En algún momento (más específicamente en alguna parte de sus memorias, en “Confieso que he vivido”) el poeta chileno Pablo Neruda sostuvo que “la poesía es subversiva”. Siguiendo esta línea de pensamiento, podría acordar con Neruda, poeta de veras si los hay, que la poesía tiene el poder de deconstruir cualquier esquema o canon preestablecido y reconstruirlo en base a líneas, acordes, tonos y melodías absolutamente disímiles y contrapuestos que nunca antes nadie había utilizado. ¿Es “hacer poesía” el acto de creación más libre que hay? Eso sostendrían, sin lugar a dudas, muchos poetas, sino de hecho se habrían dedicado a otra cosa. Sin embargo, hay otros escritores, no necesariamente poetas, que también concuerdan con el poeta chileno en que la poesía es, en sí misma, libertad más allá de cualquier disciplina artística que se tenga en consideración, sobre todo porque la poesía per se no es disciplinada.

Tal cual las palabras que el gran Gabriel García Márquez  –Gabo para los amigos y el mundo– sostuvo en el momento de la recepción del Premio Nobel de Literatura de 1982: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”.

Burlar a la muerte, siguiendo a Gabo, es una práctica que ejercemos todos los artistas, seamos o no poetas. La obra que uno hace, siempre, sobrevive a uno mismo y es en esa obra, en donde sobreviviremos por siempre, más allá del éxito o del fracaso que la obra tenga en la vida o en la posteridad de su autor. Tanto Kafka como Van Gogh, incluso Gauguin, murieron en la más absoluta de las miserias y en el más profundo anonimato. La posteridad los hizo célebres enriqueciendo a sus deudos y/o acreedores.

En cambio, hubo poetas como Alejandra Pizarnik, Olga Orozco o Alfonsina Storni que conocieron la fama de purretas, sobre todo Alejandra, quien lamentablemente murió demasiado joven. Ninguna se hizo rica pero pudieron vivir de lo que amaban, a pesar de y contra de, sobre todo contra las cofradías de poetas y escritores varones, que sostenían la práctica (todavía sostenida hasta hoy) de publicarse y/o premiarse entre ellos.

Si Olga fue la voz del viento del desierto de la pampa, Alfonsina la voz de la mujer y Alejandra el espíritu desnudo de un alma lastimada, todas fueron, sin embargo, absolutamente distintas y diferentes en cada verso, en cada palabra, en cada silencio y en cada una de las tonalidades de sus voces.

La poesía es el arte de hacer música con las palabras, intercalando el sonido de las mismas con los silencios, utilizando únicamente como instrumento el más antiguo de todos: la voz propia. El sonido de las palabras de los versos va construyendo y dando forma al silencio que es quien estructura definitivamente cada poema. El sonido de las palabras marca el ritmo, la cadencia y la melodía de cada poema. La escritura poética convoca y dice más que toda la prosa del mundo. Buscar sonidos que rimen o estén articulados, buscar sentido en esos sonidos es un trabajo que toca los bordes de la filosofía más pura y de la estética más infinita.

Hacer poesía es hacer catarsis con los traumas, los fantasmas, las angustias de muerte y despedazamiento de uno mismo y de los otros objetos. La poesía tiene efectos tanto en quien la hace o dice como en quien la escucha convocando una comunión de espíritus que es única y múltiple y diversa a la vez.

El psiquiatra Enrique Pichon Rivière, padre de la psicología social, sostiene que el objeto de arte recrea lo estético y maravilloso, burlando lo siniestro y la muerte. Al diferenciar el arte patológico del verdadero arte, sostiene que el artista verdadero logra transmitir al espectador, en lo objetivado, una realidad particular de armonía y de movimiento, con un plan y una estrategia bien definidos. Muchas veces ese plan no coincide con el canon artístico impuesto en esa época. Eso le pasó a Artaud, Van Gogh, Kafka y otros incomprendidos sociales, siendo el canon el “arte oficial” impuesto en cada época tanto por los marchands como por los editores.

El arte es libre más allá de todo, en lo escrito, lo dicho, lo creado y lo recreado: el canon es la moda artística impuesta en una época y esa moda desconoce los ríos subterráneos de culturas alternativas, paralelas y/o contraoficiales que manan libremente más allá de los suburbios. El dúo Urpadilleta-Tortonese llegó a ver el éxito televisivo de la mano de Antonio Gasalla, sin embargo, el mismo dúo venía sosteniendo un trabajo incansable en los sótanos del Parakultural de Buenos Aires.

Hay mucha cultura en los sótanos, cultura que eventualmente sube a la superficie… Conocí a Fito Páez cuando ensayaba en una casa vieja y abandonada, a la vuelta de su casa en Rosario y trabajaba de vendedor en una casa de música. Baglietto era luthier por esa época y ensayaba en el mismo lugar. Es cierto que la prohibición de emitir música en idioma extranjero en los medios, impuesta por la dictadura en plena guerra de Malvinas, favoreció la irrupción de “Tiempos difíciles” (1982), primer larga duración de Juan Carlos Baglietto y marcó la irrupción en los grandes escenarios de la llamada “trova rosarina”, trova que probablemente, sin Malvinas y sin la migración de sus integrantes, hubiera fenecido en el anonimato.

Los bardos, troveros y juglares tienen algo en común: deambular con su palabra de aquí para allá. Trabajar la palabra, el sonido y el silencio es algo propio de estos cruzados de la palabra que deambulan, incansablemente, por donde sea, llevando su voz, entre tantas otras voces, hacia los límites más impensados del universo…

Si hacer poesía es, de por sí, subversión, la insurgencia forma parte de su esencia, es desobedecer el mandato para construir una letra libre de sojuzgamientos y ataduras.

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