Y un buen día, regresó el azar a la ciudad. Fue el primero de una serie de tres jueves en que se celebra la tercera edición de Ikebana política (Iván Rosado, 2016 a 2021), el diario de la artista, escritora y docente rosarina Claudia del Río. Regresó el azar y por eso no hay forma de adivinar qué hay detrás de la puerta marcada con el número 2670 de calle Córdoba, en la ciudad de Rosario. Maxi Masuelli y un pasillo conducen a un onírico espacio, una casa pasillo tapizada de arriba abajo en todos sus rincones con libros, pinturas, dibujos, revistas de arte y color, mucho color. 

Varias entidades coexisten dando nombre al lugar: Iván Rosado, que no es una persona física, sino una editorial con cientos de libros publicados que tiene una librería exclusiva de sus títulos allí; T.R.I.P.A., un proyecto de investigación sobre el paisaje argentino a través de reproducciones, que está creando un público para artistas no canónicas ni canónicos del siglo pasado como Elba Villafañe, Carlota Stein, Susana Aguirre, Dignora Pastorello o Enrique Gandolfo (hermano del poeta Francisco Gandolfo y tío de Elvio); el taller de Ana Wandzik; la biblioteca Masuelli-Wandzik; y, ya desde el umbral mismo, el espacio El Bucle, que abrirá dos jueves más la exposición de fotos y collages de Claudia del Río con que se celebra su reedición, además de ofrecer a estudiantes de arte y a investigadores un archivo de publicaciones de arte argentino, auténtico caldo de cultivo de los libros de la colección "Maravillosa energía universal" de Iván Rosado. 

"Hacemos libros que nadie pide", dice Maxi con pasión de investigador visceral (de ahí la sigla de su proyecto) que no necesita esperar a que le lleguen encargos para editar un libro de arte. Con nueva contratapa de foto de Claudia en su primera exposición individual en Amigos del Arte, Ikebana política es según él el primer diario de una artista mujer editado en Latinoamérica (dato que no hubo tiempo de chequear). Aquella foto analógica fue la punta que desovilló valijas enteras de fotos que Claudia traía sábado a sábado, narra con gusto miliunanochesco de vendedor el artista plástico, editor, librero y guía del registro akáshico que yace ahí. 

Fotos, y collages. La muestra de Claudia del Río en El Bucle/Iván Rosado se compone de varias secciones, entre obras y archivos, que son para quedarse una tarde... no sólo a mirar sino a escucharla, ya que la artista en persona está presente, y es la voz que hace de epígrafe a las historias detrás de cada foto analógica que sacó en las últimas tres décadas del siglo veinte y la primera de este. Entre el archivo fotográfico, el libro que reúne entradas de su diario, la obra, y la autora contando cosas, se arma la figura de una artista única. Una que halló en la vanguardia surrealista de André Breton y sus amigos, y en el arte-correo de Edgardo Vigo, lo que no encontraba en el modelo renacentista y masculino del artista genio: las claves para vivir y hacer artísticamente, siendo mujer, en Argentina, en el siglo veinte y en plena dictadura. Porque fue entonces que empezó, pintando unos personajes enloquecidos y perversamente amordazados entre los que se vislumbra una premonición de Aníbal Brizuela, a quien conocerá años después en la colonia Oliveros y que junto a Vigo, Delfo Locatelli o Hugo Padeletti es uno de los maestros artistas en su diario.

