-Hemograma completo-, escribió el médico mientras hablaba. 

La aguja de la jeringa de vidrio buscaba una vena adecuada, yo miraba hacia el otro lado. Café con leche y un par de medialunas en el bar de la esquina, un rápido confort.

Pero la mejor recompensa era llegar a la segunda hora y “perder“ una hora de química. Ese año, el cuarto de la secundaria, las monjas, en un afán modernista, habían agregado varias especialidades nuevas. La nuestra, la menos elegida, “Magisterio para Niños Diferenciados”, fue puesta en un improvisado salón.

El salón, de glorioso pasado, había sido el Gabinete de Ciencias Naturales y era vidriado como un invernadero. Experimentos no se hacían más. Quedaban, en estantes atentos y mudos observadores, animales embalsamados, todos del mismo color: gris, la pátina del tiempo o la desidia y el abandono habían hecho mella en esas pobres criaturas.

El salón era muy luminoso pero pequeño, tres filas de pupitres dobles apretujados. Teníamos 16 años y algunas compañeras habían pegado el estirón, propio de la adolescencia. Yo no.

Feliz, ya había pasado el mal trago y aún con el sabor de las medialunas en la boca, toqué el timbre de la escuela y fui sorteando ágilmente el ritual de entrada al colegio.

- ¡Buen día, Hermana Benedetto!

Hasta que casi me estrello contra la puerta también vidriada del salón. La Madre Superiora, muy delgada, con su hábito negro y tableado impecable, bloqueaba la entrada. De pie, empezó a hablar a mis compañeras. Presagiaba algo malo, amonestaciones y castigos volarían rápidamente.

Como un coro que arranca al unísono, mis compañeras rompieron en un llanto desesperado, una escena de ópera muda se desarrollaba ante mis ojos. Yo permanecía inmóvil del otro lado de la puerta, no escuchaba nada y no encontraba explicación para lo que estaba viendo.

Se retiró la Madre Superiora, pasó al lado mío casi sin mirarme. La conmoción era un terremoto sordo, que hacía temblar los paneles de vidrio.

¡Marta murió! ¿Cómo murió? Se suicidó Ana... se suicidó.

Nos subieron a un colectivo y nos bajaron en una casa humilde, en Godoy al fondo. Se abrió la puerta, y fuimos pasando de a una: ahí en el living, estaba el cajón.

Con un impulso que me iba a acompañar toda la vida fui a verla, de cerca. Su cara estaba verde e inflada, unas gasas en la nariz y una cinta en la boca: veneno para ratas.

***

Suena el teléfono, buscan a mi marido con ansiedad. Mi marido es médico. Jamás habla de su trabajo en la casa. Vuelve del Hospital Español (tarde) y hace una excepción. Con voz oscura y tono sombrío, casi susurra: "Tu odontólogo se tomó un frasco entero de veneno sistémico. Está fuera de peligro". Hace silencio, casi pensando en voz alta: "La habitación entera olía a veneno".

Trato de imaginarme una habitación de hospital oliendo a veneno. Me siento ridícula con mis anteojos de protección, guantes y barbijo fumigando las plantas del balcón. Veneno para plantas.

***

¿Cómo es suicidarse con veneno? ¿Con veneno para ratas? 

Una agonía lenta y dolorosa, hemorragia masiva.

Marta despierta a su padre, le dice que no puede ver, que está ciega. La lleva urgente al hospital Español.

¿Y la misa por Marta? ¿Cuándo se hace? Nadie me respondía. Todos me evitaban, desviaban sus miradas.

Se había quitado la vida, eso era pecado. No le correspondía misa. 

El colegio entero se convirtió en una escenografía, hueco todo, cartón pintado, utilería barata. Tantas palabras, las lecturas del Nuevo Testamento, tantos Salmos y Letanías, ¿adónde fueron, para qué…?

***

Victoria es una adolescente triste. En la foto, ella sostiene a mi bebé, el sol los ilumina, los dos sonríen. Veo sus hermosos dientes blancos.

Con Marta María crecieron juntos, sus madres eran hermanas y maestras del Normal N°1. Ellos más que primos parecían hermanos mellizos.

Marta María estudiaba Estadística e integraba Montoneros.

La dejaron de ver cuando pasó a la clandestinidad. Al año nació Victoria.

Suena el teléfono en la casa familiar, mi marido atiende.

—Busquen a Victoria, por Marta María ya no hay nada qué hacer - jadeando soltó el padre que no sobreviviría esa noche.

Marta María iba con Victoria en brazos, cuando la chuparon. Hacía tiempo llevaba una pastilla de cianuro en el bolsillo. No la tomó.

El diario Rosario/12 publica que a Lala la habían arrojado en uno de los vuelos de la muerte, a la Bahía de Samborombón. Instintivamente busco un mapa, la busco. Pastilla de cianuro.

***

La vida es una moneda canta Baglietto, escribió Abonizio, cara o cruz, vida o muerte… Qué ingenuidad la nuestra, pensar en optar por cara o cruz y que mágicamente se cumpla nuestro deseo. ¿Y ese instante eterno del giro suspendido?

El azar decide cuánto dura el giro, quizá la fortuna te sonría con el privilegio de lo inmediato.