El abuso sexual infantil permanece en el terreno de lo inefable: es eso que todos saben pero nadie puede decir. “La voz de Chango resonó con imperiosa y dulce obscenidad: ‘Muñeca, mira, mira’. Volviste a mirar. Un aliento de animal se filtró por la puerta (…). Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso. Como tú y Chango a través de esa puerta, Píramo y Tisbe se hablaban amorosamente a través de un muro”, revela la narradora de “El pecado mortal”, de Silvina Ocampo, el primero de los textos que se analizará en “Narrar lo imperdonable”, un taller de lectura de ocho cuentos sobre abuso sexual infantil, a cargo de la escritora y traductora Virginia Feinmann. El taller, que comenzará el jueves 2 de septiembre y se extenderá durante nueve encuentros, forma parte de la programación cultural de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).

En “Narrar lo imperdonable” se reflexionará también sobre los cuentos “Un hombre en la casa”, de Bernardo Kordon; “La chica de al lado”, de Anna Kazumi Stahl; “El marido de mi madrastra”, de Aurora Venturini; “Andado”, de Lucia Berlin; “El regalo de despedida”, de Claire Keegan; “Los nombres”, de Alejandra Kamiya y “Resfriado”, de Etgar Keret. Hace veinte años, cuando Virginia Feinmann leyó el cuento de Ocampo sintió que le hablaba a ella. “Yo también sufrí abuso en la infancia y en ese cuento vi cosas muy sutiles que no había pensado: que el abuso no es un ataque directo sino una seducción, que el pedófilo te corteja, te hace sentir especial, elegida, destinada, que no huís, que tenés una inocencia al punto de sentirte enamorada sin saber lo que significa, que el adulto actúa cuando creó esa escena en tu cabeza y con mucha impunidad, como Chango en el cuento, que se pasea con la flor de plumerillo de la nena en su solapa; sabe que ella no va a decir nada”, plantea la autora de Toda clase de cosas posibles y Personas que quizás conozcas.

Esa voz obsesiva de Silvina Ocampo hablándole a la niña que fue: ojalá pudiera estar ahí con vos, salvarte, decirte que no fue tu culpa, que hay vida después. Ese sentirse novia en vez de nena de primera comunión me mató. Creo que inconscientemente fui coleccionando cada cuento sobre el tema. Y cuando pude escribir, también escribí sobre abuso”, cuenta la escritora a Página/12.

-¿Cómo trabajaste el recorte y selección del universo narrativo hasta llegar a los ocho cuentos?

-Tenía muchos más, hay mucha ficción sobre el tema y eso es lo llamativo. Que sigue siendo tabú. Cuesta llamarlo por su nombre. Les profesionales lo llaman ASI, yo –si es que hablo con alguien– digo “lo que me pasó de chica”, pero la literatura pugna, insiste, pareciera que lucha por prestarnos palabras y como siempre, muestra lo latente. Elegí estos porque son, en principio, cuentos excelentes. No se quedan en la anécdota sino que podés dar un taller literario: la paleta, el registro, la voz narrativa, los detalles y las herramientas del escritor de ficción. Son estilos muy distintos y cada uno es genial. Y después por la variedad de entornos: suburbio rico estadounidense, pueblo del interior en la Argentina, granja en Irlanda, consultorio médico en Israel, fundo de terrateniente en Chile; en todas partes se cuecen habas.

-Son ocho cuentos de seis escritoras y dos escritores. ¿Las escritoras se atreven más a narrar lo imperdonable? ¿Están más preparadas para intentar poner palabras ahí donde hubo silencios, complicidades, sometimientos y diversas violencias?

-No lo había pensado, pero por esta estadística que marcás, seguro que sí. De hecho los cuentos que dejé afuera también son en su mayoría de mujeres. Y las víctimas, incluso en cuentos de autores varones, son todas nenas, salvo en Keret. Yo no sé si el abuso es más común en niñas que en niños, porque las infancias están igualmente indefensas. Pero sí es muy posible que los varones no encuentren palabras todavía, que sea parte del machismo que padecen: no llorar, no decir que abusaron de vos, si abusó una mujer ¡cómo no te gustó!, si abusó un varón, no lo digas porque sos puto. Fijate que sólo se tematiza cuando los abusadores fueron curas. Me gustaría mucho que en este taller se anotaran varones. 

  -Una cuestión interesante para pensar podría ser qué pasa con el entorno: si avala, sabe, es indiferente o intenta evitar el abuso. ¿Qué pasa con las familias en los cuentos que elegiste?

-Lo común es el desamparo inicial de las víctimas. Me impresiona el título de Venturini “El marido de mi madrastra”, ahí no hay papá ni mamá, la responsabilidad o el cuidado, ya desde lo nominal, están hipermediados, cada vez más diluidos. Las madres de Berlin y Kazumi son alcohólicas, la de Keret está muerta, la de Kamiya “siempre preocupada por algo que pasa en algún otro lugar”, la de Keegan es activa en la decisión de que la hija vaya al dormitorio del padre. Los padres piensan que el abusador es el tipo más piola del mundo o lo confrontan aunque sea su propio hijo; hay variedad. Los entornos siempre saben, chismorrean: una lengua de víbora se ríe porque los señores de la casa dejan a la niña al cuidado de un hombre. Condenan levemente en Kazumi: “su padre servía champagne para los vecinos a fin de año, pero ahora lo recuerdo: nadie iba”. O intentan ayudar de algún modo; en Keret es genial el recurso por el que el médico parece preguntar: ¿está seguro de que lo que tiene su hijo es un resfrío?

-¿De qué modo se explicitan sentimientos como la vergüenza y la culpa en los cuentos?

-Berlin mete un narrador extemporáneo (ella muchos años después) que hace comentarios burlones sobre su inocencia y sobre la perversidad del señor. Ocampo juega con un yo atormentado que no para de hablar consigo misma, porque no pudo hablar con nadie más: “no huiste, no te defendiste, comulgaste en pecado mortal”. A veces la vergüenza es de la madre, que consintió el abuso de su hija, como la mujer del arriero en Kordon, con tal de que hubiera “Un hombre en la casa”. En los demás cuentos no encuentro vergüenza y culpa; hay una gama muy grande de sentimientos implicados en el abuso, hay sobreadaptación, por ejemplo, la hija canchera que se siente una diosa y después no entiende ni qué pasó. Keegan tiene un momento sublime. Ya de grandes, el hermano dice que lamenta no haber podido impedir que ella tuviera que acostarse con el padre. “Era la primera vez que alguien mencionaba eso. Dicho, suena terrible”. Es terrible. Y la literatura ayuda a que sea dicho.

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