Veo en el laberinto de huellas que va dejando el zaino por entre estos pajonales, los mismos pasos que señalaron las guardas de mi poncho, tejido en las manos premonitorias de una hechicera. Caen ya los caciques. Desaparece la nación Pampa, como así también, pronto desapareceré, empujado como voy, leguas al norte de la laguna Melincué.

Los hilos blancos tejian una guarda de líneas perpendiculares y transversales sobre fondo negro. Hacia la mitad del poncho, como en un capricho (y contaban los antepasados cuántas veces la hechicera, sin suerte, intentó domar esa fuerza), torcía a una trenza, o cruce, dando vuelta la guarda. El derecho se establecía sobre el revés. Un nudo en esa misma trenza formado dividía la guarda. Luego, otro, más adelante la volvía a unir, para terminar con mil puntos desparramados en los cruces de la tela. 

Así se mostraba el poncho extendido al viento durante los galopes y saben el Sol, la Tierra, la Luna y el Agua, cuánto ayudaría a apretar esta herida. 

La partida salió a mi cruce, poco antes de llegar a Junín, después de venir acorralado días enteros desde Leubucó, entre rastrilladas ahora conocidas para los milicos. Apuré el tranco antes de que me pensaran boleando bichos más allá de la toldería. No alcancé a ver de frente la matanza, solo los restos, de lejos, parado en la grupa del zaino. Tal vez gritaron al sentir llegar el malón. Habrá sido un malón silencioso, ladino. A Epumer, hermano de Panguitruz Guer (Mariano Rosas), le habrán intentado caer primero. Después todos a degüello, uno por uno. 

Las cautivas rescatadas, estarán felices. Ellas me enseñaron la razón del huinca. Decían que todo estaba escrito en el libro de su dios. A Mariano Rosas, los milicos, en los parlamentos solemnes siempre le decían que todo estaba en el libro del Gobierno. Son libros raros. Trazan una gran línea. Dicen: “Todos son hijos del mismo dios, del mismo país”. Pero el huinca elige, no el libro, es para que el huinca diga: estos sí, otros no; el Pampa atrás de la línea; y el Pampa salvaje va para atrás.

Después, no se habla más, como si no hubieran trazado la línea, y ya no hay más pampas boleando contra el atardecer. Eso nunca lo dejé de entender. Y en las conferencias de paz leía esa intención. Estaba en la forma de sus gestos, no en sus palabras, como también lo aprendí de los cautivos, que el huinca miente al hablar y dice la verdad con el cuerpo. Pero algunos creían que íbamos a vivir argentinos, dueños de nuestro suelo. 

¿Cómo podíamos ser dueños de la tierra, si la tierra no es de nadie? ¿Cómo podíamos ser algo tan opuesto a nuestra forma de vivir? El suelo, el Agua, la Tierra, el Sol y la Luna, no pertenecen al Pampa, el Pampa vive bajo esas fuerzas. El huinca no vive bajo nada. Quiere dominar todo. Y por eso parece mejor que el Pampa. En la palabra Kuyen no están las posibles lunas. En la palabra Luna, la luna está sobre la mano del huinca. Pocas veces podía decir esto a los capitanejos; nunca a los caciques. Durante los consejos, algo siempre me tiraba bien afuera. 

Tenía alrededor de diecisiete años cuando llegó el "Toro" Mansilla a parlamentar con Panguitruz Guer. Él le creía. O tal vez quería creer para no pensar en el final. Las huincas contaban mis años para recordar su prisión. Y justo antes de esos diecisiete, la vida entera pasó por delante mío. Un viento sur de amanecer frío voló al poncho hasta el toldo del “Toro Mansilla”. Adentro había un mapa del país argentino con la misma forma que las guardas invertidas de mi poncho. Esa era tal vez la profecía que lo contaba generación tras generación. 

Ese sería, tal vez, el destino mismo de los Pampas tejido en aquellos hilos: la llegada del huinca, el país de los argentinos dividido, y hacia al final, los malones del soldado contra los toldos, echando a los Pampas. Huérfanos de todo. Como huérfano fui al nacer dado a las más viejas y las cautivas huincas. Allí crecí en el universo de las dos lenguas; el lenguaraz dirían los huincas; pienso como los pampas, puedo pensar como el crestiano; Los huincas no saben la lengua pampa, no piensan como pampa. Andan mandando siempre que les traduzcan. Esa condición me permitió entender los signos de mi poncho perdido al escapar de Leubucó. Sangra más la herida. Las cautivas decían que si hubiéramos tenido caballos, desde siempre, seríamos adelantados como ellos; engaños de palabra; el pampa nació libre, como el viento y los ñandúes; no gasta al mundo para tenerlo; vive con lo que el mundo le va prestando. De chico, miraba las formas, de las guardas, y puntos blancos desparramados sobre el cruces de los hilos. Uno llamaba mi interés. Era una bolita, parecía un quirquincho ovillado. Otro, en el extremo opuesto parecía una montaña, y los demás no tenían más formas que una estrella de sangre, o se perdían entre los hilos negros.

Ya la herida nubla la vista, el zaino empuja buscando el lugar. Descreo de la magia, pero no de subir al más allá por su escalera laberíntica, como las guardas del poncho. Nada queda de esta vida Pampa. Ningún otro atardecer nos mirará boleando contra el sol. Dejo esto para ser el que vendrá, cuando nuestro nuevo tiempo sea. Unos morirán peleando libres al sur, otros se mezclarán con los huincas. Ahí está el punto redondeado, ahí están los quirquinchos. Paso, leguas al norte de la laguna Melincué, a ser uno de ellos esperando el regreso. Subo la escalera, queda mi forma.