La entrevista entre los generales José de San Martín y Simón Bolivar, los grandes libertadores del continente, es uno de los puntos más altos de la historia independentista americana, tanto por la relevancia de los protagonistas, así como por el misterio que rodeó dicha charla.

Lo sucedido ahí fue objeto recurrente de análisis de los historiadores, pero a su vez incentivó a varios escritores a imaginar lo que pudo haber ocurrido en esa reunión. 

La colaboradora de Salta 12, Liliana Bellone se animó al entrecruzamiento entre historia y ficción, y  mediante una novela aún inédita juega con los posibles diálogos y pensamientos que rodearon al encuentro de Guayaquil.

Además la escritoria aprovecha para incorporar otras voces, muchas de las cuales son femeninas, a modo de homenaje a las mujeres que acompañaron a los próceres y que, salvo contadas excepciones, fueron invisibilizadas.

El siguiente es justamente un capítulo de la novela de Bellone en el que imagina los momentos previos a que San Martín concurra a Guayaquil a verlo a Bolivar:

Piensa San Martín:

Bruma de Lima, bruma del Pacífico, que ocultas los castillos y los fuertes, ciudad amurallada como las de España. Acá puedo al fin prescindir un poco del opio para mis dolencias. Ahora solamente resta aguardar el desenlace. Monteagudo y Torre Tagle, uno cerebral, el otro débil y contradictorio, ven conspiraciones por todos lados, en las comidas, detrás de los enrejados, en las haciendas, en los caminos. Lima, te pareces a Andalucía a veces, otras a Castilla con tus torres y conventos. Y a Murcia, mi otra casa, la de la juventud. Acá me siento mejor y más a gusto que en la mercantilista Buenos Aires, ciudad de burgueses enriquecidos. Cuánta arrogancia la de Buenos Aires, cuánta obcecación la de su gobierno al pedirme que regresara con el ejército desde Chile para frenar a los caudillos de las provincias. El continente para los porteños no cuenta, ni el mundo, solamente Buenos Aires, que nos ha abandonado. Si no hubiese sido por Chile, el Perú y el ejército de Güemes que puso el pecho en el Alto Perú, no podríamos haber continuado la campaña. Me lo mataron a Güemes. Yo sé de traiciones y emboscadas, lo sé muy bien, las viví en Europa, vi de cerca los arreglos entre militares, monarcas, nobles y burgueses, esos acaudalados señores que costean los armamentos con fines financieros. Las fuerzas de la guerra se sostienen y a veces se ven interferidas por las fuerzas de la política y los intereses de hombres que poco o nada saben de las armas, pero sí de acuerdos e intereses no solo políticos sino intereses del bolsillo. Claro, a Güemes me lo mataron para desbaratar el plan hacia Lima. Con los 4.000 milicianos gauchos que tenían que encaminarse por tierra al Perú, estábamos casi asegurados y no hubiésemos necesitado la asistencia de Bolívar. Me siento contrariado, dolido y desobedecido porque, llegado el momento, Martín Miguel de Güemes iba a ser el elegido, mi segundo y el general que me reemplazara. Arenales y Alvarado son también grandes colaboradores; pero Güemes es el jefe nato, el guía que puede llevar al ejército de los Andes junto a Bolívar y Sucre.

¿Quién o quiénes pasaron el dato de este plan que solamente tuve en mi mente? Nadie. Pero Nadie, ya lo sabemos, puedes ser nada menos que el viajero inmortal, el héroe del poeta ciego que adivina, claro, adivina lo que vendrá porque su inteligencia no tiene parangón sobre la tierra. Hubo alguien, mejor dicho Nadie que profetizó, que dedujo mi estrategia. Alguien o Nadie, un Odiseo muy inteligente, ¿español, americano, provinciano, porteño? Sabía que Güemes llegaría al Perú y lo troncharon, a espada, a puñal, a fusil, lo cortaron de la faz de la tierra con la magna crueldad. Sabía o sabían, si fueron más de uno los conjurados, mi plan, lo imaginaron, lo dedujeron, como se deduce un teorema matemático y asestaron el golpe. Me quedé sin Güemes y no solamente el Ejército de Chile y el Perú, sino Simón Bolívar se quedó también sin él y su regimiento de hombres de hierro, de cruzados, como las huestes de caballeros del Cid Campeador. Sí. Bolívar y yo nos quedamos sin Güemes y toda la América del Sur, desde el Pacífico hasta el Magdalena, desde los Andes hasta el Amazonas perdimos al Guerrero. Debo ahora implementar otra estrategia. Ojalá Bolívar comprenda y nos preste ayuda. De Buenos Aires, nada, no hay que esperar nada porque nos volvió la espalda. Lima es muy distinta. Difícil pero no contradictoria, con una conciencia de la historia pocas veces vista en América. Estoy íntimamente convencido de que las bases para la Gran Patria Americana saldrán de acá. Si bien ya no existe la fuerza de veinte mil soldados que mandó el rey, la sierra inhóspita, los desacuerdos con Lord Cochrane, me indican como único camino unir el ejército de la Argentina, Chile y el Perú al de Simón Bolívar, que viene triunfante luego de Riobamba y Pichincha. Ha llegado el momento de pedir auxilio al ejército de Colombia en medio de una situación desventajosa porque el gobierno de Buenos Aires nos ha dejado sin apoyo.

