La cubana Omara Portuondo estaba terminando su álbum La novia del filin en los estudios Areito de EGREM, en La Habana, cuando tocó a la puerta el productor Juan de Marcos González: quería presentarle a un tal Ry Cooder. Le explicaron que en ese mismo momento estaban grabando en el otro piso del estudio, y la invitaron a pasarse por ahí. Portuondo accedió sin pensarlo demasiado, y cuando entró a la sala de grabación no se sorprendió al encontrarse con muchos de los mismos músicos que habían tocado en su disco. González le preguntó qué le gustaría cantar, Omara eligió casi sin pensarlo un clásico como “Veinte años”, y ahí mismo el guitarrista y cantante Compay Segundo –uno de los protagonistas de aquel futuro disco– arrancó a hacer la introducción. El resto de los músicos se sumó sin necesitar que nadie les explicase cómo hacerlo, y la grabaron a dos voces.

La cantante recuerda que cuando salió de aquel estudio se olvidó del asunto, y la siguiente noticia que tuvo llegó recién meses después, cuando le avisaron que se preparase para viajar a Nueva York porque el disco se había ganado un Grammy. La fantástica historia del Buena Vista Social Club ha sido contada ya una y mil veces, y aún hoy es posible tener la sensación de que el disco mismo pareciera haber decidido asomarse al mundo contra viento y marea, como si tuviese voluntad propia, como los anillos que imaginó Tolkien para su trilogía. Porque nunca hubiese existido si los músicos de Mali invitados originalmente para tocar con los cubanos hubiesen llegado a la cita, si Nick Gold –el dueño del sello World Circuit, que terminó publicándolo– no le hubiese mandado ese fax de último momento a Cooder invitándolo a La Habana; si no hubiese recordado alguien en el estudio el nombre de Ibrahim Ferrer y procedido a ubicarlo, y las casualidades se pueden seguir enumerando. Además, cuando ya estuvo terminado, Gold y Cooder nunca se olvidan de cada una de las veces en que las discográficas les dijeron que no ante el producto final, porque no sabían dónde encajarlo ni cómo venderlo. Pero el Buena Vista Social Club se vendió solo, y una vez que se destapó esa botella comenzó a salir y salir magia. Un disco tras otro que Gold no dejó de grabar y editar por medio de su sello, cada uno de ellos una maravilla.

Si los puristas de la música cubana reniegan cada vez que se suma la guitarra de Cooder en el disco original, cada álbum posterior –más allá de los méritos que el buen Ry merece– parece darles la razón. De hecho, la versión de “Veinte años” incluida en el disco solista que Omara haría después, ya asociada al Buena Vista, es mucho más deliciosa que la de aquel trabajo inicial, empezando por la delicada introducción que tejen el trombón de Jesús “Aguaje” Ramos y el bajo de Orlando “Cachaíto” López (atención, su disco solista es una de las gemas ocultas de la saga).

La cubana María Teresa Vera

Omara contó alguna vez que aprendió el tema en cuestión cuando tenía apenas 4 años: se lo enseñó su padre, un fanático de la música y la vieja trova cubana. Su autora, la legendaria trovadora María Teresa Vera, la única mujer en una escena dominada casi exclusivamente por varones, lo estrenó a mediados de los años treinta. Pero recién décadas después se supo que la letra en realidad era autoría de su amiga de la infancia Guillermina Aramburu, que componía canciones desde muy joven. María Teresa era la hija de una sirvienta que trabajaba en el acaudalado hogar de la familia Aramburu, y las dos niñas se criaron juntas. “Veinte años” es en realidad la historia de Guillermina, abandonada por su marido luego de dos décadas de casamiento, quien le entregó la letra a su amiga con la promesa de que nunca dijese que la había escrito ella. Promesa que cumplió, y recién luego de esta última y arrasadora nueva fama del tema post Buena Vista es que se terminó desenterrando su verdadera historia. De hecho, en el disco original editado en 1997, el tema aún está firmado sólo por María Teresa Vera. Tres años más tarde, para el solista posterior de Omara, ya asoma el nombre de Guillemina Aramburu.

“El amor que ya ha pasado/ no se puede recordar”, se lamenta y transgrede sus propias reglas su autora al inmortalizarlo. Su última y más destacada intérprete lo hace desde una grabación a la que se podría calificar como una casualidad más de todas las que nos terminaron permitiendo que por estos días podamos celebrar un cuarto de siglo desde que se grabó un disco que demostró que la buena música se vende sola, mal que les pese a tantos expertos en marketing y cínicos del capitalismo. “Con qué tristeza miramos/ un amor que se nos va”, dice la letra de “Veinte años”, un tema que fue grabado por enésima vez casi de casualidad veinticinco años atrás en un estudio de La Habana, y que en ese último acto de su fama terminó revelando todos sus secretos, haciendo carne los versos más contundentes del que bien puede ser considerado el himno de los amores inútiles, esos que rezan: “Hoy represento el pasado/ no me puedo conformar”.