Primero no quería saber nada. Le dije que por ahí le venía bien para comunicarse con amigos, y para ver cargadas y cosas de fútbol que circulan por las redes. Creo que fue este último argumento el que lo convenció. Le abrí la cuenta y le elegí una contraseña fácil de recordar tanto para él como para mí. Tenía que ver que una fecha precisa, de una hazaña de nuestro equipo. Inolvidable. Mi viejo no se enganchó mucho con Facebook, para nada. Pero a veces lo abría y miraba. Rara vez subía algo. Le costaba. Me pedía que lo hiciera. Solo él y yo sabíamos la contraseña. Pero al final le encontró la vuelta y, muy de vez en cuando, el viejo posteaba algo.

Los aniversarios de su muerte siempre fueron días especiales. Una sorda, inasequible mezcla de angustia y bronca me invade, mutante, invencible.

Fue durante el tercer aniversario de su muerte cuando sucedió lo que sucedió.

Lo venía pensando desde hacía mucho, pero ese día lo hice. Al final, me decía para darme ánimo, es como ver un álbum de fotos de un ser querido que ya no está. No es para tanto. De hecho, entre otras muchas cosas, Facebook también funciona como eso.

Mi analista no avaló ese argumento.

Pero lo hice igual. Puse la contraseña y entré. Allí estaba la cuenta de mi padre. Las mismas fotos, los mismos textos. Aquel primer paseo fue breve, temeroso. Me prometí no volver a hacerlo.

No cumplí. Meses después, después de haber soñado con él, me animé de nuevo.

Y ahí fue cuando pasó lo que pasó.

Esa vez el paseo por su cuenta fue más lento, más afectado por la pesadez de la melancolía y la bronca por la pérdida. En ese estado, me costó dar crédito a lo que vi. Lo atribuí, sin dudarlo, a mi ánimo. Me pareció ver una foto que no había visto en la visita anterior. Un temblor fúlgido me hizo correr la mirada, desenfocar la imagen y luego correrla para enseguida cerrar la sesión.

Me pareció que esa foto antes no estaba. Pero solo me pareció, me repetía a mí mismo, fue un error inducido. Atribuible a una emoción particular que me aturdía.

De todos modos, les pregunté a mi hermano y a mi madre si conocían la contraseña de la cuenta de Facebook del viejo. Me miraron asombrados. “No”, fue la respuesta de ambos.

Me llevó tres meses más animarme de nuevo. Esa vez, acompañado por el amigo clonazepan, observé bien la foto. Estaba mi viejo, ya grande, con un aspecto levemente más joven que cuando murió. Posaba con otros dos hombres, más o menos de su edad. Una típica foto de amigos. Me resultaba algo familiar, aunque no terminaba de reconocerlo con seguridad, uno de sus acompañantes. Era y no era, a la vez.

Y ese pequeño “problema” (una cuestión de mi memoria, entre otras muchas posibilidades) ni siquiera puede incluirse entre los rasgos más inquietantes que la imagen me planteaba.

El lugar no me resultaba familiar, pero tampoco del todo desconocido. Era y no era Rosario, según cómo se mirara. La vestimenta de mi padre resultaba también algo problemática. Conocía todas sus prendas. Una por una las revisé y clasifiqué tras su muerte, para donarlas. Y me dejé unas cuantas para mí. Mismo talle, gustos similares.

O sea que ese día me vi a mismo allí, frente a la computadora, vestido con ropa que había sido de mi viejo, viendo una foto de él, sonriente y con amigos, vistiendo ropa que, puedo jurar, nunca había usado en vida.

Insistí, pero con el clonazepan y con el analista. Y me prometí no meterme en ese raro, ambiguo “lugar”, nunca más. O al menos por un tiempo, me corregí enseguida. La foto rara podía ser un error, un olvido, alguien más que tenía la contraseña, un hackeo. Busqué muchas respuestas racionales. Todas me resultaban débilmente convincentes. Pero me ayudaron a posponer lo que ya se había convertido en una tentación muy potente.

Aguanté hasta el cuarto aniversario. Me zambullí en realidad esa vez. Con temblor, pero convencido. Y la bravata no me salió gratis.

No. Para nada.

Las nuevas fotos que encontré eran más que inquietantes. Desafiaban varias lógicas, destruían ciertos límites y consensos que nos separan de la locura.

