“Me cuesta leer”.

Si un suceso singular posee todos los títulos requeridos para constituirse en atractor de nuestras indagaciones, sin que necesariamente deba solicitarle auxilio a la frecuencia, su reiteración nos convoca de un modo peculiar. Quizá sean nuestras propias limitaciones o nuestras acotadas conciencias las que, en ocasiones, demandan una cierta insistencia para que prestemos atención o, como se dice, pongamos el ojo. Igualmente, vale agregar, aunque la sumatoria aporte cierta consistencia, aquélla no concluye en la supresión del sentido singular.

A medida que fue transcurriendo el tiempo de la pandemia, mientras se sucedían las diferentes fases de la cuarentena, un malestar se manifestó con una expresión recurrente: “me está costando leer”. Pese a las variaciones de rigor, numerosos sujetos así se expresaron, así refirieron lo que podría constituir un efecto de la peste. La diversidad, desde luego, se hizo presente, ya sea por el tipo de lectura en que cada sujeto encontraba la interferencia (diarios, textos literarios, académicos, etc.), por la franja etaria del impedido, o por algún sector específico en que cada uno delimitara la dificultad: desinterés por leer, incapacidad para concentrarse, imposibilidad de entender lo que estaba leyendo, etc.

Poco a poco, los interrogantes fueron tomando forma. Si bien nuestra estadística no nos autoriza a una conclusión del tipo “actualmente se lee menos”, nos preguntamos qué nexos habría entre el contexto pandémico y las dificultades señaladas. A su vez, nos permitimos dudar: ¿será que aquellos sujetos efectivamente leen menos, o alguna razón los condujo a una mayor conciencia sobre las propias dificultades?

Un sano consejo, cuando nos encontramos con la opción “esto o esto”, nos dice que no tenemos por qué elegir; la realidad es tan rica y compleja que no admite tal disyunción cuando, más bien, cabe la conjunción. No debemos, pues, anular ninguna de las alternativas, de modo que ya sea por disminución o por mayor registro, obtenemos una primera orientación: la pulsión de ver se recorta como un posible territorio afectado por la pandemia o, dicho de otro modo, lo visual ha perdido parte de su función de ligadura pulsional.

La pulsión visual

Cuando Freud distinguió entre estímulos pulsionales y exógenos opuso el hambre y la sed, por un lado, y una intensa luz, por otro, ya que de esta última es posible fugarse. Así, los estímulos visuales configuran el prototipo de los estímulos exteriores. A su vez, el ver requiere de poner un objeto exterior, proceso que se atiene, principalmente, a la lógica psíquica de la proyección. Ambos aspectos (concepción del espacio exterior y de los objetos que lo habitan) tienen una enorme complejidad en la teoría freudiana, de todo lo cual tomaremos en lo que sigue solo algunos elementos.

Tiene particular importancia considerar aquel momento inicial, cuando para el recién nacido la impresión sensorial aun carece de valor psíquico y, en cambio, ocurre una sobreinvestidura de los órganos internos. De hecho, ese origen es lo que condujo a Freud a conjeturar que en los sueños es posible que se desarrollen imágenes, desfiguradas, del estado de los propios órganos.

Agreguemos las ocasiones en que los ojos ven mermada su función perceptual al tiempo que cobran relieve ciertos goces en que aquellos operan más bien como zonas erógenas, tal como ocurre en los tics, la picazón ocular, el registro de puntos lumínicos al cerrarlos, en el parpadeo, etc. En tales ocasiones, se dirá, lo táctil autoestimulante se impone por sobre lo visual o, también, se desarrolla un alejamiento del objeto hacia el autoerotismo.

Una vez que tiene vigencia la investidura de atención, prestamos atención a otros problemas, tales como los opuestos posibles del ver en cuanto a sus metas: uno de ellos es ser visto y el otro consiste en mirar. Si en el ver el sujeto es dueño de sus propias investiduras de atención, el mirar ya se presenta como pasividad, pues es el objeto quien se apoderó de aquellas y dirige la actividad visual del sujeto.

En este marco resulta notable que Freud designara autoobservación a una de las funciones del superyó, instancia que, recordemos, permite las sublimaciones y la producción de frases como "todo esto es nada más que un sueño". Esta última exige, especialmente, la eficacia del juicio de existencia, es decir, la posibilidad psíquica de discernir si una representación coincide (o no) con una percepción.

La pandemia como trauma colectivo

La pandemia cumple con las condiciones para configurar un trauma social, esto es, un acontecimiento intrusivo desde la realidad (no de origen endopsíquico) y colectivo (nos comprende a todos). Cada quien dispone de más o menos recursos de todo tipo (psíquicos, vinculares, económicos, etc.) para transitar esta etapa en la que vemos reducida nuestra posibilidad de nexo con lo diferente, sentimos alterada nuestra cotidianeidad y estamos bajo la presencia intangible de un virus que amenaza nuestra coraza de protección antiestímulo.

