Había algo particular en Horacio González, un modo único de tratar y exponer las ideas. Su inteligencia era la música final de las cosas, como si pasado por el cedazo de las palabras que iba enhebrando al vuelo el mundo adoptara una amplitud inesperada, desconocida. Esto era porque a cada palabra le daba el sitial de un extraviado eslabón precioso, mezclando la magia suelta del improvisador brillante con el detallismo sentido del buen artesano. Era como si las palabras en él se autoconvocaran, celebrando el haber sido reconocidas por fin en sus zonas de significación más olvidadas.

Con esto lograba que las frases con las que entretejía una clase o una charla se sintieran momentáneamente salvadas de su uso serial -de su bodrio técnico, de sus rutinas-, en una contramarcha que las hacía decir otra cosa. Si hablaban así, diciendo otra cosa, era porque se sentían inocentemente exploradas, visitadas por el pescador acucioso que no iba a sacrificarlas en el banquete de los discursos hechos.

La pérdida de Horacio es la de una última inteligencia inocente, desprovista de las impotencias del mal y concentrada exclusivamente en la sensibilidad que los libros y los hechos habían trazado en las páginas de su vida: el universo desvalido de los ferroviarios pobres, el movimiento obrero, Borges, las marcas de los tanques de guerra, la política de las comunas, Hanna Arendt y Simone Weil, y Perón y Mariano Moreno y las filosofías de la conspiración.

El suyo era un paradójico discepolismo dialéctico, que le permitía tocar todas las aristas de un tema, incluidas las que lo contradecían, sin regalarle un ápice a las fórmulas abrochadas. Por eso le dejaba al rival siempre una posibilidad (la cara del argumento que no miraba hacia él), reservándose a la vez para sí el lado dramático de su opción, que defendía con el brillo del pensador dividido y rumiante.

Horacio era brillante porque sabía incluir como un dilema que lo increpaba la razón de las otras y otros, no con la consciencia de un Descartes desconfiado, sino con la del comentarista que piensa en voz alta. Si el rival se le venía encima, él lo esperaba en las cuerdas esquivando puñetazos a veces groseros y deslucidos para contraatacar, tras clavar distraídamente la mirada en el techo, rescatándole alguna frase. Esto lo hacía con absoluta naturalidad, convencido de que en el pensamiento en voz alta, desplegado con la facilidad con que él lo hacía, no había errores que no fueran aquellos que uno ya se había perdonado previamente a sí mismo.

En ese acto hablado su inteligencia y su bondad se juntaban, no solo porque la inteligencia consiste a la larga en ser una buena persona, también porque es de buenas personas admitir la parte del mundo que las pone en problemas. Horacio era por esto mismo un tremendo gestor disimulado, un profesor magistral e intranquilo, feliz e incómodo con su arista profesoral, que podía abrir caminos infinitos con ideas que tenían la distinción de pedir permiso, como si fueran una intromisión. Esta era su forma tímidamente lúcida de pensar.

Esta forma suya derivaba de un nudo perfecto entre el lector curioso y el militante honesto, que en el fondo era una cruza entre el hombre que lo había vivido todo (la lucha peronista, la persecución, el exilio, la muerte de los amigos, el bonapartismo de la ética alfonsinista, las cátedras abiertas, la universidad pública, la Biblioteca que gestionó como pocos, las columnas, las mesas redondas y las revistas) y el niño que mantenía un candoroso asombro ante la precipitación de la historia. El mundo era bajo su erudición un pañuelo, pero a la vez era siempre algo extremo y desconocido, un área esquiva rozada sentimentalmente por la vida y por las palabras.

Su capacidad para captar el barro primitivo de los hechos, para hacerse de esa materia y hablarla, tornaba difícil no quererlo. En realidad era imposible no querer a Horacio, ni siquiera sus enemigos lo intentaban, intuyendo que no lo lograrían sin caer a la vez en una especie de mal inservible. Eso fue lo que nos enseñó: a crear las formas autónomas y propias de un pensamiento expuesto. Es una enseñanza infinita, que ni él sabía que había ya completado cuando la muerte le arrebató de las manos el último libro del que estaba aprendiendo.