Apenas un par de meses antes de la soñada gira que tenía planificada junto a Alanis Morissette y Garbage este agosto, y apenas unos días antes de confirmar que finalmente no irá de gira a ningún lado, Liz Phair contesta preocupada la llamada que viene desde Buenos Aires. En una sesión de zoom que atiende desde su casa en la soleada y pandémica ciudad de Los Ángeles, la cantante que arrasó la escena grunge de la década del noventa con su rock efervescente y confesional dice que se siente una adolescente de nuevo. Le parece muy raro habitar el mundo con estas reglas y preocupaciones que apenas entiende, y asegura que la única manera en la que se sentiría segura tocando en un escenario de nuevo sería instalando ventiladores a cada costado de su cuerpo, que le revuelvan el pelo como en un videoclip pero que también alejen el virus que podría llegarle desde cualquier flanco. “Es una tristeza terrible todo esto porque esta gira era perfecta. Realmente me gustaría pasar toda mi mediana edad girando por el mundo, lo más al sur del planeta que he ido es Belice ¿Por qué no me invitás también a Argentina?”, se alegra Liz, que acaba de cumplir 54 años.

Por estos días, ya se sabe que Liz Phair ha cancelado su participación en esa mega gira de verano –por razones no reveladas y no necesariamente vinculadas a su miedo al covid–, y que la reemplazará Cat Power, acaso una gira igualmente soñada. De cualquier manera, este concierto pospuesto era el primero que Liz Phair iba a dar en mucho tiempo: una gira titánica que reunía a algunas de las grandes compositoras de los años 90. Alanis Morrissette, de hecho, preparó esta gira como festejo por los 25 años de su histórico disco Jagged Little Pill, el mega éxito que la catapultó al mundo. Pero para Liz, el festejo es bien diferente: después de once años de silencio, acaba de lanzar un poderoso disco nuevo que terminó de grabar en plena pandemia con el mismo nervio y el mismo productor con el que trabajó en su primer disco, el que puso su nombre en la escena de los 90. Ahora, el flamante Soberish es el nuevo trabajo que este 2021 ha devuelto a Liz Phair, en gloria y majestad, a los rankings de las revistas especializadas, las reseñas con cinco estrellas y la veneración de la misma prensa que la elevó en los 90 y la destruyó en los 2000. “Y bueno, ahora me aman de nuevo ¿no? supongo que la lección aquí es que lo único que importa es la permanencia en el tiempo”, se ríe Liz.

En los años 90, Liz Phair irrumpió en la escena como una chica dorada de la era grunge. Su primer disco Exile in Guyville, que se traduce algo así como “Exiliada en la ciudad de los chongos” y que editó Matador Records –ese cielo donde van todos los indies del mundo– fue número puesto en todas las listas de la crítica de la época, pero también un éxito comercial. Sin duda, la idea era genial: un ambicioso disco debut de dieciocho canciones donde la jovencísima Liz Phair –que era una estudiante de arte de los suburbios de Chicago y que se había hecho conocida por los cassettes que grababa en su habitación bajo el pseudónimo Girly-Sound– intentaba responder track por track, con sus propias canciones, al clásico de 1972, Exile on Main St, de los Rolling Stones. La joven Liz usaba esa conversación imaginaria como dispositivo para hablar sobre su propia vida y sus deseos desenfadados, sobre la escena canónica del rock y, por supuesto, sobre la supremacía masculina en una industria donde ella se sentía oprimida y outsider. Pero también, reconoce la autora, esa era su pequeña conversación privada y sensible con La Meca del rock. Por eso, cuando los Stones cantaban sobre una vida extravagante y voluptuosa, ella respondía simplemente: bueno, yo estoy aquí tranca en mi departamento.

