Vivimos días de peste, contagio y muerte que no son nuevos para la humanidad. Regresar al mundo antiguo y observar el desarrollo de fenómenos similares puede sumar a la reflexión sobre la crisis actual. En Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides nos ofrece un acabado relato sobre la peste de Atenas. Allí expone los padecimientos derivados de una peste desconocida que ingresó por el puerto del Pireohacia el 430 a.C., cuando transcurría el segundo año de la guerra. Una enfermedad inédita, para la que los médicos no encontraban remedio y que, se estima, terminó con un tercio de la población. Tucídides mismo contrajo la enfermedad y logró recuperarse. Pero el segundo brote de la epidemia se cobró la vida del gran líder de la democracia ateniense: Pericles. Tucídides presenta una semblanza de este dirigente y estratego que gobernó los destinos de Atenas durante más de 30 años. Señala que supo administrar la república con moderación, defenderla con seguridad y hacerla crecer considerablemente. No obstante, el pueblo lo responsabilizó por las consecuencias que ocasionó la inesperada peste en medio de la guerra. En definitiva, había sido él quien entendió que la guerra era inevitable y alentó la decisión de emprender la contienda. Como conocía la fortaleza espartana en el enfrentamiento terrestre, reunió a toda la población dentro de los límites de la ciudad. Esta situación de hacinamiento favoreció la veloz propagación de la peste aumentando la letalidad. Sin embargo, a pesar del profundo desánimo y descontento general, Pericles logró mantener el gobierno.

Resulta útil revisar un aspecto particular de su acción política para pensar hoy el vínculo entre política y medios: la comunicación sin mediaciones que tenía con el pueblo. En ese complejo escenario, Pericles apeló de forma directa a la ciudadanía. Valga como ejemplo de ello una pieza de argumentación política recurrentemente citada que Tucídides documenta. Se trata del Discurso Fúnebre, en el que Pericles destaca las virtudes de la democracia ateniense y exhorta al pueblo a continuar en la lucha a pesar de las embestidas sufridas. La magnitud de la crisis causada por la peste y, como correlato de ella e igual de cruel, de la crisis moral que atravesó Atenas se refleja también en la narrativa literaria de la época.

En cambio, en este interludio pandémico, en este tiempo sobrevenido por las medidas de confinamiento, se refleja una intensificación de la hegemonía transmediática. El aumento del consumo de productos audiovisuales y de la actividad en redes compone un signo distintivo de la contemporaneidad que se traduce en el incremento de ganancias del sector.

En términos políticos, los medios marcan el pulso de la narrativa sobre la coyuntura de pandemia. Toda decisión, sugerencia o medida sanitaria se encuentra mediatizada y ello tiene severas implicancias. Los juicios morales en relación con los críticos sucesos que atravesamos se establecen desde tribunales mediáticos conformados por comunicadores que se especializan en opinar sobre una variopinta cantidad de eventos que conlleva la pandemia. Sobre este punto conviene no perder de vista cuál era la perspectiva sobre la opinión que primaba en los orígenes del pensamiento político. Platón definía la doxa u opinión como el punto medio entre el conocimiento y la ignorancia. Tal como sucedió en el caso ateniense, la clase política deberá dar cuenta de sus actos y decisiones. Más allá del barómetro que pondera la imagen de quienes son protagonistas de cada espacio político ideológico, las elecciones periódicas son una instancia fundamental de la vida republicana, en el que todas las fuerzas partidarias se someten a la voluntad popular. El acto electoral oficia como dimensión sustantiva de la rendición de cuentas para la clase política, obligada a pagar con el triunfo o la derrota en las urnas el costo de sus acciones y omisiones. Despejada esta cuestión, surge el interrogante sobre la responsabilidad de quienes tienen el poder de mover el barómetro de la opinión ciudadana sin pagar costos. Aunque las mediciones de audiencia en medios tradicionales o la cantidad de seguidores en redes sociales son para estos sectores dirigentes de la doxa un termómetro de su éxito y popularidad, ellos ofician a modo de free riders de la política. Se sirven de ella, y de sus errores más que de sus aciertos, para incrementar sus niveles de audiencia y para convertirse en influencers en las redes. Acumulan así un tipo de poder que traspasa los actos comiciales. Más aún, los períodos electorales constituyen un momento y un territorio fértil para la tarea de los doxósofos. Los días del miedo a la enfermedad y a la muerte que provoca el virus pasarán. Pero en medio de la cruzada contra el contagio, el lobby de los laboratorios y las deficiencias de la política, se impone estar alerta de otro peligro que atraviesan nuestras democracias. Un riesgo cuya esencia radica en la producción de sentido generada por un ecosistema mediático con niveles de concentración que permiten pautar climas de opinión a partir de la fragmentación, la desproporción y la inequidad informativa. Estas operaciones, basadas en la sucesión y el acoplamiento de discursos e imágenes que circulan entre el mundo analógico y el digital, crean las condiciones de opacidad que impiden identificar a los gestores mediáticos como protagonistas de la política.

* Doctora en Ciencias Sociales UBA