En el amanecer de los años 80 todo parecía que iba a cambiar. Había pasado la crisis del petróleo, el rock and roll, el feminismo, el Nuevo Hollywood, y había llegado la era Reagan, el asesinato de John Lennon, las alertas de Margaret Atwood sobre el creciente conservadurismo, el cine blockbuster. En esa bisagra, de la que el cine de Estados Unidos fue el termómetro, emergió también una generación que ya no se repetiría, una serie de estrellas fugaces que condensaban la avidez de la industria por seducir al público adolescente. La frase que definió a aquel fenómeno fue “Hollywood’s Brat Pack”, el título de una tapa de la revista New York de 1985 que mostraba a Rob Lowe, Emilio Estevez y Judd Nelson como la esencia de ese nuevo e irreverente star system. Detrás de ellos desfilaban Molly Ringwald, Ally Sheedy, Anthony Michael Hall, Mare Winningham. Demi Moore sería la estrella que pasaría con éxito a los 90. Andrew McCarthy, la excepción, el joven introvertido y soñador que contradecía el desenfreno de aquella meteórica fama con su distante timidez, una seductora reserva que lo hacía el secreto mejor guardado de aquella vertiginosa revolución.

“A mediados de la década del 80, la estupidez juvenil y el sexo estaban bien documentados, pero había un aspecto de la adolescencia que no se había explorado seriamente en la pantalla. Pocas películas habían tratado el poder abrumador y devorador de las emociones de los adolescentes con seriedad, habían representado a los jóvenes con respeto por sus luchas o les habían dado un sentido de genuina dignidad a sus intereses. Ahí fue cuando entró John Hughes”, recuerda Andrew McCarthy en su nuevo libro de memorias Brat: An '80s Story, publicado en Estados Unidos el mes pasado. Más que una autobiografía formal, el libro consiste en una divertida meditación sobre aquella década, sus variadas aristas, sus recuerdos imborrables, sus nombres emblemáticos. McCarthy ubica a Hughes en el centro de ese huracán, un observador de esa naciente juventud que quería verse representada más allá de sus hormonas en ebullición y su desorientación generacional.

Andrew McCarthy con Molly Ringwald en

“Nacido del mundo de los National Lampoon [saga que incluye tanto a Colegio de animales (1978) como Vacaciones (1983), película de la que Hughes fue guionista], los primeros trabajos de John y muchos de sus esfuerzos posteriores fueron cómicos, al borde de la grosería por naturaleza. Siempre pensé que su breve incursión en la angustia adolescente tocaba algo profundo que residía en él, una sensibilidad demasiado frágil como para dejarla expuesta al mundo por mucho tiempo”. Fue ese tiempo breve pero intenso, en el corazón de los 80, el que forjó la esencia de aquella cofradía adolescente que tomó al cine por asalto, con Hughes como decidido comandante. La ola expansiva siguió a los primeros éxitos como Se busca novio (1984) y El club de los cinco (1985) y aparecieron El primer año del resto de nuestras vidas (1985) de Joel Schumacher, como insignia de esa juventud ya salida de la secundaria, Admiradora secreta (1985) y Novia se alquila (1987) como prototipos de esa comedia espumante. McCarthy se subió a ese tren junto al Brat Pack y Hughes, y despegó entre La chica de rosa (1986) y Mannequin (1987). Había llegado a esa cima prometida en un abrir y cerrar de ojos.

Los primeros capítulos del libro de Andrew MacCarthy son una entrada a su mundo íntimo, antes de la vorágine de la fama y de identidad forjada bajo la ominosa etiqueta de la estrellita de moda. Su escritura es ingeniosa e incisiva, despojada de excesiva nostalgia, pensada como una sincera evocación de sus tiempos previos al llamado del cine. Más allá de los detalles de su infancia en Nueva Jersey, del descubrimiento de su vocación en las obras teatrales del colegio, de la distinción respecto de sus tres hermanos varones, todos deportistas, lo que asoma es una subterránea tensión con sus padres como chispazo inicial para la salida al mundo. Es algo que también impulsó la decisión de Demi Moore de ser actriz, un poco como escapatoria de un hogar tumultuoso –tal como ella lo cuenta en su libro Inside Out: Mi historia-, y lo que impregnó a la personalidad de Emilio Estevez bajo la sombra paternal de Martin Sheen. En los 80 muchos actores trasladaron al cine sus catarsis personales, su errático proceso de emancipación que se había convertido en la materia cinematográfica más impensada.