¿Y qué dijeron los Stones sobre ese disco hecho a imagen y semejanza del suyo, pero también, absolutamente todo lo contrario?. “¡Qué iban a decir!”, exclama Liz siempre que se lo preguntan: “¡Son los Stones!” Pero también recuerda que conoció a Mick Jagger, ya entrada su adultez, muchos años después de ese primer disco. "Le dijeron a Mick: esta es la chica que hizo Guyville. Y Mick me miró como diciendo: ‘Sí, está bien, voy a dejar pasar esta vez que te hiciste un nombre con nuestro nombre, pero no creas que no lo sé’. Estaba muy claro que ellos viven en alguna dimensión en la que las personitas diminutas como yo no existen y, a lo que él respectaba, me iba a perdonar porque era encantador usar su nombre para promover el mío. No estaba enojado. ¡Es Mick!”.

La verdad es que en su intento descontracturado por charlar con un disco ya existente, e incluso clásico, Liz terminó creando una cosa totalmente original. El mix de ingredientes que le trajo a la música fue un éxito para la época: su frescura, su desvergüenza, sus canciones con enfado, con sol y con una sexualidad liberada, le ofrecían al grunge un costado mucho más confesional y abiertamente autorreferencial, una voz autoral poderosa, que venía a devorarlo todo. Además, en la tapa del disco, Liz aparecía de frente a la cámara en situación de grito primal, sentada dentro de una clásica cabina de fotos de shopping, con la camisa abierta y mostrando un pezón, acaso un tipo de escándalo extemporáneo, que ni siquiera hoy las redes sociales han logrado bajar de la categoría de agravio.

Lo mejor es que, aunque Liz Phair hizo todo esto con rabia, con el tedio comprensible de ser una mujer que se abre paso en la industria musical, o de ser simplemente una mujer viviendo en el mundo, también lo hizo con desenfado, con sentido del humor y con un descreimiento refrescante e inspirador. Es el mismo sentido del humor con el que hoy es capaz de imaginar un refugio anti-covid con dos ventiladores en un escenario, el mismo buen humor con el que hace poco tuvo que reescribir su libro de memorias después de haber tirado su computadora al inodoro por accidente, y el mismo buen humor con el que ha continuado con su carrera después de que, a principio de los dos mil, los listillos de la revista Pitchfork la calificaran con un histórico y radiante 0.0 y la industria entera pareciera haberse empecinado contra ella. “Bueno, yo creo que el humor es una forma hermosa para entregar malas noticias. Es la forma en la que podemos absorber cosas que no podemos cambiar y que nos asustan o nos duelen. No podés evitar todo el dolor. Si evitás todo el dolor, evitás toda la vida, entonces ¿Cómo enfrentamos la vida? Para mi el buen sentido del humor siempre ha sido, supongo, la protección que necesitamos”, confiesa Liz.

Polaroid durante la grabación de

Con ese ímpetu –inteligente, descontracturado y voraz– este año Liz Phair lanzó Soberish, que significa algo así como “casi sobria”, ó, “más o menos sobria”, ó “un poquito sobria”, y que resulta un soundtrack perfecto para estos días que parecen ser, al fin, el último coletazo de una larguísima resaca. El asunto fue así: Liz Phair tenía una carrera como música para televisión, un libro sobre su vida publicado en un par de idiomas, su único hijo se acababa de ir a la universidad, y ella tenía hambre por volver a componer un disco personal. Además, cuenta, la marihuana se había despenalizado hace poco en Los Angeles, así que había cambiado el alcohol diario, por el porro diario y todo su flash respectivo. Así nació “Un poquito sobria”. Un disco que, según ella, trata sobre los límites y las posibilidades de las cosas, de la vida, de las sustancias, del amor: ¿Cuánta es la cantidad exacta y soportable de alcohol? ¿De drogas? ¿De soledad? ¿De apego?. “Estoy muy contenta con el disco, aunque volví loco a Brad. Lo estaba escribiendo antes de la pandemia pero terminamos de grabarlo después de que empezaron a abrir las ciudades. Escribimos tres canciones nuevas de forma remota y cambiamos las que ya teníamos porque yo quería asegurarme de que si posponíamos el lanzamiento un año entero, el disco todavía tendría actualidad, el sabor de un momento”, cuenta Liz.

