Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy me llamaron, fui y me vacunaron, ¡hoy siento amor! Este poema de Bécquer (intervenido con experiencia covid) es una síntesis perfecta de lo que se percibe en los vacunatorios y lo que yo misma sentí en las dos oportunidades que los visité. Fueron rayos de sol que atravesaron las tormentosas brumas del presente.

Entrar en un vacunatorio -en plena urgencia sanitaria- es como penetrar a un templo pagano, despojado, limpio, con sonrisas que flotan por el espacio como la sonrisa sin gato de Cheshire. “He visto muchas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en la vida!”, dice Alicia. Confieso que quedé tan anonadada como la niña en el país de las maravillas. Toda esa gente que pululaba por el vacunatorio no podía tener la misma postura política, las mismas visiones del mundo, las mismas creencias ni consumir los mismos medios de comunicación. Pero solo vi coincidencias. La derrota de las diferencias. No ignoro que hay casos de gente que se levanta y se va porque no hay disponible determinada marca o quien vomita malhumor. Casos aislados.

“Siento alegría porque estoy colaborando para preservar vidas, aunque a mí todavía no me toque, soy muy joven, pero disfruto de que la gente se sienta más segura”, dice una asistente administrativa. Hay quienes se despiden deseando suerte, le llueven agradecimiento y gestos alegres. “Una pareja muy mayor se presentó como para una fiesta. Hacía un año que no salían, ¡había que festejarlo!, me mostraban sus zapatos recién estrenados y su ropa elegante”, relata una vacunadora que compara la alegría de esas personas con la tristeza de las que sufren covid (por las tardes atiende pacientes infectados).

Al principio “me dio paja” que nos mandaran a laburar a vacunatorios (comenta un joven) pero está todo bien, estamos colaborando a salvar vidas. Cuenta que hay personas que se ponen a llorar contándole sus pérdidas. Trata de brindar contención, tanto el personal afectado como voluntario. “La gente agradece como si las vacunas fueran una conquista nuestra. En un punto no quisiera volver a mi oficina ¡los vacunatorios borran la grieta!”.

Un periodista/operador se refirió burlonamente a quienes celebran por las redes cada posteo de persona vacunada, y lo festejan “como si se tratara de un gol del mundial”. ¡Lograda metáfora señor operador! Aunque la dijo con sorna, es un halago, pero se quedó corto, ya que salvar una vida debería festejarse aún más que un gol por más mundialista que sea.

¿Por qué -en ciertas circunstancias- se pueden olvidar las adversidades ideológicas y podemos aunarnos sin rencor? Porque existen acontecimientos tan estremecedores que hacen reflorecer la armonía preestablecida al modo en que la pensó Leibniz. Las mónadas (componentes mínimos determinantes de la existencia) no tienen ventanas. No se comunican entre ellas. Sin embargo, existe una consonancia preformateada que las constituye como seres concretos absolutamente singulares.

En su momento se lo juzgó un delirio lógico. No obstante -siglos más tarde- se confirmó en la práctica. Se descubrió el ADN. Ahora sabemos que, tal como lo anticipó Leibniz, existen cualidades ínfimas que preestablecen lo inherente e inamovible de cada ser. Como si hubiese una comunicación permanente, aunque en realidad no estén conectadas de ningún modo. Esa armonía entre heterogéneos interpela a seguir pensando. Existen devenires solidarios, devenires revolucionarios, devenires deportivos.

Somos capaces de comprender y representarnos una “multitud en la unidad”. Esto es percepción. Percibimos predeterminando. Por ello el mundo no es un caos (aunque lo posibilite). ciertas regularidades se cumplen. Se percibe unidad en la multiplicidad: varios pétalos rojos, pistilos y estambres sensuales -entre amarillento y borra vino- y un aroma embriagante convertidos en la unidad significante “rosa”. Armonía preestablecida.

En una filosofía trascendente diríamos que existe un principio que “nos regula”. Pero la ingenuidad ya no nos está permitida. Preferimos pensamientos inmanentes y aventuramos que el entramado de poder social habilita transversalidades “ordenadoras”. Es decir que, si un grupo de personas pueden coincidir, a pesar de las diferencias, existen rizomas y plegamientos. Se manifiesta -en diferentes niveles- en el festejo de la emancipación de un país, en el grito colectivo de un gol nacional, en la solidaridad de un vacunatorio.

¿Se podrían extender esos estados a otros órdenes de la vida? ¿Se puede -sin perderse en utopías irrealizables- ampliar los afectos alegres a otras esferas sociales? Démosle la palabra a Heráclito. “Este mundo no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego vivo, que se enciende según medida y se apaga según medida”. Es pólemo, es guerra, lucha entre contrarios, pero no faltan la medida, las coincidencias, las armonías.

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Dinamarca profunda. Dos viejas hermanas se sobresaltan cuando golpean la puerta de su cabaña. Es de noche e invierno. Una mujer francesa -huyendo de los horrores de guerras civiles- pide asilo. Comienza La fiesta de Babette, narración escrita por una mujer, Isak Dinesen, y llevada al cine por Axel Gabriel. Una colorida semblanza de cómo lo cercano y sencillo puede mejorar la vida. Del festín de Babette nos corremos a la cordialidad de los vacunatorios. (Solo faltan detalles como perdrix dans les sarcophères o champán francés). Cuando acontece que las mónadas -que constituyen las subjetividades- se reencuentran en armonía, se producen climas amigables, como la atmósfera de los vacunatorios (y en otro nivel) de las emancipaciones nacionales (y en otro nivel) de los goles de la selección. Se descubren nuevas maneras de plegarnos. Conexiones tan heterogéneas como armónicas. Formas equilibradas de convivencia, dice Deleuze en El pliegue, Leibniz y el barroco. Pareciera evocar a Babette preparando la fiesta en la que gasta toda su inesperada fortuna, apostando a una armonía inmortalizada en aquella ronda que entrelaza manos iluminadas por la luna, sobre la nieve y al son de canciones embriagadas y sublimes. Miradas solidarias que parecieran elevarse al infinito entrecruzándose en un juego indistinguible.