“Los apodos de mi padre siempre contenían una hostilidad latente. ‘Te quiero porque soy tu padre, pero la verdad es que no me caes bien’ me dijo una vez con cierto disgusto. Su comentario estaba vestido de un ira transitoria y, pese a que lo recibí como un cachetazo, fue un alivio inesperado, la confirmación de algo que siempre había sentido”. Los recuerdos de esa temprana adolescencia están sembrados de señales del desajuste familiar que encontraron su corolario en un temprano exilio en Nueva York. La interpretación fue entonces una forma de canalizar su dolor frente a esos desprecios, de encontrar un espejo a su malestar existencial. Como no podía ser de otra manera, James Dean y Montgomery Clift fueron los modelos perfectos de esa ensayada rebeldía y la tradición del Actor´s Studio la clave de su aprendizaje profesional. McCarthy parece más orgulloso de la cinefilia que persiguió en esos años de matiné en los cines neoyorkinos que de cualquier aspiración a la excelencia en la tradición teatral. Sus clases se alternaban con sus recorridos por el Central Park, las noches de charlas y marihuana con algunos amigos elegidos, la timidez siempre como escudo protector.

“Fue a comienzos de 1980 cuando me aventuré a Manhattan a estudiar teatro, mientras fumaba marihuana y escuchaba los discos piratas de Grateful Dead. Era en los años posteriores a aquella jornada en la que el presidente Gerald Ford se negara a rescatar a la ciudad de la crisis y el Daily News titulara: Ford a la ciudad: Muérete’”. La frase resulta la presentación perfecta para esa Nueva York en la McCarthy se aventuraba como tímido adolescente, anhelando la emancipación de sus padres, allanando el camino de su incipiente vocación. La escritura hilvana imágenes del Greenwich Village donde vivió por entonces con sucesivos compañeros de cuarto, del Washington Square Park convertido en su living-room, de la bohemia en las calles, los músicos ensayando en las esquinas, los teatros abiertos hasta altas horas de la noche. Varias anécdotas divertidas se cruzan con otras entrañables. El aprendizaje junto a su maestra Terry Hayden, cultora de la tradición de Stanislavski, la fascinación por un rodaje en la calle en el que pudo ver a Al Pacino como mito en formación, los primeros amigos, los primeros amores. También la primera frase en una película luego de un casting que consiguió de casualidad en un casamiento: “La escena se desarrollaba en la mesa del desayuno y la actriz que interpretaba a mi madre me preguntaba si había puesto gas al auto, como me había pedido mi padre. ‘¿Me lo pidió?’ era la respuesta y mi única frase en la película, que pronuncié en estado de terror. No me acuerdo nada más de ella solo que me sirvió para hacerme profesional”.

Andrew McCarthy entró al cine por la puerta grande. Quizás demasiado grande para lo que vendría. No es que su primera película fuera un clásico inmediato pero sí fue el molde que condicionó a su personaje en la pantalla. Un joven desgarbado e introvertido, seductor a su pesar, ocasional rival de un galán cool y peinado a la moda. En Class (1983) su némesis fue Rob Lowe, pero luego serían James Spader o Robert Downey Jr., ambos ejemplos de esa incipiente celebridad irreverente que forjarían los 80. Y McCarthy llegó a Class de casualidad, por una prueba que resultó fallida para el director pero que rescató el productor semanas después, que lo puso de inmediato en un avión hacia Los Ángeles y lo depositó en la puerta del bungalow estilo español que ocupaba la estrella de la película, Jacqueline Bisset. “Cuando me contrataron, los productores me dijeron que se habían olvidado de mencionarme un detalle. Jacqueline Bisset tenía la aprobación final de quien sería su amante en la película. La actriz más linda de todos los tiempos, según la revista Newsweek, la protagonista de La noche americana, Bullit y Ricas y famosas. ‘Jackie te va a adorar’, me dijo el productor cuando me conducía en su Jaguar por Benedict Canyon en Beverly Hills. Mientras veía tamborilear sus dedos en el volante sentía que era algo más que una formalidad”.