Esta vez, Liz Phair volvió a trabajar con el productor de su primer disco, Brad Wood, que en ese entonces, como ella, era un jovencísimo músico, que en el futuro produjo discos para gente como Placebo, Smashing Pumpkins y las Bangles. Con Wood, Liz unió fuerzas para retomar el asunto justo donde lo habían dejado en los años 90. Quería recuperar algo de esa emoción juvenil, de esa frescura intuitiva que la hizo famosa, pero también, quería descubrir algo nuevo sobre sí misma y las posibilidades de su propia música, ahora, 25 años después de ese gran éxito y también de sus posteriores fracasos. “Creo que la tónica era: no desechemos nuestra historia, no desechemos el sonido que creamos en álbumes pasados y, de hecho, usemos esos sonidos: los micrófonos, las guitarras, los efectos, recordemos esa batería loca que inventamos ese día, tomemos ciertos elementos clave pero también desafiémonos realmente a hacer algo que no suene a otras cosas que hayamos hecho juntos, hagamos algo que nos sorprenda”, se entusiasma Liz.

Por estos días, eso es justamente lo que repite la prensa musical sobre su nuevo disco: que esta es la mejor versión de la Liz Phair que conocieron en los años 90, pero es también otra cosa, algo diferente. “Mi experiencia con el primer disco fue ir a un estudio por primera vez y aprender ahí mismo cómo se hacía para grabar, así que fue un momento completamente nuevo en mi vida, y esa excitación, esa emoción de crear era algo con lo que definitivamente quería reconectar. Así que bueno, el desafío era usar esos mismos ladrillos de construcción del pasado, pero encontrar ahí algo nuevo”, explica Liz.

El resultado fue nuevamente un éxito. Soberish es un disco con madurez y con frescura juvenil que dialoga, ya no con los Stones, sino con su propia obra, donde Liz se permite canciones conectadas con su imaginario más reconocible, pero también extravagancias. Por ejemplo, está “Hey Lou” una canción sobre Lou Reed escrita en una supuesta mirada subjetiva de Laurie Anderson (¡le hizo un video donde ambos son marionetas!) en la que le dice cosas dulces y otras cosas como: “Nadie sabe qué pensar cuando te comportás como un idiota/tirando los tragos y hablando mal de Warhol”. También hay canciones confesionales como la que lleva el título del disco: “Quiero estar sobria pero el bar se ve tan atractivo”, o “Spanish Doors”, que salió con video, donde Liz reclama que, aunque es una mujer divertidísima, en su vida no todo es para la risa y, tal como explicó a la salida del single: “Me identifico con esos momentos donde te encierras en el baño mientras los demás lo están pasando bien y vos sentís que tu vida se está deshaciendo a pedazos”.

Para terminar los años 90, además de Exile in Guyville, Liz lanzó dos hermosos discos que fueron recibidos con toda amabilidad por la prensa musical. La debacle vino cuando Capitol Records –la todopoderosa transnacional propiedad de Universal, nido de hitos musicales– olió el contundente éxito de Liz y Liz quiso explorar los caminos del pop. Cuando la cantante lanzó su cuarto disco, un disco que llevaba su propio nombre y que tuvo de productores –en algunos temas– al team a cargo de Britney Spears y Avril Lavigne, la prensa consideró que Liz “se había vendido” y retiró su beneplácito de una forma bastante extravagante. “Trato de mantener siempre una actitud saludable, pero igualmente no te mentiré: no es divertido leer a mucha gente diciéndote traidora, vendida e ínutil”, confiesa Liz.