En 1986 conocí en Madrid a un argentino que vivía allí y con quien nos hicimos amigos. Él disponía de una expresión ingeniosa para objetar mi costumbre de madrugar: “A esa hora las calles aún no están puestas”. Su frase, que podría pertenecer al género fantástico, expone metafóricamente el sentido de la retracción libidinal que habita nuestro dormir: hay un mundo exterior que nos es indiferente. En tal caso, alcanza con despertar y retomar el camino de la investidura del mundo.

Pero ¿qué ocurre cuando la retracción respecto de la realidad se transforma en un ordenamiento social al que debemos respetar porque es el modo de cuidarnos entre todos? ¿Cuáles son las consecuencias en nuestras conductas autoplásticas, cuando están limitadas las acciones aloplásticas? ¿En qué medida la restricción respecto del mundo externo conduce a una retracción libidinal? No es sencillo ir más allá de hipótesis generales pues los desenlaces singulares dependen de factores múltiples y comprenden una gama amplia. Por lo pronto, sabemos que el riesgo es que ganen terreno el desinterés por el mundo o la vivencia de que el mundo ha perdido interés en uno, es decir, que el yo desinvista a los representantes de la realidad o, como decía Freud, que el yo suponga ha sido desinvestido tanto desde la realidad como desde el superyó. Recordemos que Freud decía que vivir supone sentirse amado desde dos fuentes, el superyó y la realidad y desde ambos el ello tributa su amor al yo, y si eso no ocurre el yo padece una desinvestidura (tanto desde el narcisismo como desde la autoconservación) que puede conducirlo hacia el dejarse morir. En efecto, las vivencias más dolorosas que escuchamos transcurren entre la sensación de quedar excluidos de un mundo al que el sujeto piensa que no podrá volver, la impresión de que ya no habrá un mundo al que retornar, o bien la vivencia desoladora de habitar ese mundo que ha quedado destruido.

¿Qué ves cuando me ves?

Comenzamos con la referencia a un conflicto específico, el de aquellos que sienten una creciente dificultad para leer, el de quienes vivencian una disminución de la función visual para ligar la pulsión. Si bien no estamos en condiciones aun de establecer nexos precisos, no podemos omitir la conjunción con otros problemas concomitantes: las limitaciones para ver a familiares y amigos, la intensificación que adquirió nuestra exposición a las pantallas (computadora, celular, televisión) y el persistente temor a un virus que, como se ha dicho, es un enemigo invisible, entre otros.

Si procuramos establecer cierta lógica en cuanto a cómo se distribuyen los elementos enumerados, las interferencias en la lectura ocupan el lugar de un síntoma, de un desenlace al que concurren los restantes factores. Comprendemos, entonces, que la retracción social, no poder encontrarnos cara a cara con amigos, familiares, etc., pudo promover una cierta medida de retracción libidinal, de retiro de las investiduras de los objetos y la consecuente sobreinvestidura del propio yo (quizá, el insomnio que muchos declararon sea uno de sus derivados). A su vez, la permanencia constante frente a las pantallas, pese a ofrecer un valioso recurso social y laboral en estos tiempos, genera un empobrecimiento a triple vía. Por un lado, porque la bidimensionalidad de la imagen cercena la profundidad de nuestros contactos, afectando las vivencias de temporalidad y del afecto, cual si el mundo se tornara, parcialmente, en un escenario plano. Por otro lado, porque las pantallas se consolidan como única vía de resolución de nuestros deseos y necesidades: nos contactamos con amigos, pedimos comidas, miramos series, solicitamos un transporte, realizamos operaciones bancarias, etc. Por último, porque la intensidad que ofrecen los programas televisivos (ya sea auditiva, visual o en sus contenidos) tiene por consecuencia un rebajamiento de la percepción conciente, de las cualidades y matices diferenciales que requieren nuestros pensamientos y sentimientos.

Finalmente, en este marco no resulta menor la vivencia de amenaza despertada, como dijimos, por un enemigo invisible, de modo que aquello de lo cual nos cuidamos hace ya más de un año, sobre lo cual hablamos y escuchamos tragedias diariamente, no resulta en absoluto accesible a nuestra percepción visual.

Pensar lo visual

Cuando el mundo exterior, entonces, queda intensamente disminuido y pasa a constituir, esencialmente, aquello de lo cual solo debemos fugarnos, cuando la distancia con los otros se transforma en vivencias de pérdida de estímulos, el riesgo es que nuestras impresiones sensoriales se vayan degradando en cuanto a su valor psíquico. De ese modo, la pulsión visual va quedando empobrecida, ya sea porque resulta sustituida por un universo meramente táctil, ya sea por la pasividad que adquiere nuestra atención. Nuestro discernimiento, a su vez, también puede ir perdiendo cierto refinamiento, ya que el juicio de existencia abdica en su función de distinguir sueño y vigilia con la consiguiente confusión y vulnerabilidad ante los discursos inconsistentes.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Miembro Fundador del Grupo Psicoanalítico David Maldavsky (GPDM).