miraba curioso y el camello me miraba despreciativo, como diciendo: Estamos en la misma, chilenito; pero tú adentro deprimido, y yo acá afuera por lo menos tengo aire y comida. Casi imaginé verlo con gafas oscuras protegiendo sus lánguidos ojos del brillo polar. Él comía pasto a destajo y a mí me habían detenido por una pizca de yerba. Parecía un cuadro surrealista, pero ahí estaba vigilándome con su joroba lanuda recortada en el lomo andino. Después de varias horas frente a frente, dejó de verme con burla, y a ratos me daba una ojeada de compasión, paseándose como turista en viaje. Casi le tomé cariño, sintiendo que estábamos en la misma, compartiendo el territorio humillado del exilio. Al caer la tarde me llevaron a otra oficina, donde me volvieron a interrogar, y al final, por fin, me dejaron tomar otro bus a Mendoza. Antes de poner el pie en la pisadera escuché el bramido del camello diciéndome adiós. ¿Por qué tienen a este animal detenido aquí?, le pregunté al chofer del bus, que sin mirarme dijo: Parece que venía con un circo y no tiene los certificados de vacunas que necesita para cruzar a la Argentina. A través del cristal del pullman vi por última vez a mi jorobado compañero de prisión, y lo seguí viendo empequeñecido como un camello de juguete olfateando la escarcha, extrañando nostálgico la tibieza patria de su cálido arenal. 

Esta crónica de Pedro Lemebel pertenece al libro Serenata cafiola, publicado en Chile en 2008 y que en estos días Seix Barral distribuye en Argentina.