Un poema de Pizarnik cada tanto, en situaciones de incertidumbre y domingo al atardecer, me vuelve. Se llama “Rescate” y dice: “Si el alma pregunta si queda lejos se le responderá: del otro lado del río, no éste sino aquel”. A veces, en estos días de muerte, creo comprender la verdad que Pizarnik supo repetir en sus versos: “Es tan lejos pedir. Saber que no hay”. Es una sensación circular de oscuridad, telaraña y vacío aunque sea un jueves soleado, a veces me agarra y más esta tarde hasta que me fijo aplacarla en la confluencia de un cuento largo, un libro poético y escuchar jazz. 

El cuento es “El perseguidor” de Cortázar. Seguro conocen la historia de Bruno, el periodista biógrafo de Johnny Carter, saxofonista negro, estragado por la droga y la miseria, y su modo de tocar, que es su modo de ser. Hay una frase ya legendaria de Johnny: “Esto lo estoy tocando mañana”. Que Bruno traduce: “Esto lo estoy tocando mañana se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga, en este hoy que él salta sin esfuerzo en las primeras notas de su música”. 

Johnny se abisma, pierde saxos en el metro y en todas partes, los destruye, anda delirando por una París nocturna con un librito de poemas de Dylan Thomas subrayadísimo donde anota en los márgenes. Una de sus marcas: “Oh God, make me a mask”. A Bruno, testigo interesado en la vida del otro, esa vida que él no vivirá nunca y cuya cifra se le escapa, todo lo que parece preocuparle es su libro y que Johnny no llegue a desmentirlo en uno de sus picos, pero Johnny está en otra cosa, mejor dicho, en otro lado, uno al que pueden acceder muy pocos a menos que crucen. De ese otro lado habla Pizarnik y también Cortázar, que no sólo por París fueron amigos.

Pero no me quiero apartar de este asunto del pasaje al otro lado. Bruno tarda en darse cuenta de que “Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo lo he dado a entender en mi biografía. Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo con la vida son azares de cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí”.

Y ese ahí tiene que ver con otra cosa y es eso que también, a su manera, persigue Carlos Sampayo en el jazz. Debe haber sido en el 99 cuando comenté sus Memorias de un ladrón de discos en Radar: “Se trata de un libro de memorias”, escribí, “pero también de “algo” más: un ejercicio proustiano desaforado que a la vez urde las obsesiones del ladrón de discos de jazz y la historia social y colectiva. Pero, cabe preguntarse: ¿Es Memorias un libro de jazz? En efecto, lo es. Pero (como un solo planteado por Satchmo) es también “algo más”, un pequeño tratado sobre los gustos de una generación que, en lo que va de los 60 a los 70, encontró en el jazz la música que le correspondía a sus cuestionamientos”.

Pues bien, ahora Sampayo ha vuelto a la carga con más de 400 páginas de su Discografía personal del jazz (1920-2011). A veces en una página comenta tres discos. Otras la dedica a uno solo. Un recuento minucioso de artistas en orquesta, quintetos, tríos, dúos. Y este es el libro poético del que quiero hablar hace un rato, libro que remite a una historia en subjetiva del género y nos propone sus apreciaciones sobre los discos que configuraron su vida entera no como verdad revelada sino como exigencia del gusto. 

Sampayo lo explica a través de Billie Holiday: “Siento que estoy improvisando como Lester Young o algún otro de los que admiro. Lo que sale es lo que siento. No me gusta cantar una canción como si tal cosa, tengo que cambiarla a mi modo, es todo lo que sé”. Si arriesgo que este es un libro de poemas es porque en cada uno de los comentarios, la referencia a tal o cual disco, su modulación en el tono, pareciera que Sampayo se refiere a una pieza poética y entonces sucede el milagro: uno es arrojado a la búsqueda, quiere chequear el prodigio leído y acude a internet a cerciorarse y, qué es lo que escucha: la comprobación del insight por carácter transitivo, ahora lo transporta a uno hacia ese otro lado. Así se complementa la escritura de Sampayo con la música y opera, en todos los sentidos como estrategia sensorial que, en el enfoque de los discos, deviene auténtica arte poética. Pregunto, qué cosa es la poesía si no, como propone Sampayo, “música que se transformó en texto”.

Están los maestros y las vanguardias, los ilesos y los dañados, los famosos y los secretos, las mujeres y los experimentos. No faltan los nórdicos, los italianos y los argentinos. La lista completa implica transcribir la infinidad de discos que componen esta guía cebada en coleccionar instantes únicos, esos instantes que Pizarnik y Cortázar y Johnny perseguían y tantos músicos de este catálogo amoroso han perseguido. 

Citaré un ejemplo, la parte de Lester Young: “Su estética era la contraria a la del pope, Coleman Hawkins. Allí donde este era fogoso, apasionado, sensual y a veces hiriente, Lester era sutil, insinuante, oblicuo, indirecto. Era extraño, su comportamiento era excéntrico, un sentido del humor no siempre comprendido. Gozaba de la amistad de Billie Holiday y tenía con ella una agudísima comunión artística. Reclutado, en un formulario interno del ejército admitió con naturalidad que fumaba marihuana, cosa normal en su ambiente, y fue condenado a una durísima pena: cinco años de cárcel. Un juicio posterior admitió el componente racista en la sentencia y la rebajó, pero cuando fue dado de baja con el correspondiente deshonor en 1945, poco antes de grabar, era un hombre diferente, supersticioso, receloso y esquizoide. La música de Lester Young comienza en un modo sugerido y se apaga lentamente como se apagó su vida, sentado en una silla frente a la ventana de habitación del hotel, con el saxo entre las manos, sin soplar en él pero moviendo los dedos sobre las llaves”.

 

Vale también ahora lo que escribí en el 99: “A la exuberancia de Sampayo cabe agregarle todavía una virtud: la ausencia de exhibicionismo que suele detectarse en toda recopilación de recuerdos personales”. Es decir, en su nuevo memorial, cada comentario no es sólo un comentario. Comparte juicios que provienen de la poesía y, aunque Sampayo porfíe que sus escritos son reseñas, y no críticas, son también críticas no sólo por sus predilecciones sino también por sus disgustos. Sampayo sanciona y compara. Pero lejos de ser objetable, esta cuestión enriquece en tanto apunta siempre a una reivindicación del estilo. Y en no pocas ocasiones, como perseguidor consigue que su escritura y su música operen en un ensamble al cual conviene escuchar si aún no perdimos la posibilidad de avizorar, al menos, qué hay en ese otro lado desde el cual el mundo deja de ser apariencia, y las palabras dicen otra cosa si uno se anima, como Pizarnik, a “caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones”. Entonces contra toda predicción el miedo cede, el domingo a la tarde se entibia y amansa.