No es novedad que la lengua muta según variables que van desde las modas hasta las presiones del poder político, económico o mediático. La lengua es (era) un territorio de certezas. Es donde uno se siente como en casa. Por algo se habla de lengua madre. Como diría Thomas Mann, “la lengua es en sí misma una crítica de la vida: la nombra, la toca, la designa y la juzga, en la medida en que le otorga vida”.

Ahora, como casi todo, esto está en revisión. Tanto que ya ni los viejos insultos dan garantías. Antes, si en el barrio te decían puto, uno tenía respuestas inmediatas en la punta de la lengua. O sabía contratacar a la altura del ataque. Ahora hay que pesar cada palabra, buscarle matices, consultar a alguien que sepa más que uno.

Veamos, por ejemplo, el uso de la palabra yegua, que pasó de ser un incómodo piropo a un insulto que la gente resignificó al fin como un elogio mayor cuando se trata de la vicepresidenta. O el concepto “persona gestante”, que apareció de repente hasta instalarse en los comunicados oficiales.

Todos estos cambios, y otros, se dieron en poco tiempo, a veces en cuestión de días. ¿Por qué? Porque es la era de la hipercomunicación y las cosas se saben y se replican al instante. Por eso ya no es tan sencillo comprender si estos cambios son permanentes, o al menos duraderos, o simples modas.

Y si antes el desafío era leer entrelíneas, ahora es leer entre las líneas de las entrelíneas. La vida en clave, sea para hablar o para escuchar. Y no hay que olvidar los chistes y los memes. Hoy decir “me intoxiqué”, por ejemplo, puede ser visto tanto como “me enfermé” o “me enamoré de la persona equivocada”.

Pero, contrariamente a lo que se dice, yo creo que ante modificaciones en el habla casi nunca estamos en presencia de hechos exclusivamente culturales. Muchos, la mayoría, de estos cambios deben ser vistos como hechos políticos. Decir take away no es moda sino colonialismo. Y usar el inclusivo es perseguir un sentido de pertenencia a las ideas progresistas. Y así.

De paso. Llamar tóxica o tóxico a una pareja que pasó del sueño a la pesadilla será ingenioso pero es duro. Claro que el que es insultado puede usarlo a su vez con la persona que lo usa contra él. Empate. La lengua sirve además para ganar discusiones, lo que no significa justicia. La justicia es otra cosa.

¿Qué estará primero, el huevo o la gallina, el cambio o la palabra que lo designa? Por definición tendríamos que decir que el cambio está primero, aunque con esta modernidad líquida que nos inunda, es probable que algunas palabras resignificantes se inventen antes de que exista la necesidad, como una forma de instalar una cosa en la lengua ante la imposibilidad de hacerlo en los actos, en la justicia real.

Cambiarles el nombre a las cosas parece una forma de justicia, pero en realidad no lo es tanto. Muchos fantasean con que aquí se termina el problema. Pero, la mayoría de las veces el problema sigue siendo “el problema”, aunque haya cambiado de nombre. Es algo semejante a cuando los problemas humanos se transforman en estadísticas y se deja de visualizar al que lo sufre, al que paga los platos rotos.

Es que, a falta de cambios estructurales, a veces nos conformamos con cambios en la forma de hablar. Una forma más cosmética que real.

Mi modesta opinión (que nadie me pidió) es que no hay que caer tan rápido en estos cambios, de la misma manera que no hay que negarse tan rápido a su uso. Ambas posiciones son obtusas. Así como también creo que hay que mirar afuera de nuestro círculo social para ver qué piensa la gente que vive con otras urgencias, necesidades, realidades. Nos sorprendería saber cuánta gente ni tiene idea de las encrucijadas en las que nosotros nos enfrentamos cada día.

Decíamos que muchos cambios obedecen a hechos políticos. Es que la apropiación de una palabra o término siempre proviene de personas o grupos que están en poder de hacerlo. Por mucho que uno use un neologismo, tiene pocas chances de que transforme en algo masivo. A menos, claro, que le convenga a un diario o un gobierno o a un colectivo con poder.

Eso sí, debo decir que mi frase “¡empardame ésta!” ya amenaza volverse universal y contradice mi teoría, aunque sólo el tiempo podrá determinar el verdadero valor de este chascarrillo. Si llegara a suceder que esta broma resiste, entonces se la apropiarán, la combatirán, la volverán eslogan o la cancelarán. Así funciona, para bien o para mal.

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