Parece increíble –porque ya nadie, ni siquiera la prensa musical, parece leer lo que dice la prensa musical– pero en los años 90 y el principio de los 00 los periodistas tuvieron su momento particular de gloria y veneno en sus columnas de crítica. Así como elevaban a algunas bandas como una exageradísima espuma efervescente en el champagne, se empecinaban con otras con una malicia que les quedaba adherida como un tumor. De Slowdive, por ejemplo, una banda contemporánea, se llegó a decir: “Los odio más que a Hitler”. Y con Liz, como castigo por su movimiento imprevisible hacia el pop, la prensa aplicó, no sólo un despliegue de creatividad asombroso, sino una misoginia desatada: ¡La mandaron a casa a vestirse! (estaba en sus 30), le dijeron que con su disco había “cometido una forma vergonzosa de suicidio”, y también estuvo el episodio, en el que el crítico Matt LeMay, para avivar el fuego, la calificó con nota 0.0 en Pitchfork, aunque años después, escribió una columna pidiendo perdón (que ella aceptó aunque aclara que nunca deseó). “Obviamente este es un momento muy distinto a cuando yo empecé a tocar, y no estoy segura de que la gente hoy me creyera si dijera lo difícil y violento que era. Suena como si estuviera lloriqueando pero bueno, era así y yo en la música, incluso cuando tuve éxito, no tenía ningún sentimiento de pertenencia. Estaba, o tratando de llevarle la contra a alguien o intentando congraciarme con alguien para recibir ayuda. Y también estaba metida en toda esta negociación absurda, esta forma torcida de vincularse, entre intentar halagar los egos de los hombres e intentar no ser acosada por ellos”, se impacienta Liz, y agrega: “Creo que lo que me parece más genial de esta época es justo esto que estamos haciendo aquí, sabés, vos y yo: vos preguntándome, yo hablando de algo, conversar sobre cosas interesantes. Parece poco, pero no siempre fue así de natural”.

Entre ese exabrupto, que duró varios años, y este último y exitoso disco, pasaron casi dos décadas. Y en medio, Liz lanzó dos discos más, igual de vapuleados, y eventualmente ignorados. Pero también le pasaron cosas muy buenas: se reeditó Exile in Guyville y –con la inclusión de las canciones de sus antiguos cassettes con el nombre Girly-Sound como extras– el disco se convirtió nuevamente en un éxito que alcanzó a las nuevas generaciones. Se hizo íntima de nuevas y jovencísimas guitarristas del indie como Soccer Mommy y Snail Mail, con las que toca e intercambia anecdotarios seguido. Se consagró como una prolífica música para series de televisión, cine y publicidad, crió un hijo sola y escribió su libro de memorias, Horror Stories, editado al español por Editorial Contra como Historias de terror, donde lo cuenta todo, con gracia y con veneno. El libro confirmó su talento como narradora de historias y la mantuvo vigente, no solo porque en él habla de las miserias de la industria musical, sino de las propias, con la honestidad abrasiva que la caracteriza. “El horror no es necesariamente esa gran criatura macabra que nos acecha en la oscuridad. Este libro gira alrededor de las pequeñas indignidades que todos sufrimos a diario”, dijo Liz a la salida de su libro.

Por ahora, Liz Phair está contenta con su nuevo y exitoso lanzamiento, aunque no se sabe cuándo se dejará ver en vivo, si acaso el mundo se lo permita este año, o quizás sus ventiladores anti-covid. Ella, todavía está esperando sigilosa las represalias que está segura podrían llegar de la prensa, pero que no llegan, y además, dice, ahora es una mujer diferente. “Creo que más que entrando, estoy saliendo de un momento en mi vida, lo que es bueno, porque era un momento difícil. Estaba llegando a un punto donde cualquier comentario que recibas, especialmente si sos una mujer de más de 50 que está terminando su periodo reproductivo, todavía es algo así como: ¡gracias! ¡siguiente! Parece mentira, pero algo de eso continua siendo real en el mundo y me gusta la idea de darle pelea haciendo lo que hago e intentar asegurarme de que cuando vos tengas mi edad no sientas que te tenés que cortar el pelo o dejar de usar la ropa que te gusta. Recuerdo haber estado en la universidad y decir que a los 50 yo iba a usar lo que quisiera en mi cuerpo arrugado y flácido. Y bueno aquí estoy”, se ríe Liz. Aunque su consigna parece un poco injusta para el resto: ella es muy hermosa, como una aparición.