¿Qué vecino/a sensible llamó por teléfono a la comisaría para denunciar al sabio japonés por supuestos olores nauseabundos que emanaban del interior de su casa? ¿Quién se preocupó por la vida de Teresa América Carmelina? ¿Quién imaginó que pasaban cosas extrañas detrás de las paredes? La denuncia policial la recepcionó el comisario José Martin. Una vecina, maestra de clases particulares que vivía a metros de la casa de Miyamoto y Teresa, tenía por costumbre llegarse todos los mediodías hasta la casa, golpear la puerta y esperar a ser atendida. Cuando eso ocurría efectivamente, la vecina amiga le ofrecía a la señora un ejemplar del diario de la ciudad para su lectura hogareña. La escena se repitió durante meses hasta que la maestra amiga se inquietó cuando era Miyamoto el que recepcionaba el diario de gentileza. Un día, ella se animó a preguntarle por su esposa.

 —Está enferma —respondía, lacónico, Miyamoto. 

—Oh, mándele saludos de parte mía —alcanzó a decir la vecina antes de que el japonés cerrara la puerta de ingreso sin despedirse. 

«Está mejor», repetía cuando era interrogado por la mujer del diario. La vecina puso en duda la versión de Katsusaburo y como parte de la cultura chusma barrial acudió al vecino de la casa de al lado de Miyamoto para narrarle sus sospechas: “A la señora hace tiempo que no se la ve andar por el barrio y desde el interior de la casa salen olores, algo está pasando…”. 

El hombre, arrastrado por el comentario de la maestra, decide un día abandonar el trabajo de pintura de las paredes de su patio y mira desde la altura que le permitía sostenerse en la escalera al japonés de los bonsái. Cuando Miyamoto lo detectó, le arrojó al fisgón una de sus macetas por la cabeza. Tras esquivar con un movimiento certero un golpe que podría haber sido grave, el vecino de la casa de al lado se dirigió a la comisaría cercana a radicar la denuncia contra el macetero, su lanzador y exponer otras habladurías. 

Tras su declaración policial, insistió ante el suboficial sumariante que en esa casa de calle Riobamba pasaban cosas extrañas. A doña Teresa —puso como ejemplo— hace mucho tiempo que no se la ve en el barrio. Algo pasa en esa casa, agente, insiste el hombre atacado por un objeto contundente una mañana de 1959. 

 El comisario Martin y sus hombres llegan hasta la casa de Miyamoto. Uno de ellos golpea con fuerza la puerta de ingreso. “¡Abran!”, grita el policía.

—¿Dónde está su mujer? —quiere saber el policía. 

Miyamoto abre y los invita a pasar al interior de su propiedad. El comisario entra a un pequeño cuarto envuelto en una penumbra. 

 —¿Quién es? —pregunta. 

—Teresa América Carmelina, mi mujer —responde el japonés. 

Martin y sus ayudantes se quedan literalmente petrificados ante la escena que observan en silencio. Cruzan miradas pero ninguno arriesga a balbucear una frase. ¿Qué ve en rigor el comisario del barrio? Una mujer en una pequeña cama cubierta por una sábana clara, solo con su cabeza descubierta y paños húmedos alrededor de su cuerpo. 

Los ojos bien abiertos es lo primero que sorprende al comisario cuando se acerca a la momia, porque lo que él ve allí es una momia en una habitación de una calle de un barrio de Rosario, no es un cuerpo muerto, aunque el oficial que lo acompaña en el allanamiento le susurra al oído: “Parece que estuviera viva, ¿no?”.

Miyamoto solo pide que lo dejen trabajar en paz y respeten su ciencia. La respuesta son los fogonazos de los fotógrafos rabiosos que han entrado a la casa, avisados por la policía, ante la desesperación del doctor. 

—Por favor, no saquen fotos. Mi obra está incompleta—. 

Los fotógrafos no lo escuchan. Disparan. Saborean las nuevas tomas registradas del cuerpo inerte. Los periodistas de las secciones policiales de los diarios y de las agencias internacionales de noticias escriben en tono sensacionalista. Describen al “monstruo” que habita Rosario; la noticia se expande en todo el mundo, bien lejos de la verdad: 

JAPONES DEMENTE ROBA CUERPO DE SU ESPOSA PARA LLEVARLO A SU CASA.

 JAPONES TIENE CADAVER DE SU MUJER EN CASA. 

UN HOMBRE ROBA EL CADAVER DE SU MUJER DE UN HOSPITAL A FIN DE CONSERVARLO EN SU CASA. 

