Los Juegos Olímpicos son mucho más que una competencia deportiva. Detrás de los récords mundiales que se quiebran, las sorpresas y las grandes decepciones, la tabla de medallas y de los recordados ganadores (o “perdedores”) en cada disciplina, hay un evento artístico-televisivo que hipnotiza como ningún otro. La destreza atlética de esos cuerpos que descubren músculos insospechados para el ciudadano común, tomados en detalle y en múltiples ángulos por cámaras de última tecnología, se presenta a los ojos de los televidentes como portadores de una belleza inconmensurable. El último mes reafirmó una certeza: no hay evento deportivo más bello estéticamente que los Juegos Olímpicos.

Blindados de los multicoloridos carteles de sponsors y publicidades que suelen invadir a este tipo de eventos vistos por millones de personas en todo el mundo, los Juegos Olímpicos concentraron la atención de entendedores apasionados de distintas disciplinas pero también de ignorantes a conciencia de deportes que en ninguna otra situación hubieran elegido detenerse a ver en su afiebrado zapping televisivo. La única explicación posible a ese súbito interés por disciplinas de las que se desconocen sus reglas más básicas no es otra que la fascinación visual que produce la belleza de las imágenes en movimiento que transmite la pantalla. Hipnotizan a cualquiera.

Despojados de las invasivas -y muchas veces contradictorias- publicidades, los Juegos Olímpicos cuentan para ese extraño hechizo televisivo con la tecnología como aliada fundamental. La transmisión en Ultra HD y el uso de las cámaras slow motion encuentran en los distintos deportes tomas y planos que permiten disfrutar de cada disciplina, pero también maravillarse ante imágenes que como pinceladas trascienden lo deportivo para asumir dimensiones artísticas. La belleza de los cuerpos en acción.

El rostro brillante y concentrado de un nadador al emerger del agua, la armonía en sus dos dimensiones físicas del nado sincronizado, o el plano cenital que persigue a las gimnastas que bailan al son de un aro o una pelota que revolean con asombroso sentido rítmico, se presentan como obras de arte ante los ojos impávidos y la mente abducida de televidentes comiendo pizza o tomando mate en sus hogares. ¿O acaso no resulta atrapante la belleza que surge de la destreza atlética de ese cuerpo encorvado que hace un movimiento imposible y coordinado para superar la vara a 2 metros de altura del piso? ¿O nadie se quedó hipnotizado por la precisión y justeza de los saltos ornamentales en pileta que amenazan toda ley de la física, con esa indescriptible implosión de aire y agua que producen los clavadistas al sumergirse?

La superioridad estética y visual de los Juegos Olímpicos por sobre cualquier otro evento deportivo es innegable. Cuenta, además, con una dimensión que favoreció su disfrute: la nula lógica de tablón que expresaron los periodistas que no durmieron durante todo el mes en la TV Pública (gran trabajo de Gustavo Kuffner y equipo) o en TyC Sports (con Gonzalo Bonadeo acaparándolo todo). A contramano de la cultura del “solo sirve ganar”, la cobertura estuvo despojada del espíritu tribunero que desde hoy lunes –lamentablemente- volverá a copar la pantalla de los canales deportivos. Esa distancia racional, prudente, respetuosa, que no por eso careció de dosis justas de pasión (con José Montesano y Hugo Conte a la cabeza de las transmisiones de voley), creó las condiciones propicias para que los televidentes pudieran disfrutar del encantamiento de imágenes a las que la insaciable y destinada al “fracaso” búsqueda de la victoria muchas veces impide gozar.

Ojalá que ese espíritu contracultural que asume el periodismo argentino un mes cada cuatro años se extienda en el tiempo y hacia otras competiciones. Tal vez así podremos entender que el deporte televisado puede ser algo mucho más bello y saludable que gritar desaforadamente en un estudio de TV que de lo único que se trata es de ganar o morir.