Primero fue el dolor. La pérdida. El desconsuelo. Daniel Vega, de 45 años, perdió a su hijo Lucas de 18 años cuando, en ocasión de un robo callejero, otro adolescente de 15 le disparó y le causó la muerte. Fue en junio de 2011, en la ciudad de Posadas, Misiones. Días después, Daniel y su esposa Estela Escumbarti insistieron en conocer al chico agresor. Querían saber quién había matado a su hijo y fueron a visitarlo a donde estaba detenido. Cuenta Daniel que el chico estaba muy asustado, que les pidió perdón por el dolor que les había causado, y que los tres se abrazaron y lloraron. Doce meses más tarde, la pareja misionera fundaba un centro de ayuda para chicos en situación de conflicto, que hoy lleva el nombre de su hijo.  

–Muchos nos cuestionaron y la inauguración del centro se demoró, aun con la autorización del gobierno. Pero no se puede apagar un incendio con nafta ni acabar la violencia con más violencia –sostiene Daniel, que se acercó al grupo Víctimas por la Paz tras alejarse del Hogar Lucas por divergencias con la gestión del gobierno de Maurice Closs. El hombre de Posadas, que además es pastor evangélico, cree que la vida lo enfrentó a una situación en la que tuvo que poner en práctica su predica del perdón. Y eso hizo.  

Pero a estas víctimas no las unió el espanto, sino la empatía. 

Alexis Mischis tiene 45 años, es empleado bancario y vive en Despeñaderos, una localidad a 50 kilómetros de Córdoba capital, junto a su esposa y cuatro hijos. La casa de Mischis está ubicada en una zona descampada y muy tranquila, “tan tan tranquila”, dice Mischis, que en su casa no tiene ni portón ni rejas ni llave para la puerta. 

Pero una madrugada de septiembre pasado, un joven asaltante ingresó a su casa y le exigió dinero a punta de pistola. Con 1,90 metro de estatura y 125 kilos, el gerente de banco se resistió al robo y enfrentó al asaltante en varias ocasiones hasta que logró convencer al ladrón de ir en su propio auto hasta un cajero automático. En el camino, un patrullero los alcanzó e interceptó. El asaltante se resistió y llegó a tirar del gatillo de su arma sin balas. En defensa de Alexis, un policía disparó. Su arma cargada dejó sin vida al joven agresor. 

–Yo no quería que lo mataran, por eso sentí la necesidad de salir a dar este contradiscurso. El hecho tuvo una difusión que va en contra de todo lo que yo creo. Nunca pensé en que reaccionaría ante un asalto, y hasta critiqué a mi padre cuando se resistió ante un asalto. Nosotros fuimos víctimas, pero también ellos son víctimas. El sistema penitenciario es una escuela del crimen, no un lugar de recuperación –dice Alexis y enfatiza que conoce a la familia del joven que lo tuvo de rehén y que sabe que ellos también han vivido una pesadilla que no termina. 

Ni crimen ni castigo 

Quizás el primer paso para una solución posible al problema de los crímenes graves en la Argentina sea reconocer el fracaso de los métodos para combatirlos. Esa idea reúne a las personas que forman este grupo de víctimas convencidas de que con cárcel a sus victimarios no sólo no se les reparará la pérdida, sino que se agravará el problema.    

Cuando hace un año su hijo adolescente fue golpeado en Tandil por un grupo de pares y quedó internado cuatro días, Sergio Núñez primero pensó en vengarse, luego salió a buscar justicia y por último se dio cuenta de que esa justicia no le servía. “Fuimos a marchas, reuniones con otros padres y no quisimos volver. Todos hablaban de bajar la imputabilidad y de cambiar las leyes. Nosotros creemos que el Estado debe dar garantías de que esa, la persona que va presa no volverá a delinquir”, dice Sergio, que es albañil pero instaló una bicletería social en el fondo de su casa, en la que 17 adolescentes en riesgo participan de los talleres y cursos que les brinda un bicicletero.  

–Los tres agresores de mi hijo eran chicos sin escolarización, estaban todo el día en la calle y vivían en contextos de mucha pobreza y situaciones familiares muy complejas. Hoy están todos escolarizados y vienen a divertirse al taller –cuenta Sergio, que pasó varios meses acercándose a pibes en las calles para conocer sus historias y buscar alternativas no punitivas.

