Si miramos la mesa, ahora servida con scons y tetera apoyada en carpetita tejida a crochet, parece otra la persona que organizaba esos bacanales emblemáticos en medio de sus seminarios en la universidad, donde los estudiantes se pasaban de mano en mano piononos en forma de pene y muffins de vulvas con cremas rosadas. Sin embargo, y a pesar de estar por cumplir 80 años, el espíritu de José Amícola se mantiene tan punk como en aquel entonces. Con voz diminuta se resiste a ocupar el podio de las vacas sagradas dentro de los estudios de género, pero lo cierto es que con más de 20 libros y capítulos publicados, y decenas de artículos que se ocuparon de deshilachar la relación entre lo queer y la literatura, nadie podría discutir que sus investigaciones fundaron un campo, en un momento donde el género solo podía designar una tela para cortar.

AÑOS MOZOS

Precoz casi en todo, a los 15 ya tenía completamente identificado que su deseo iba a contrapelo de la norma y no dudó en sentar a su madre para decirle que no esperara nietos; una especie de bomba social arrojada en plena década del 50. Apenas un año después, ya estaba circulando por los recovecos gays de las islas del Tigre “donde uno podía tirar alguna pluma”, ahí iba a conocer a su primera y más larga pareja, 17 años más grande que él. Ese fin de semana del encuentro, pidió su teléfono sin importarle que ese hombre que lo doblaba en edad estaba acompañado, y a los pocos días lo llamó a su trabajo desde un teléfono público para decirle que lo quería ver. Fue el comienzo de una relación que duró 37 años y que tuvo mucho de ritual iniciático no solo en lo sexual, sino también en un abanico de lecturas que irían modelando el itinerario académico de los años por venir.

“Esteban me ayudó en el camino, políticamente, sexualmente, sin ninguna mirada moral cristiana. Era un momento en que las parejas de varones podían llamar peligrosamente la atención. Frente a esto nos defendíamos ante el mundo con una profesada discreción, que era lo que se estilaba en los medios de sexualidad diversa de la época. La vida de Buenos Aires de los años 60 permitía las prácticas de los amores intermasculinos o interfemeninos siempre que aparecieran delicadamente disimulados bajo otras fachadas. Yo crecí, entonces, en ese mundo de disimulo que permitía siempre ciertas cosas y otras no tanto. Así nuestros encuentros en la calle eran sellados siempre con un apretón de manos y nunca con un beso”. Un poema que Goethe recitado al oído, y la ofrenda de un conjunto de textos homoeróticos que circulaban en forma clandestina fueron el trampolín para que José sellara un doble lazo libidinal: con ese maestro/amante, por un lado, y con la literatura por el otro.

Después de un paso brillante por la UBA, donde le discutió como par a un Borges en ese entonces profesor y coqueteó con los grupos de izquierda que cerraban las puertas de sus células a los varones “débiles”, ganó una beca y a principios de los 70 partió rumbo a Alemania para hacer un doctorado. A los pocos años, deambulando por las calles de Nueva York en una escapada del estudio descubrió en un kiosco que en la portada de la revista gay Greenwich Village aparecía el rostro de Manuel Puig.

“Hacía poco tiempo había leído con enorme entusiasmo El beso de la mujer araña que se acaba de publicar, en el mismo año que La Historia de la sexualidad de Michel Foucault. Esa novela me había puesto en estado de euforia, porque coincidía con lo que yo venía pensando, pero que la carga de prejuicios existentes en la sociedad impedía acercarse al tema con claridad de conciencia. La dirección personal de Puig en ese mismo barrio de Greenwich Village que estaba en la revista quedó en mi mente por mucho tiempo. Al volver a mi puesto de profesor de español en Alemania, ante la sugerencia del jefe de sección de Románicas, de convocar a nuestra universidad a un escritor latinoamericano que pudiera dar conferencias para los estudiantes con respecto a sus novelas, inmediatamente sugerí que el visitante fuera Manuel Puig”.

