Entre las múltiples censuras que ejerció la colonialidad, sin duda en el enclave raza y género se cifra la raíz de todas las desigualdades. Incluso antes que las de clase, estas dos dimensiones fueron estructuralmente perversas al solapar su violencia en la biología como destino. En uno de sus textos menos difundidos, Rita Segato dice que después de siglos donde la otredad le diera de comer a la antropología, era hora de dar vuelta la ecuación. Apunta que sería ético por fin acoger la interpelación del intruso. Que sea el diferente el que nos diga qué espera de nosotros.

Desde esa demanda, ahora convertida en contienda, nos llega la voz de David Gudiño, actor y dramaturgo nacido en Tartagal, Salta, que revirtió el estigma hasta convertirlo en bandera. Reivindicándose como una identidad Marrón (así le gusta politizar su diferencia), estrenó “Blizzard” en el Teatro Nacional Cervantes. El texto fue seleccionada entre 1548 propuestas, e instala un triángulo bisexual en una base militar de la Antártida en plena pandemia.

“Soy marrón, soy coya, soy indio, soy wichi, soy guaraní, soy casi boliviano, soy pibe chorro, soy un descamisado, soy un cabecita negra con piel marrón, soy un pelo duro, soy un marica, un voz afeminada, soy un tortita negra, soy hijo de una cuidadora de niños que no terminó la secundaria, soy hijo de un docente jubilado, soy todo eso, y también soy autor”, dice en una presentación que suena más a grito de guerra que a Currículum Vitae.

NACIDO Y CRIADO

Nacido en el pueblo que se llevó un alud, criado después en Río Grande, la ciudad de Tierra del Fuego sin turistas, sabe lo que es construir desde los márgenes. Cuando en los 90 se privatizó Gas del Estado, el padre de David se quedó sin trabajo. Vendieron ropa en ferias, vivieron en hoteles compartidos y enfriaron la manteca a la intemperie escarchada porque no tenían heladera “recuerdo el haber ido a la casa de los blancos, volver después a mi casilla de madera donde dormíamos todos en una misma habitación y llorar porque no tenía tapa de inodoro o se nos congelaba el agua en invierno”

Aprendió a leer con las letras de Britney Spears y Pink, y descubrió del teatro como refugio primero, y canal de expresión después. A los 15 ya había escrito su primera obra y empezaba a armar el bolso para venir a la capital “Me di cuenta de que mi color de piel era un problema cuando llegué a Buenos Aires. Lo primero que recuerdo es la gente cruzándose de vereda. Iba a castings solo para hacer de chorro, o un obrero, o de indígena, entendía a la fuerza que si quería actuar iba a tener que hacer esos personajes. Tenía un coctel fatal para lo que se buscaba: marrón con rasgos indígenas, medio marica, no muy alto, sin músculos y cara de bueno. Era un realismo facho. Tenías el gen de chorro entonces ibas a actuar de chorro, tenías cara de pobre entonces ibas a actuar de pobre. ¿En qué publicidad podía aparecer? ¿En la de los planes sociales? ¿En las campañas políticas? Y cuando te daban ese trabajo tenías que estar agradecido y sonreír. Por eso empecé a construir una politización de la identidad: al boliguayo en bicicleta, el negro de mierda, al cabeza, el del interior, al mariquita, al de voz afeminada, todo eso se resumía en una sola expresión: soy marrón.”

Desde el vamos empezó a escribir esas historias que habían marcado con hierro caliente su paisaje interior. Un universo de relatos de pueblos originarios que lograron sobrevivir a la matanza, pero situadas en contextos contemporáneos.

En el 2018 hizo una residencia en el Museo de la Cárcova y escribió la obra Olvidados en la orilla, donde ponía en tensión Puerto Madero y lo que se conocía como la Villa Rodrigo Bueno. En esa obra denunciaba la muerte del niño marrón que cayó en un pozo cloacal porque el Gobierno de la Ciudad impedía el ingreso de materiales para que pudieran ponerle la tapa al pozo. Le siguieron 25 inviernos que habla de Sofía Herrera, la nena desaparecida en el 2008 en un camping de Tierra del Fuego; y Las del Sur sobre el pueblo que se quedó en Río Grande durante la Guerra de Malvinas.

TORMENTA DE FUEGO

En 2020 llegó Blizzard (tormenta de nieve) para completar la trilogía del Sur. La acción transcurre en una base militar de la Antártida, donde el matrimonio de Juan y Claudia, maestros los dos, llegan para dar clase en la única escuela del país a donde el COVID todavía no le tocó el hombro a nadie. También está el jefe de la base y vértice del triángulo que va a derretir el hielo que hay en esa pareja. Para sumar el elemento queer suena de fondo una preciosa versión acústica de Karma Camaleón de Culture Club “Me interesaba plantear la historia a partir de algo que en el sur conocíamos todos, esos maestros que se van a sostener las clases en la base y que parece que suspenden sus vidas. El frío me daba la excusa para llenar esos cuerpos de ropa, aislarlos, y después llegar al impacto del desnudo. Varones alejados del continente ¿Qué deseos se les aparecen? Quería trabajar con los estereotipos. Ambas son profesiones donde el deseo está roto. El milico solo puede ser violento, burdo, insensible. Un maestro es una virgen de blanco, sin deseo. ¿Qué pasa si les damos un deseo a sus cuerpos? Me pareció atractivo poner en jaque ese requisito que tienen que pasar todos los maestros para ir a la Antártida: deben ser una pareja heterosexual y en lo posible con hijos. Me pregunté ¿Qué les pasaría si en el medio se dan cuenta que la pareja tiene otros deseos? ¿Los echan? o ¿Los esconden? Eso es Blizzard”.

Si bien no lo piensa asociado a esta idea del llegar, David reconoce que estar mostrando su obra en el Cervantes en un logro que no quiere transitar en términos individuales. “El racismo busca aislarte, pero ahora se que reivindicarme como marrón y marica me hace tener pares. Antes corría como un pingüino que perdió su colonia, y ya sé que los pingüinos mueren solos, pero eso ahora forma parte del pasado, ahora somos muchos”.

Sartre ya lo había advertido a sus compatriotas franceses en el prólogo de Los condenados de a la tierra de Franz Fanon: los que estaban en la cocina de la historia pasaron al frente para construir su propio relato. Las bocas negras por fin se abrieron para reprocharnos nuestra propia inhumanidad.