Class (1983)

Finalmente Jackie dio no solo su aprobación sino que albergó a McCarthy en su bungalow durante algunos meses hasta que su camino en Hollywood adquiriera algún horizonte. Ella compartía la coqueta construcción rodeada de palmeras con el bailarín ruso Alexander Godunov, quien recientemente había escapado de la URSS y se había convertido en su amante. Un Adonis rubio, siempre con un vodka en la mano, un inimaginable anfitrión para su desembarco en la ciudad de las estrellas. Class recibió críticas dispares, el afiche que intentaba ser provocador y mostraba a McCarthy desnudo y con músculos torneados vendía una imagen que no se concretaba en la película. Más que un imaginario de seducción y erotismo, la historia exploraba las fantasías masculinas de un estudiante envuelto en un affaire con la madre de su compañero de cuarto, como parte de su obligado despertar a la vida sexual. Ese éxito a medias le dejó promesas y sinsabores. La reaparición de su padre para pedirle dinero, la sensación de que no sería tan fácil hacer carrera con buenas películas, y la presencia del alcohol como una sombra que seguiría creciendo en los años venideros.

En Brat: An '80s Story, el recorrido que Andrew McCarthy propone por su filmografía de aquella década está teñido de la evaluación que puede hacerse desde el presente. Películas que quedaron como retrato de aquella juventud, éxitos circunstanciales, retazos de una cultura popular hoy convertida en consumo vintage. Es que ni El primer año del resto de nuestras vidas, ni La chica de rosa, ni Mannequin –ni siquiera Fin de semana de locura (1989), que seguía el modelo más clásico del enredo-, todas convertidas en grandes éxitos de taquilla, sobrevivieron como grandes películas. Quizás La chica de rosa fue el mejor ejemplo del cine de Hughes como productor, con el carisma inocente de Molly Ringwald como soporte y el romance con final feliz como clave para la comedia de aquella época. La historia con ribetes fantásticos de Mannequin conquistó su lugar en la memoria por los gags de comedia muda, el viaje en moto y la música de videoclip. Y con El primer año del resto de nuestras vidas se cimentó el aura frívola del Brat Pack, aquella rebeldía prefabricada que el mismo McCarthy se decide a revistar. “La historia de aquella tapa del Brat Pack fue obra de una noche en el Hard Rock Café entre Emilio Estevez y sus amigos, que eran justamente Rob Lowe y Judd Nelson. Reconocí la foto porque yo estaba originalmente en ella y me sacaron para la edición. En la nota ellos comentaban que yo jugaba mis escenas con demasiada intensidad y que no creían que finalmente triunfara. Era todo parte de esa competencia por la fama y arrogancia sobreactuada que se adhirió para siempre a nuestra generación”.

Con Demi Moore en

Esa unidad artificial del Brat Pack, un imaginario juvenil producido por la prensa de los estudios y el intercambio con la audiencia antes que por una identidad colectiva que atravesara a esa camada de actores, fue extinguiéndose lentamente. A los éxitos le siguieron los fracasos. Para McCarthy, las fallidas incursiones en otro cine que no fuera la comedia juvenil terminaron en suspiros desabridos. Corrupción en Beverly Hills (1987), Dos amigos, dos destinos (1988) y Fresh Horses (1988) –sin estreno local- demostraron que ese mundo se angostaba cuando sus intérpretes llegaban a la adultez y esa rebeldía prolongada ya no tenía eco en los espectadores. Lo que quedó para el actor fue lidiar con su adicción al alcohol, exorcizar los fantasmas en la relación con su padre, cultivar su incipiente interés por el detrás de cámara y una crepuscular excursión a Europa para cerrar su década de éxito con una película del ‘maestro’ Chabrol, como él lo llamaba. Si bien Pasiones en Clichy (1990) no fue lo mejor de Chabrol, sí fue la historia que cierra el viaje de Andrew McCarthy por el cine de esa década, la despedida de la juventud y una nueva página de su historia.

Los últimos párrafos de su libro, que ha seguido a otros sobre viajes por el mundo, a una carrera como director de televisión en series como Orange is the New Black o The Blacklist, y a incursiones como actor ahora en su madurez, están destinadas a develar sus propios enigmas respecto a aquella época. Una generación que más allá de su desfile bajo el paraguas de una etiqueta sintetizó un imaginario que perduró con el paso del tiempo asociado a esa edad irresponsable. Lo que se había escrito como reprimenda a un desenfado superficial, a una arrogancia impostada, decantó en un recuerdo cargado de calidez, de verdadera emoción. “Aunque originalmente se emitió como un juicio despectivo, la etiqueta ‘Brat Pack’ ha crecido a lo largo de los años para irradiar una cálida nostalgia por esa juventud evocada a través de lentes de color rosa. Fue un estigma que finalmente se transformó en un apodo amoroso, un término de duradero afecto, incluso cuando persistía en él la sombra de su mancha inicial”.