Hola Fe, recién llego de vuelta a casa y ya te extraño. Te escribo para contártelo, mientras batallo con este sacacorchos que se empeña en no cumplir con lo que su nombre anuncia. Me doy cuenta de que es la primera vez en treinta años que necesito abrir yo el vino. Es una tarea enrevesada. ¡Ah!, ahora que te escribo aprovecho para contarte también que se murieron los peces. Los cuatro. Volví del aeropuerto repitiendo son solo cinco por día, son solo cinco por día, como remarcaste. Hasta el taxista me miraba mal por el espejo retrovisor. El recitar la dosis no resultó. Entre el corcho atascado, la casa vacía, el vodka sin hielo — ¿sabés que el freezer sigue sin congelar? — y la indecisión entre preparar de cena una ensalada o una sopa de sobrecito —¿hay que hervir el agua o sirve con el agua del calefón? — me olvidé de los cinco benditos gránulos — ¿o eran tres? — . En el apuro les tiré el paquete entero, porque tenía miedo a que los pobres sufrieran hambre. Y explotaron como bombitas de carnaval contra un muro. Incluso las aletas del pececito anaranjado quedaron pegadas al cristal como dibujos chinos (será difícil limpiarlas). Por lo menos murieron comiendo, contentos, no como yo, que te extraño. Es difícil llegar a la casa desolada, verte en cada detalle y sentir solo tu hueco. No quiero ni siquiera pensar en el momento de irme a la cama. Nunca dormí sola, tengo miedo de desvelarme y justo esta noche ni el gato podrá tirarse en la almohada. ¡Uh, cómo cuidaste a los peces del gato! Y murieron igual, no por el gato, sino por la comida… Ahora que lo pienso, ese debe de ser el sentido de aquello de que el pez por la boca muere… Igual, Fe, podés estar muy orgulloso de tu preferido, porque fue justamente el azul el que más soportó tras el atracón. Comía y comía y no reventaba, ni siquiera cuando le tiré miguitas de pan y las lombrices que les das solamente los fines de semana, aunque hoy sea martes. Fue el último estallido. Un espectáculo azulado, Fe. Es que pensé en que tal vez te extrañen menos si están satisfechos… ¡El azul se comió todo! Perdón, digo el azul como si no supiera que es el único al que le pusiste el nombre de mi piedra preferida, Zafiro. No es un reproche, al contrario, quizás algún día me regales un anillo con zafiros engarzados, o al menos con alguno no muy chiquitito. La verdad es que tus peces son unos desagradecidos. Bueno, eran. Con el cariño y el tiempo que les dedicabas ni se inmutaron por tu ausencia. ¡Si antes de decirme hola, aunque yo estuviera esperándote recién llegada de la peluquería y en enagua, le ponías la música a los peces y los saludabas antes! ¿Te acordás cómo le dabas charla? Como si ellos hubieran podido responder algo que no fueran burbujas… Siempre sentí que les hablabas más a ellos que a mí. Aun así, esta noche al abrir la puerta de casa y ver mientras pisoteaba el felpudo a cada uno en su pecera circular, yendo y viniendo con las aletas caudales desplegadas como abanicos, me parecieron tan solos, tan movedizos, tan ignorantes de tu ausencia. No es que haya olvidado eso de que los peces beta no deben mezclarse, no, si lo repetiste cien veces desde que los trajiste a casa en aquellas bolsas inmundas; es que quise que se sintieran acompañados, sin este vacío que me abraza a mí. Entonces, los metí juntos en el acuario del más grande y fue hermoso ver los colores mezclarse unos contra otros, la euforia, el baile (¿la huida?) de los dos doraditos. Logré abrir el vino por fin, Fe, y me senté a contemplarlos, formaban un mini ballet acuático hasta que se volvieron partículas en el agua. Parecían papel picado, flotaban hasta perderse en la arena del fondo. Qué cruel la vida de los peces, tan expuestos a las miradas de los otros. Mientras los observaba tomando el vino — al final abrí ese que te trajo tu viejo del tour por las bodegas, ese que guardabas para alguna ocasión especial — me sentí yo misma tan vulnerable a ser espiada. No por los peces, claro, ni por el gato, precisamente. No sé, por alguien que no veo, como en las películas de terror. Menos mal que el teléfono fijo no funciona porque si llegase a sonar ahora que estoy solita en esta casa… ¡Uf!, me doy cuenta de que te dije recién llegué y ya te extraño, pero entre los peces, el vodka sin hielo, el vino y todo lo demás veo que amanece y no hice la ensalada ni la sopa. Hace doce horas que te escribo; debés estar cerca de Lisboa. Me voy a dormir porque me tomé todas las pastillas para los miedos y el insomnio. Como los peces, las engullí juntas, por las dudas de olvidarme mañana o pasado mañana, o hasta que vuelvas. Me vence el sueño, Felipe, seguro que me duermo pronto, pero por las dudas llené la bañera con espuma para sentirme como una diva y me voy a llevar otro vino, ahora que sé descorcharlos. No te voy a mandar este mail: no porque sea largo sino para que disfrutes del viaje y de Portugal sin pensar en tus peces (y porque ni siquiera sé la contraseña del wifi). Y me duermo. Yo, que tenía miedo de que el tiempo sin vos fuera una eternidad…

Tuya, Ana

 

PD: Por si me olvido de decirte cuando llegues: el gato también explotó y está en el freezer del galpón del fondo. Ese anda re bien.