Había cuatro fotos nuevas. En una se lo veía tomando café con amigos (no reconocí a ninguno). En otra, en la calle, solo, haciéndose el galán. Otra lo mostraba, en una casa, como si fuera una casa familiar, pero no la que había sido suya. Y la última, una selfie, en la mesa de un bar con otro amigo que no reconocí.

Todo lo que las imágenes mostraban era y no era a la vez. Había un grado de ambigüedad poco usual en el lenguaje visual. Y me hacía experimentar una incapacidad exasperante: me costaba determinar qué bar era, si estaban en Rosario, entre otras cosas. Las ropas, observadas detenidamente, literalmente con lupa, guardaban también cierto misterio. Nada cerraba del todo. Las marcas, los modelos, los diseños no me resultaban del todo reconocibles. Eran o no eran. O peor: Eran y no eran.

Existían varias soluciones fáciles, obvias. Vencer la tentación y no volver a entrar me resultaba imposible. Cambiar la contraseña y comprobar si después seguían apareciendo posteos nuevos era otra, que rechacé con repulsión. O pedir a la empresa Facebook que eliminara la cuenta o la convirtiera en una “cuenta conmemorativa”.

“Las cuentas conmemorativas proporcionan un lugar para que amigos y familiares se reúnan y compartan recuerdos de un ser querido que haya fallecido. Además, una vez que una cuenta se convierte en conmemorativa, nadie puede iniciar sesión en ella, por lo que es más segura”, leí en la página de Facebook. “De acuerdo con nuestra política, convertimos en conmemorativa una cuenta de alguien que ha fallecido si un familiar o un amigo cercano nos lo indica”, dice el sitio de la red social, y estaba a un click de comenzar el trámite cuando finalmente se me apareció.

Como un monstruo, como un fantasma devorador, apareció la idea, la decisión de entregarme por completo a la tentación: “No voy a cerrar nada, voy a comentar esos posteos raros”, dije en voz alta, como quien dicta una condena.

Es difícil de imaginar cómo, bajo determinadas circunstancias especiales, se puede dudar tanto, y tener tanto miedo, y sentir tanta culpa y auto desprecio por escribir un simple comentario a una de las fotos: “Hola viejo: ¿cafeteando con amigos?”, escribí.

El precio de la osadía no sería fácil de abonar. ¿Cada cuántos días, semanas, minutos, iba a entrar esperando una reacción, una respuesta? La tentación se convirtió en vicio, obsesión, pesadilla permanente.

Pero detrás de todo ese magma de patologías estaba mi decisión de ir a fondo. Y existía la manera. Bajé una de las fotos. Hice un recorte. Agrandé de tamaño una parte. Y así hallé la respuesta. La más temida. Lo temible.

Me lo confirmaron tres expertos en autos, marcas, modelos: muchos de los vehículos que aparecen no existían en vida de mi padre, eran posteriores a su muerte.

Durante meses esperé alguna respuesta a mi comentario. Solo aparecía, de vez en cuando, algún nuevo posteo, de los raros también. Pero nada más.

“Si voy a fondo, voy a fondo”, dije ese día mientras escribía la contraseña de la cuenta de mi viejo. Y lo hice. “Cueste lo que cueste”, me dije.

Le mandé un saludo por el sistema de mensajes privados de Facebook. Lo escribí de un tirón, sin dudar. Después de hacerlo me quedé temblando un buen rato. Y ya no pude pensar en otra cosa durante todo el día.

“¿Cómo va viejo?”. Nunca había digitado con tanta seguridad sobre la pantalla del celular.

A partir de ese día, el inane “clink” que me avisa que entró un mensaje en la privada se convirtió en una lotería demencial, el posible llamado de una pesadilla, de un misterio insondable.

Pasaron varios meses. Y ese sonidito, de a poco, fue perdiendo su capacidad de generar horror. Mi última osadía me ayudó, además, a ponerle cierto límite al vicio de visitar su página.

Me calmé bastante, digamos. Y cada vez que entraba un mensaje atendía pensando, centrado y racional, que provenía de una de las tantas personas que solían mandarme mensajes.

Jueves de verano. Tomaba café mientras leía noticias en la pantalla del celular. Y entonces llegó un mensaje. El mensaje, el de mi padre.

* El texto integra la antología Vivos de miedo, Miércoles 14 Ediciones. Con la coordinación de Cecilia Muñoz e ilustraciones de Juliana Leiva.