Las noticias del Río de la Plata son aciagas. Se habla de levantamientos y luchas. Buenos Aires nos ha abandonado y se murmuran patrañas sobre mi moral; los porteños no vacilaban en acusarme de ladrón, traidor y militar ambicioso, alguien que solamente perseguía el propósito de hacerse coronar Rey del Perú. Los llanos de Córdoba y La Rioja, la pampa y el litoral del Paraná, son campos de batallas fratricidas, interminables, sin destino. Luto y llanto. Guerra civil. Ya la muerte de mi gran amigo Juan Antonio Álvarez Jonte, el de la letra perfecta y razonamientos precisos, debilitado por la tuberculosis que todo lo puede, había empañado gran parte de mi tiempo.

Los fantasmas que ve Monteagudo pueden volverse reales. Arenales también me anticipa graves problemas, lord Cochrane no ceja en sus empeños de difamarme ante O'Higgins y todo el país y el pueblo de Chile. Cochrane es un hombre ambicioso. Debe de haber sufrido mucho cuando lo degradaron y le confiscaron sus títulos de nobleza y sus riquezas. Él quería destruir definitivamente a Canterac, dueño de los castillos del Callao, pero yo ordené el sitio de Lima. Sin trigo, sin harina, sin alimentos para la población, los españoles debieron rendirse, mejor dicho La Serna debió partir al Cuzco y abandonar esta Ciudad de los Reyes. El Callao también se rindió. Pero Cochrane no claudica, con el pretexto de los motines a bordo, se apodera del dinero del ejército. Tendría que fusilarlo, pero es mi segundo, el vice-almirante de la escuadra argentina y chilena desde que partimos de Valparaíso, él, en la fragata “O'Higgins”, yo, en el navío “San Martín”. Es valiente Cochrane, no lo dudo, pero lleva adelante su empresa porque en sus planes entran el poder, el dinero y la gloria. Como Protector del Perú les regalé predios a O'Higgins y a Tomás Guido, también a Monteagudo, a Álvarez de Arenales, a Toribio Luzuriaga, al doctor Paroissien, al inglés Guillermo Miller. Cómo no premiar a esos hermanos en la lucha. Son muchos los que arriesgan su vida, Álvarez Condarco, Soler, Alvarado, Olavarría, Zapiola, Necochea, Mariano Escalada, Crámer, Blanco Escalada, O'Brien, Balcarce, Hilarión de la Quintana, el tío de Remedios, en Chacabuco y luego en Maipú, esa batalla sangrienta con miles muertos. Como Bailén. Los muertos de las batallas. Se cuentan por miles y miles. Así es la guerra. A los hermanos en la lucha hay que devolverles sus servicios. Y ahora toda Lima me censura por haber condecorado con la Orden del Sol a las mujeres que sirvieron a la causa de la emancipación. Entre ellas Rosa Campusano Cornejo y a Manuela Sáenz, la amiga de Bolívar desde que él entró en Quito. El clero, como siempre, me critica. Ya en Tucumán, Manuel Belgrano me había anticipado sobre la iglesia católica en América del Sud, él, que era un buen católico. Pero hay curas libertarios, los que apoyaron la libertad de los esclavos y el fin de la Inquisición. Me agobian los calumniadores, el genio del mal que durante los siglos bárbaros justificó tantos desmanes. Eso me indigna. No quiero más catacumbas en las iglesias porque atraen las fiebres malsanas como en la costa. A mí mismo esta humedad me causa reumatismo. Por fortuna el doctor Paroissien me tiene preparado el láudano.

(…)

Ahora que han matado a Güemes, que no contaré con su auxilio, ahora que lograron destruir mi plan, solamente queda la esperanza en el Ejército de Colombia –siguió pensando San Martín. El Perú no tiene hombres suficientes para seguir la lucha, cedimos más de medio millar a las filas venezolanas y colombianas. Es el momento de pedir retribución y apoyo.