El recorrido a la bicletería solidaria no fue sin sobresaltos, señala Sergio y agrega que primero los mismos chicos lo amenazaron y se burlaron de su familia, que su hijo agredido se opuso al proyecto, que su esposa llegó a pensar que estaba loco y que luego decidió acompañarlo en el proyecto. “Todos merecemos nuevas oportunidades. La idea del taller es que los chicos se diviertan, aprendan un oficio e incorporen la cultura del trabajo”, concluye. 

El más cuerdo es el más delirante 

Y en tanto la avanzada conservadora oficialista recurre a viejas recetas como la baja de imputabilidad y el Senado promueve el endurecimiento de penas y castigos, el pedido de una veintena de personas que reclama acciones reparatorias para las víctimas y garantías de recuperación para los agresores parece un delirio freudiano, banquete de psiquiatría. Los integrantes de Víctimas por la Paz lo saben, entienden que la primera batalla es discursiva y creen que para lograrlo la unión hace a la fortaleza. 

–Siempre te dicen “vos pensás así porque no te pasó”. Bueno, ahora que fui víctima de un delito, sigo creyendo lo mismo y quiero difundirlo. Puede parecer una utopía, pero creo que una sociedad mejor es posible, y que más cárcel no es la solución –sostiene Jona Berrondo, de 27 años, estudiante de derecho, que terminó enemistado con sus propios amigos cuando una noche, en Mendoza, quisieron linchar a unos chicos que intentaron robarle el celular. Jona corrió a los pibes, recuperó su celular y se negó a entregarlos a las fuerzas policiales. “En ningún momento sentí que mi integridad física estuviera en peligro y en todo momento tuve claro que no haría intervenir a la policía porque soy muy consciente de lo que pasa cuando intervienen las fuerzas de seguridad de la provincia”, concluye.

A kilómetros de distancia y hace ya unos años, a Matías Lorenzo Pisarello le ocurrió algo parecido cuando, a la salida de un boliche en Tucumán, unos muchachitos interrumpieron su regreso a casa para robarle y sin mediar palabra  le dispararon a quemarropa. Pese a que todavía aloja en su cuerpo una de las balas a medio centímetro de la médula espinal, Matías, abogado de la organización de derechos humanos Andhes, también se negó a hacer el reconocimiento de sus agresores. “Nunca sentí odio hacia esos chicos, y no me pareció necesario activar el sistema punitivo. Desde entonces, estoy trabajando para buscar soluciones y por un mundo más justo.” 

–No somos un grupo de cándidos. Creemos que deben cumplir una pena, pero que el sistema debe garantizar que no vuelvan a delinquir –aclara Andrés Castagno. En menos de tres meces, el comerciante de Necochea sufrió tres robos a mano armada. Cuenta que los periodistas iban a entrevistarlo y se sorprendían porque ni él ni su familia pedían más penas y agradecían a los asaltantes que no hubiesen lastimado a nadie. Andrés visitó las cárceles de Olmos y de Batán y está seguro de que ahí no está la respuesta. “Bregamos por la mejora del sistema penitenciario. Hay un cambio al que podemos contribuir que es el reconocimiento del otro, y estaría bueno que se sumaran personas que no hayan sido víctimas.”.

Un par de pizzas y sus historias los reunieron en café de Buenos Aires, a metros del Congreso, en la esquina de Callao y Perón. Entre sonrisas. Cómplices. Solidarias. Jona improvisa un ranking entre los presentes y asegura que lo que le pasó a él “no es nada” comparado con las historias de Daniel o de Sergio. Alexis se alegra de compartir la cena con unos cuantos que no lo tratan “como a un loco por lo que piensa”. Y Daniel se burla de los legisladores faltos de creatividad, que proponen siempre las mismas soluciones para un drama social que se agrava. 

“Conocer la cárcel me cambió, fue un punto de quiebre. Hay una sociedad que mira para otro lado. Y este espacio propone la construcción de prácticas solidarias, generosas, para pensar que detrás de un agresor hay una historia de exclusión”, dice Nora Maciel, víctima de varios asaltos en su hogar de Corrientes, el último muy violento. Nora está orgullosa de ser parte de este grupo que, dice, en sólo cuatro meses desde su formación está empezando a instalar otro paradigma posible. 

–Cuando hablamos de perdón, nos dicen que estamos locos, pero si alguien pide ojo por ojo, ése es el cuerdo. No estamos en contra de la prisión si cumple la función que tiene que cumplir. Tampoco pedimos mano dura ni venganza ni olvido. Tenemos una mirada diferente. Creemos que cada uno transita el dolor como puede, y que este problema no se resuelve con más penas sino con acciones positivas –concluye Daniel y no suena a delirio.