El comisario le advierte que ha cometido una falta: no sepultar el cadáver en el cementerio municipal. Ha violado una ordenanza, señor. ¿Entiende lo que le digo? Por lo pronto, vamos a esperar a que venga el forense a examinar el cadáver de su esposa y luego procederemos. 

El médico Ernesto Bottiroli le explica al comisario que por lo que vio, sin dudas, más allá de cierta reserva de la técnica que empleó el doctor Miyamoto, su proceso es diferente de todos los métodos usuales de embalsamiento. Un detalle de importancia fundamental es la absoluta conservación de las vísceras, algo que puede afirmar porque practicó un completo examen del cadáver, sin encontrar el mínimo indicio de que éstas pudieran haber sido extraídas. La tersura de porcelana de la piel, la desaparición gradual de las manchas de la piel, de antes y después de la muerte, y el brillo casi vital de los ojos hablan de la perfección del método en forma por demás elocuente.

—Creo que estamos en presencia de un estudioso cuyos conocimientos y aplicación de los mismos pueden ser de real provecho en una gran serie de aspectos, especialmente en lo que a la descomposición de la materia orgánica se refiere, espero con verdadera ansiedad la finalización del trabajo porque estoy seguro de que presenciaremos una obra estupenda. Mi conclusión, comisario, es que hay que dejarlo en paz al doctor. 

Pero Martin no toma en cuenta las observaciones. Con la anuencia judicial de turno, logra que Miyamoto quede detenido bajo la figura de arresto domiciliario y dispone la presencia de una custodia policial en la puerta de la casa para evitar “la fuga del japonés loco”. El padrino Oliva recibe un llamado de Miyamoto. Su voz expresa preocupación y tristeza. Un juez debe decidir su destino y el de su obra. Oliva lo tranquiliza y le promete que apelará a sus contactos. Habla con el General Ruival. 

 —Nuestro amigo Miyamoto me pidió que lo llamara por teléfono. El siempre recuerda una frase suya: “Cualquier problema que tenga me avisa”. 

—¡Cómo le va amigo Oliva! ¿Qué pasó con nuestro querido sabio? 

—Está en problemas. 

—¿Cómo? —Un comisario logró que le abrieran un prontuario por no sepultar el cadáver de su mujer y no puede salir de su casa. 

—Yo me encargo, esto lo soluciono ya, avísele al doctor Miyamoto que se quede tranquilo. 

—Gracias, General. 

“Suspendan ya su detención”, exclama por teléfono el General a las autoridades de Rosario. A las pocas horas, la guardia policial respira aliviada cuando le ordenan que deje de custodiar la casa del científico. El General también se encarga de que la Justicia declare su absolución inmediata y extienda un documento donde conste que estaba autorizado a tener a su mujer, el cuerpo eterno, en la casa, todo el tiempo que quisiera. 

Luis Rapini es otro de los amigos que se acerca hasta la casa de Miyamoto, espantado por las noticias que circulan. Nunca vio a dos personas que se amaran tanto. Conoció a Teresa en vida y poca diferencia le nota ahora: “Este hombre es un genio, escondido en la modestia de esta casa, pasando las más diversas privaciones, sin tener quien lo ayude. Me quedaré con él hasta que complete su obra, no permitiré que la interrumpan. Centenas de personas han venido a buscarlo. Son curiosos que quieren ver el cadáver; son médicos de varias partes de la Argentina y del exterior que quieren explotar su hormona auxesina, un ejército de intrusos que tengo que alejar con las más diversas disculpas”. 

También llega por segunda vez a la casa de calle Riobamba el periodista De Moraes, aterrado por los cables informativos internacionales sobre su amigo Miyamoto y las versiones de que había muerto. Esta vez Miyamoto lo recibió llorando pero rápidamente lo llevó hasta la habitación donde estaba el cuerpo de su mujer. Ella estaba con los ojos abiertos, como se lo había prometido la primera vez que se vieron. “No tenían ellos esa oscura pátina de la muerte y parecían mirarnos fijamente. Su color había cambiado totalmente. Tenía casi la tonalidad de la piel viva”, dice la nota publicada en junio de 1959.

El médico japonés Katsusaburo Miyamoto embalsamó a su mujer rosarina y la transformó en la momia argentina del siglo XX . Su extraordinaria vida acaba de ser publicada por Homo Sapiens Ediciones y UNR Editora. El libro de Horacio Vargas ya está en venta en librerías del país.