Invierno…

Blanco por fuera

y por dentro, puro verdor

(Ladrónimo)

Los productos de la denominada “alta cultura” tienden a petrificarse. Su valor aurático - la aparición irrepetible de una lejanía, diría Benjamin- entre otros fenómenos, también se encuentra determinado por la academia. Es ella, y solo ella, la que los califica, puliéndolos de melladuras, pliegues o aristas filosas. 

Lo mismo acontece con la vida de sus autores. El “tribunal de lo en sí” deja caer sobre ellos su sombra, degradando a otro conocimiento que no sea el de la obra. Y es en este espacio, el del saber no acreditado, donde entran a tallar los grandes lectores, los apasionados bibliófilos.

Así, con este mismo rótulo, podríamos destacar a muchos obviamente, pero me quiero detener en la labor de Leonardo Sciascia, que en un apartado de sus numerosos artículos sobre la obra de Stendhal, realiza del autor de Rojo y Negro

Dice el siciliano: “Hacia 1850 se publica un opúsculo con una tirada de veinticinco ejemplares, anónimos y sin fecha, luego sabríamos que su escritor fue Próspero Merimée. En él yace una referencia cuanto menos sinuosa sobre el temperamento y los gustos del autor de La cartuja de Parma. Al parecer Henri Beyle (tal era el nombre de Stendhal) muy celoso de su mujer italiana la hacía seguir por una sirvienta. Ella le reveló que la susodicha lo engañaba, y para probarlo lo hizo esconderse en un cuartito desde donde, al mirar por la cerradura, él vio, a tres pies de distancia, el acto réprobo de la esposa infiel”.

Este hecho al parecer dejó secuelas incandescentes en la vida amatoria del francés, tanto que luego de lo ocurrido, señala Sciascia: “Ante el ridículo de la situación le provocó una inesperada y loca alegría, que con esfuerzo, para no alarmar a los culpables, logró contenerse de largar una risotada, para sí luego, encontrar otro desahogo”. 

Con el tiempo, agregó el italiano, el escritor supo cambiar la comicidad, el bufo, de un cornudo doliente, por la de uno que es consciente y disfruta de lo ocurrido.

 

Pero volviendo al acto de lectura, sin presumir de una teoría al respecto, muchas veces el placer que ésta genera, se asimila al del mirón que, a través de un agujero, observa por el solo goce de hacerlo. Un episodio vergonzante de onanismo si uno no tiene la generosidad de compartirlo, o diríamos mejor, socializarlo y a la vez capitalizarlo, tal como lo hizo Stendhal.