“Escribir un mail”, dice la consigna del ejercicio de un taller de escritura. “Escribir un mail que no enviarían”.
Está sentada en la cocina de su casa, toma mate y prepara unas tostadas mientras mira por la ventana los troncos secos de la parra de la galería. Ramas retorcidas con una cáscara dura, casi prehistórica. Tienen forma de dinosaurios y estelas de vuelo de pájaros.
Relee la consigna y sonríe. Hasta hace unos años, no tantos, piensa, la consigna hubiera sido que escribiésemos una carta. Se pregunta si será lo mismo dejar de enviar un mail, descartarlo, mandarlo a una dirección inexistente o dejarlo en la bandeja de borradores, que abandonar un papel en el que están nuestras palabras, pero también nuestros gestos de escritura. Desechar una carta incluye siempre un acto físico, romperla en pedazos mínimos, guardarla en un cajón secreto. Atarla junto a otras con una cinta roja, enterrarla en una maceta con malvones. Besarla y echarla al fuego.
Pero debe ser justa con los mails, tienen a su favor que pueden ser casi instantáneos, si del otro lado los están esperando. Se puede percibir al otro, crecer juntos en la conversación, casi charlar. Los mails, a muchos, los volvieron a hacer escribir, largo, pausado, como otras generaciones deben haber escrito sus cartas, aunque les faltara el olor a papel y el sonido al rasgar el sobre.
Vuelve a levantar la mirada. En las ramas de la parra quedan algunas hojas, no están del todo secas, sobreviven tozudas, agarradas de tronquitos amarillos que se sacuden por los embates del viento, no tantos, como si estuvieran danzando en medio de un torbellino. Atrás se ve el cielo. Y otros árboles. Y la traza blanca que dejó un avión.
“…en el mail se juega algo que no se animan a decir”, aclara la consigna, “una confesión, un secreto o lo que se les ocurra.”
No se le ocurre nada interesante. Le gustaría más seguir escribiendo porque sí, sin ir a ningún lado, derivando.
Pero debe cumplir con la consigna. Podría comenzar inventando el personaje que escribe el mail y decide no enviarlo, se dice mientras sigue mirando por la ventana.
-Un hombre que confiesa una traición pero después no soporta la culpa y borra el mensaje.
-Un anciano que escribe sin dirección, buscando un amor de hace 50 años y que siempre queda en la carpeta de borradores a falta de un destino.
-Una adolescente que le cuenta a su abuela que está enamorada de su mejor amiga y lo borra por miedo o vergüenza (mientras escribe piensa que llegará el día, pronto, en que nadie tendrá miedo ni vergüenza por contar de quién está enamorado. Los secretos también cambian, tienen vencimiento. Cambian porque la vida cambia. Y a veces cambia para bien).
-Una madre que le dice al hijo que no le gusta cómo es, que no lo entiende, pero que teme que el hijo crea que no lo ama y lo deja pendiente para, tal vez, mandarlo alguna vez.
-Alguien que confiesa un crimen, el crimen perfecto.
O tal vez el personaje sea ella, escribiendo este mail que no va a enviar.
No lo va a enviar, porque no tiene destinatario posible. ¿A quién podría importarle de las cartas que viajaban en las bodegas de los barcos, de los sobres con rayitas celestes en los bordes, o de su parra que parece un dinosaurio? ¿Quién puede querer saber de sus dificultades para inventar personajes con conflictos o historias con drama?
Atrás del vidrio, algunos rayos de sol, no tantos, revelan el polvo que flota en el aire. Son -dicen los que saben- partículas de nuestro cuerpo, mínimos retazos de nosotros que flamean casi inmóviles por el universo, hasta que caen, muy lentamente y se pierden en la tierra.
Tampoco tiene un secreto. No es madre, ni amante clandestina, ni traidora. No tiene amores extraviados y nunca mató a nadie.
Tal vez el secreto, lo que no quiere decir –o no quiere ver– esté allá, detrás de la ventana. En las ramas ásperas y feas de la parra, en el viento norte que enloquece las cabezas, en las hojas manchadas por alguna peste, en el aire sucio que destroza los pulmones.
Y para ocultarlo –pero también para gritarlo a los cuatro vientos- se pone de este lado, en el teclado de la computadora, en las lapiceras, en los carbones o las plumas de ganso, donde las traiciones pueden ser sublimes y las madres pueden ser contradictorias, donde el amor es genial y terrible al mismo tiempo y los crímenes perfectos pueden existir.
Y de donde puede mirar pasar la vida, y comprobar que no siempre el tiempo pasado fue mejor. La parra está seca y parece muerta pero va a revivir. La estela del avión se va borrando pero vendrán otros aviones a dibujar el cielo. Aparecerán nuevos secretos pero también más cosas para decir fuerte, a los cuatro vientos.
Falta un rato, pero no tanto, para que termine el día. Y para que pueda comenzar el siguiente.
Una hoja de la parra cae al piso. Raro, porque en este momento no está soplando el viento. Será que cae por su propio peso.