Como sus precursoras en las carpetas de T.R.I.P.A., y con más constancia aún, Claudia del Río es una artista extemporánea, que se adelantó por unas décadas a lo que hoy llamamos arte contemporáneo. Ella todavía nombra como "preproducción" de la obra a las instancias procesuales de arquitectura social y terapia afectiva colectiva que, en un marco ético de respeto por la gente del territorio, precedieron y originaron la concreción de los objetos luego colgados en la galería o el museo. Desde la crisis del 2001, eso también es obra. Lamentablemente no hay registro (sólo en su memoria viva oral y en su diario) de cuando en plena década de 1990 se paró en una calle de Salto Grande con su cámara montada en un trípode a pedir permiso a las mujeres del pueblo que pasaban para fotografiarlas para una obra, explicándoles que era artista y venía de Rosario. Agentes de la policía, instigados por una denuncia, le exigieron retirarse. Así que se compró una cámara Polaroid y siguió haciendo su obra en el ingreso al Hospital Centenario de Rosario, escuchando las cuitas y enfermedades de cada retratada. Es la que ella llama "la obra de los platos", que se vio en el Museo Castagnino y que le fue inspirada por una foto encontrada en una revista antigua que compró en calle Corrientes, en Buenos Aires.

Al igual que sus musas surrealistas buscadoras de lo maravilloso en las mesas de saldos de los mercados de pulgas de París, Claudia del Río ha decidido por su cuenta, silenciosamente y sin pedirle permiso a nadie, habitar y encarnar la utopía realizada de una vida vivida artísticamente, sin marcos que separen la vida del arte, ni al arte de su enseñanza. Es la tesis que atraviesa toda su Ikebana política: la idea de que enseñar arte es hacerlo, y viceversa. El de Claudia del Río es un arte vivido, habitado y habitante, un arte inseparable de la existencia; sus cámaras analógicas, como sondas Voyager, tomaron extrañas muestras del planeta Tierra. En su archivo (y en la muestra) hay documentos que creímos inexistentes o (dolorosa palabra) desaparecidos, como el registro fotográfico en blanco y negro de una acción realizada en plena dictadura en el espacio público, con ciudadanos comunes convocados vía arte correo por el grupo de arte gráfica que ella integraba con Jorge Orta, Graciela Sacco y otres. O el de una muestra interactiva de grabados de ese mismo grupo, expuestos como literatura de cordel, en la legendaria galería Buonarotti de Rosario.

También hay hallazgos tan furtivamente bellos como el carrito blanco de cartonero de Liliana Maresca, con María Kodama conferenciante al tono. O una santería rosarina que demuestra que este lugar es Latinoamérica.  Al trabajar artesanalmente en su obra artística con restos encontrados de lo industrial cotidiano, como sus recortes de latas de cierta marca de gaseosa, Claudia del Río puede invertir los términos y salir a registrar, por las calles del continente, otras copias artesanales del logo en cuestión, a las que su foto convierte en del Ríos apócrifos en un pop pobre y genial. Que no para, y por eso Claudia sale de su muestra y se detiene a sacar fotos con su teléfono al cartel de una mercería del barrio: arte popular.

Horas inconmensurables y no capitalistas de revolver librerías de viejo o sacar fotos por ahí (hay en el archivo una del poeta Aldo Oliva en un bar, que terminó en la tapa de su poesía reunida) son la caza y recolección de donde sale la instalación de pared de collages y montajes fotografiados y enmarcados titulada 37 imágenes huérfanas, de cuya primera exhibición en el Museo Castagnino hay registro fotográfico ahora en esta muestra; en esta segunda exhibición en El Bucle, acompañada por dos carpetas de collages inéditos y obra gráfica inédita, la pieza se adapta a las dimensiones de su muro entre las dos paredes de archivo fotográfico para cantar una vez más su canto mudo a las mujeres que la civilización silenció, en un poema visual fragmentario de melancolía inenarrable y feminismo casi no sabido. Otra sección ocupa una pared con fotos que en los años '90 le valieron el auto-mote de "la Ed Wood de la fotografía". Un subtítulo robado entre butacas a la película de ese nombre dirigida por Tim Burton, protagonizada por Johnny Depp como Ed Wood y Martin Landau como Bela Lugosi, dice: "En los viejos tiempos, sí. Ahora nadie da un carajo por Bela". "Yo entonces creía que nadie daba un carajo por mí", cuenta Claudia. "Pero ya basta".