VIAJES Y DESVIOS

Puig aceptó la invitación, viajó a Alemania, y en paseos compartidos se armó entre los dos un vínculo que al mismo tiempo convertiría a José en el principal especialista en Latinoamérica sobre la literatura del autor de Villegas. “Muchos de mis colegas habían leído un Puig en clave cinematográfica, para desmontar el mundo que habitaba en sus novelas, pero no habían visto lo que a él lo había impactado, es decir, la asimetría de las posiciones de género, eso lo pudo encontrar cristalizado en los personajes de Hollywood y de ahí su interés por ese mundo. Cuando yo empecé a detenerme en lo que Puig veía en las películas, ahí empezó a crecer también en mí un interés por un tipo de perspectiva que ponía el acento en las relaciones de poder entre los diferentes géneros”

Pensado desde una mirada más adorniana, donde una industria cultural crea unos estereotipos de género y distribuye esos roles en lo social listos para la reproducción, Puig se daba cuenta, al mismo tiempo, que había fisuras dentro de esos guiones, algo que hoy llamaríamos ideología de género. “En El beso de la mujer araña, lo que más me movilizaba era la posibilidad de una corriente, un fluyo continuo y en doble dirección, entre heterosexualidad y homosexualidad. Yo siento que me quedé prendado del movimiento queer en la manera en que viene a dar una vuelta de página al movimiento gay. Cuando Puig saca ese libro todavía no existía el movimiento queer, sino la movida de liberación gay. Lo que vino a decir lo queer, incluso después de la muerte de Puig, es que hay un continuo, no esencialista. El personaje de Valentín viene a representar la idea de que cualquiera puede cruza el puente de los géneros, y entonces se va al carajo la cuestión de la etiquetas -dice Amícola-. En mi larga experiencia, atraído por los amores intermasculinos, he tenido infinidad de parejas de tipos casados, que en determinado momento, paralelamente o no, no corren bajo ningún estandarte. Esa posibilidad del nomadismo sexual es lo que a mí me convocó a adentrarme en los estudios, cuando ni siquiera había una tradición fundada al respecto. En ese momento, las políticas de la identidad requerían un tipo de gay que se fijara a una posición y levantara la bandera desde ahí, y yo no me sentí en esa carrera nunca”

En 1982, mientras Malvinas era un polvorín, Amícola vuelve de Alemania con el doctorado bajo el brazo. Eran los estertores de la dictadura, y los primeros brotes de la primavera alfonsinista, se empezaba a pensar que los dinosaurios podían desaparecer y del closet asomaba una rendija tímida. A pesar de que los márgenes se empezaban a volver más elásticos, en un mundo académico todavía almidonado, donde el acento en la sexualidad que ponía Amícola -tomado por bicho raro- intentaba bajarle el precio a su CV. Con una osadía inusual en los pasillos de las universidades, se presentó en un concurso en la Universidad de La Plata y ganó la titularidad de la materia Introducción a Literatura, por la que desfilaban miles de estudiantes.

EL ENCANTADOR DE MADRES

Desde ahí empezó a introducir una bibliografía tan exquisita como secreta, donde se empezaban a colar en la grilla de los programas Copi, Perlonguer, Lamborghini y una todavía no traducida Eve Kosofsky Sedgwick con su clásico Epistemología del armario. Dio clase durante casi 30 años e hizo de cada aula que pisó un territorio de goce para los alumnos, que escuchaban sentados en el piso los teóricos de cuatro horas con lecturas desviadas que se animaban a poner en tensión el canon heteronormativo de las carreras de letras. La subcultura gay que Amícola traía de su vuelta por el mundo fue circulando en un público más amplio, en la medida que se pasaba del encierro a la visibilidad, en un proceso político y cultural que se fue horneando al calor de las movilizaciones en las calles.

