Una vez hice match en Tinder con un chabón que se parecía a Carlos Jáuregui. O quizás no, pero en mi imaginación ese bigote, y el tono de su piel me daban la sensación de una porción minúscula de Carlos. Tuvimos una cita un jueves a la medianoche que me sentía triste y necesitaba llenar el vacío de algún otro desamor. El pibe llegó en su bicicleta a la esquina de Callao y Perón y le dije que vayamos a caminar. Obviamente el chabón no tenía ni idea de quién era Jáuregui, como tampoco se imaginaba que nada en una cita así podía ser normal. Lo fui llevando hasta la calle Paraná mientras le contaba la historia de Carlos y en mi cabeza reconstruía una geografía privada y repleta de placeres debajo de las directrices de la Buenos Aires heterosexual.

Por fuera Paraná no parece demasiado importante. Una cortina metálica con un mural, unos cables viejos colgando de sus paredes y unas molduras vencidas. Todo está lleno de un polvo gris y molesto, mezcla de hollín y de nostalgia porteña. Me recliné contra la puerta de hierro intentando mirar hacia adentro. Esa casa era mi propio cafetín de Buenos Aires al que intentaba entrar a través de memorias prestadas, de relatos oídos una y mil veces de mis amigos y amigas que alguna vez se sentaron allí para una cena de los viernes. Fue la primera vez que sentí en el aire tanta libertad sexual”, me dijo alguien una vez, mientras se acordaba de aquellas reuniones. Podías ir de una habitación a la otra y encontrar parejas abrazadas, lesbianas dándose besos, travestis poniendo música y llenando la habitación a risotadas. En Paraná 157 se ensambló aquella mesa de cuatro patas entre gays, lesbianas, travestis y transexuales. Durante aquellos años todo pasaba en Paraná y alrededores. Hoy una placa recuerda la realización de la Primera Marcha del Orgullo, pero detrás de esas paredes se tejió una sociedad a la que en tiempos de pandemia necesitamos regresar, porque cómo dijo Proust: “a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”.

Lohana Berkins, Maria Rachid, Marcelo Suntheim, Luciano Straguttzi, Julio Talavera, Marcelo Ernesto Ferreyra, Alejandra Sardá, Alejandro Correa, entre otros. Fondo Marcelo Ernesto Ferreyra. Programa de Memorias Políticas Feministas y Sexogenéricas CeDInCI.

La casa de Paraná fue la última morada de Carlos Jáuregui y el hogar de Marcelo Ernesto Ferreyra y César Cigliutti quienes se habían conocido por aquellos años en la CHA. La llegada de Carlos a aquel departamento trajo una energía renovadora que fue impregnando las paredes en obra, la pintura gastada y tornando ese pedazo de la ciudad en un hogar de tránsito para la comunidad de gays y lesbianas. Las cenas de los viernes que allí se celebraban, reunían un disímil grupo de personas con ganas de encontrarse. Eran extensas tertulias y debates donde se conversaba de libros y política, de chongos y teteras, de música y anécdotas, a la vez que se bebía y se comía a discreción. Las reuniones eran abiertas y bastaba con llegar y tocar el timbre para unirse al jolgorio. Eran tiempos en los que a pesar de las diferencias sobre estrategia política, la comunidad se encontraba y debatía. Donde se podía deponer las rivalidades para sentarse alrededor de una mesa y compartir un juego, cruzar miradas y enamorarse. Porque Paraná fue también un lugar de levante, de encontrarse con otros maricones y tortas que buscaban refugio y sólo querían divertirse sin terminar la noche en una comisaria.

Paraná albergó también a Karina Urbina, la primera activista transexual argentina en tomar notoriedad pública e impugnar la estabilidad de los géneros. Karina solía manifestarse afuera del Congreso con carteles que solicitaban que la justicia permitiera el cambio de nombre y el acceso a cirugías a personas transexuales. Cómo vivía en General Rodríguez y viajar desde allí tornaba extenuante su jornada, Carlos, Marcelo y César la invitaron a quedarse en Paraná, por lo que solía ser una más en la casa y tomar parte en las cenas de los viernes. Allí Karina guardaba sus pancartas y se alistaba para ir a las protestas. Un video recuerda el cumpleaños de Karina en la casa de Paraná, en donde se vislumbra ese clima festivo y de confianza entre los participantes, con música de fondo, risas y cuerpos apoltronados en abrazos. Karina luce tímida ante la cámara mientras César y Marcelo sostienen una torta de chocolate, posan para la cámara que Carlos sostiene, al tiempo que hace bromas. “¡Un beso de los novios!” dice, mientras César y Karina juguetean y se abrazan. Karina tira un beso a la cámara y muestra el set de belleza que le regalaron. “A ver, pintame Karina”, dice Carlos y se funden en un abrazo repleto de sonrisas. Todo eso era Paraná y sus cenas: encuentro, joda, complicidad y rebeldía.

1993: Carlos Jáuregui, Maria Samit -activista travesti de Calama, Chile-, Karina Urbina, Cesar Cigliutti, Marcelo Ernesto Ferreyra. Fondo Marcelo Ernesto Ferreyra. Programa de Memorias Políticas Feministas y Sexogenéricas CeDInCI.

Además de su función de hogar y refugio, Paraná fue trinchera. Allí funcionaron las oficinas de Gays DC que brindaba asesoría legal permanente a quien la precisara. El teléfono de Paraná recibió salutaciones y denuncias, chismes y frivolidades, consultas y entrevistas. Durante las primeras marchas del orgullo, Paraná era la oficina de prensa permanente y recibía a los periodistas intrigados por esta singular manifestación. También funcionó como espacio editorial desde donde se editaban La Hora y Confidencial que luego sería la revista NX. Se imprimían folletos, se hacían remeras, se confeccionaban máscaras. En Paraná hubo desde fiestas BDSM hasta reuniones del Centro Cristiano del pastor Roberto González. 

Paraná contuvo todas las letras de aquella sigla LGBT en formación. Si en aquel icónico bar llamado “Stonewall Inn” surgió el movimiento LGBT estadounidense que imprimiera fuerza posteriormente a todas las luchas de las disidencias sexuales, nuestro propio Stonewall fueron las paredes de aquel departamento de Paraná 157. Sin ser una revuelta, las cenas de los viernes eran a la vez celebración y desobediencia: las comidas preparadas de apuro y sin demasiado refinamiento eran la excusa para poner en un mismo lugar todas nuestras voces y crear un clima de encuentro fraterno entre maricas, gays, lesbianas, travas y transexuales.

Llegué treinta años tarde a la fiesta. Me queda sólo la posibilidad de mirar la cena de los viernes desde la puerta cerrada de Paraná e imaginar cómo sería encontrarse a conversar sin teñirlo todo de rivalidad y conflicto. Llegué en un tiempo donde las trincheras son privadas oficinas. Es importante recuperar el valor de esos encuentros que politizan el deseo y erotizan lo político, que apuestan a construir una comunidad de cuerpos que se encuentran. Mi cita de Tinder terminó siendo una lección de historia, pero al final de la noche le robé un beso a Carlos Jauregui en la vereda de Paraná 157