Desde aquella idea de “regalo divino” sobre el que no tenemos posibilidad de control, como un concepto de derecho humano que debe ser garantizado por el Estado, nuestras nociones acerca de la salud han ido cambiando notablemente a lo largo de la historia. En ese sentido, la actual pandemia por el nuevo coronavirus quizás requiera un nuevo salto conceptual, especialmente en el ámbito de las instituciones. Por primera vez en la biografía de nuestra especie, experimentamos una vivencia compartida y simultánea que nos desafía a dejar de lado las fronteras a la hora de pensar la salud. Por ejemplo, la amenaza de nuevas variantes del virus ha puesto sobre la mesa la urgencia de implementar políticas globales de acceso a la vacunación.

En cualquiera que haya pasado por la escuela queda grabado aquello de que “la salud es el estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedad”. Sin embargo, la idea de preservar la vida y la salud física como eje prioritario sigue prevaleciendo en los sistemas de salud, la formación de grado y de posgrado, la investigación científica e incluso algunas políticas de salud pública. Mientras para las instituciones la salud parece vinculada al número de hospitales, camas de terapia intensiva o acceso a tecnologías de diagnóstico y tratamiento, las personas la entienden de un modo más complejo y diverso. Puede que para algunos aparezca asociada a batas blancas, consultorios o estetoscopios, pero para una inmensa mayoría se vincula con imágenes de amigos o familiares disfrutando de un encuentro, la vida al aire libre, el ejercicio o incluso la militancia por los derechos.

Esta brecha se hace particularmente evidente cuando analizamos cómo los Estados asignan los recursos para responder a las necesidades de salud de la población. Por ejemplo, la inversión mundial en salud vinculada a la prevención y control de las enfermedades crónicas no transmisibles (cáncer, diabetes o hipertensión) no llega al 2 por ciento, mientras las muertes asociadas a estas enfermedades representan en algunos países de medianos y bajos ingresos hasta un 70 por ciento de las muertes prematuras. El porcentaje del PBI asignado a la salud no para de crecer, pero dirigido, principalmente, a los servicios hospitalarios y especializados, los medicamentos, las prótesis y otras tecnologías. Es decir, a cuando la salud ya se ha perdido.

A este modelo centrado en la enfermedad se le suma la prevalencia de una mirada individual y prácticamente unidimensional de la salud. Así, estamos asistiendo a una avalancha de información vinculada a la transmisión biológica del virus y muy poco a las ciencias del comportamiento, la psicología, la sociología o la antropología social para poder comprender un fenómeno tan complejo como una pandemia. Ni qué hablar del escaso o nulo espacio que se le ha asignado a profundizar acerca del impacto del deterioro ambiental y el origen zoonotico de una crisis global que promete no ser la última.

Al principio, hablábamos de la necesidad de pensar la salud más allá de las fronteras. Unas fronteras que son geopolíticas, pero también aquellas que nos separan de otros seres vivos y de los ciclos de la naturaleza. ¿Podemos preservar la salud humana sin ocuparnos de la salud animal? ¿Es posible escindir nuestra salud del impacto de nuestras decisiones económicas sobre el ambiente? Quizás, haya llegado el momento de empezar a pensar la salud a escala planetaria y, tal como propone la OMS, empezar a hablar de “una sola salud”. 

*Bióloga, doctora en Farmacología, profesora del SeminarioCiencia y Salud de la Facultad de Ciencias de laComunicación de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).