A la par de sus clases, José se iba consolidando como investigador y autor de una cantidad de libros que pronto se convertían clásicos para lo que hoy denominamos estudios queer. La fascinación por develar el hilo edípico de muchos de los autores que enseñaba lo convirtió en una especie de detective de madres: primero armó una relación íntima con la madre Puig, en largas tardes de sábado con té y películas compartidas, y después fue detrás de la madre de Copi con encuentros regados por whisky.

“Es gracioso que algunas de estas ‘parejas literarias’ no tuvieran la menor idea de su contubernio. Por eso tomé casi como un chiste cuando la madre de Manuel Puig, con quien pasé buenas veladas cinéfilas a solas durante bastantes sábados entre 1993 y 2001, me dijera hablando de un amigo de su hijo que ese muchacho tenía una madre castradora, por supuesto, sin comprender la propia relación simbiótica que ella misma había mantenido con el autor de Boquitas pintadas, novela cuya intriga pueblerina parece haber sido primeramente registrada por la madre para servírsela en bandeja a su hijo. Algo semejante me sucedió al entrevistar en París a la madre de Copi, cuyas expresiones con respecto a las andanzas de su hijo también eran de una curiosa ceguera y perspicacia entremezcladas, de las que se podía entrever, sin embargo, la estrecha ligazón espiritual que madre e hijo habían sostenido. Como quiera que sea, mi propia relación hasta cierto punto edípica con mi madre estuvo, creo, mejor equilibrada que la de estos autores”.

LAS LENGUAS Y LAS PIELES

Siempre apoyó todas las causas que ampliaron derechos dentro de los movimientos LGTBQ, pero escurridizo en sus perspectivas, supo combinar la militancia con las contradicciones que permite la teoría “Los movimientos sesentistas del siglo XX, apoyándose en esos principios de los casilleros separados, habían hecho bien en levantar banderas de identificación (gays, por un lado, y lésbicas, por otro), porque gracias a esa operación fuerte de esencialización de los tipos humanos se había conseguido una mayor aceptación de la diferencia, empezando por la despatologización de determinadas inclinaciones sexuales disidentes. Sin embargo, para obtener derechos se habían dedicado todas las baterías dirigiéndolas a la toma de conciencia de una diferencia esencial que producía un mundo aparte: el escenario gay-lésbico. Esta división crasa de los individuos según sus inclinaciones sexuales era una metodología bien mecanicista, que no siempre respetaba los matices intermedios. De todo eso también ya hablaba El beso de la mujer araña de Puig, al establecer que la sexualidad es inevitablemente un campo minado dentro de un sistema de poder”

Al docente e investigador, se suma la nada menor tarea de traductor. Habla fluidamente cinco idioma, y eso hizo que, por ejemplo, de su mano nos llegara a la Argentina la primera traducción del austríaco Leopold Von Sacher-Masoch, autor que inspiró al movimiento BDSM. La excelente traducción al castellano de La Venus de las pieles que hizo nos puso a disposición por primera vez el universo de látigos, cuero, azotes, en la relación amo-esclavo que hasta incluyó a un tercero ya en 1870. También le debemos la traducción del clásico ¿Puede el subalterno hablar? de la filósofa india Gayatri Spivak.

Con una vida de jugosas anécdotas por el mundo literario queer, Amícola está pronto a lanzar su autobiografía como lector, donde vida y obra son parte de una misma cosa. Ahí se adentra en su viaje a Japón tras la pista de Mishima, las costumbres sexuales intermasculinas entre los visitantes de las terma en El Satiricón, y la androginia y la bisexualidad en la obra de Pasolini y el Marqués de Sade.

Estos autores están atravesados por su propia experiencia como lector, haciendo de sus subrayados una pieza en sí misma. “La mayoría de mis publicaciones se gestaron así en ese vaivén entre el análisis a solas y la exposición docente; creo que por eso mis libros conservan un hálito especial de algo bien aceitado en el encuentro con su público. No es para nada ajeno a este hecho que, entretanto, mis ideas se fueron aclarando en contacto con la problemática de las injusticias del sistema sexo-género”.