Ya está decidido. Iré a Guayaquil a pedir refuerzos y si es necesario a ponerme bajo las órdenes de Bolívar. Hay que ahorrar vidas, es casi seguro que la guerra con los ejércitos unidos, termine antes de un año. Demasiado tiempo estuve en Mendoza aguardando las directivas del gobierno de Buenos Aires. Había que actuar. Sudamérica es muy extensa. Basta desplegar un mapa para saber a qué atenernos. Pobres compatriotas del Río de la Plata, no se dan cuenta de que pelean por un horizonte pequeño, levantando su espada contra el hermano, una lucha que no comparto ni compartiré jamás. Ahí están en una guerra fratricida, los que aclaman a la federación y los que se dicen unitarios. Federales, unitarios, rótulos de egoístas intereses que desembocarán sin duda en sangre y más sangre y venganza, como puede acontecer con la Revolución en toda América si no se organiza. Les escribí a los paisanos Artigas y López para que sean razonables, que busquen la unidad y depongan sus odios y rencillas personales, les dije que los maturrangos nos vencerán y no solamente los maturrangos, sino todos los europeos que miran esta tierra con codicia. Pobres paisanos míos, batallan sin cuartel por facciones irreconciliables porque obedecen a intereses particulares. Acá, en el Perú, en la Gran Colombia y el Alto Perú donde guerrea el ejército español, hay que echar mano de todas las estrategias bélicas, trazar las coordenadas, como en una geometría, para librar las batallas. A esta campaña la tuve en mi mente, antes, mucho antes de llegar a Buenos Aires en la hermandad de la Logia. Todo es matemático, como aprendí en el Regimiento de Murcia. Indagué la estrategia del ejército napoleónico, fui alumno de Ricardos y ejercité las mejores tácticas en Bailén, cuando vencimos a los franceses. Cierro los ojos y me acuerdo de Lord Wellington trazando los objetivos sobre un mapa, uniendo las líneas de ataque y defensa con reglas y compases. Siempre soñé con formar una escuadra. Ahí están anclados los transportes con los que zarpamos de Valparaíso con sus cargas de balas, fusiles, cartuchos, municiones, herramientas, granadas de obús, barriles de pólvora, cañones, caballos, imprenta para proclamas, charque y galletas. Me parece verlos a los coroneles y escribanos del Cuartel de Guerra y capitanes del Estado Mayor. Y las naves, las queridas naves, algunas de las cuales habían sido sustraídas a España en la guerra de corsos. El ejército partió en el navío “San Martín”, las fragatas “O’Higgins” y “Lautaro”, la corbeta “Independencia”, los bergantines “Araucano” y “Galvarino” y mi preferida, por ser liviana como el viento, la goleta “Moctezuma”. Dieciséis transportes y siete naves. Íbamos hacia la bahía de Paracas bordeando la costa árida y blanca del Pacífico, con sus rocas y sus espinillos. Fue apoteósica la partida desde Valparaíso. Yo contemplaba la flota que izaba sus velas hacia el norte.

(…)

Entré en Lima rendida, sin disparar una sola bala. El Marqués de Montemira me recibió en el Cabildo. El Virrey La Serna había ya partido hacia el Cuzco (…)

Tantos trabajos. Arenales había vencido en Pasco a pesar del soroche y el frío. Después de Pasco ganamos al Mariscal Andrés de Santa Cruz para nuestra causa. Pero el ejército se diezmaba por las fiebres tercianas en las costas del Perú y había que mantener el orden en Lima, la conmoción por la liberación de los esclavos, la pobreza, los robos a los que debí castigar con severidad, las venganzas, el desencuentro de familias, de tantos realistas que quedaron sin bienes, de hijos que se habían enfrentado a sus padres, de hermanos que habían militado en los bandos contrarios. Si el acuerdo de Punchauca hubiera resultado, la guerra en toda América habría terminado, porque el Perú era el virreinato más poderoso y rico de España.

Terminar la guerra cuanto antes, es lo que le pediré a Bolívar, tanta sangre derramada y tanta miseria sobre nuestros pueblos.

Ahí están las otras cartas de Bolívar. Dicen todas más o menos lo mismo. Anhela conocerme. Nuestro primer encuentro fracasó a principios de este año cuando abordé la “Moctezuma” para reunirme con él, pero a último momento llegó la noticia de que el Libertador enfrentaba graves complicaciones.

Pienso en el encuentro con Bolívar. El es sin duda un libertario, lo sé, como los Caballeros Racionales o los Hermanos de la Logia Lautaro, que creemos en La Razón y la Luz Universal, como el mismo Miranda. El se basa en los lemas sagrados de Liberté, Egalité, Fraternité. Le propondré mi plan directamente, sin rodeos. Necesito soldados. En el Alto y Bajo Perú, los realistas tienen veinte mil hombres, nosotros, con suerte, reuniríamos solamente nueve mil.

El Protector del Perú como pedí que me llamaran y no Dictador, ni Majestad, ni Virrey, será el huésped del Libertador durante unas horas. Tendré que abordar desde el Callao la “Macedonia” o la “Monctezuma” para navegar hacia Guayaquil. Alea jacta est.