Si me permiten, señoras y señores, dedicar todavía dos palabras en este contexto a otro libro mío, al último, La montaña mágica, me facilitarán ustedes desarrollar unas cuantas ideas que deben poner punto final a mi pequeña conversación. El héroe, si se puede decir así, de esta terriblemente extensa historia de un hechizado por la montaña, Hans Castorp pues, es un simple joven, y es caracterizado una y otra vez expresamente así. Pero, con toda su simplicidad, tiene algo detrás de las cejas, y quisiera decir que lo que tiene detrás de las cejas es su carácter hanseático –porque, para variar, y a modo de pretexto, es de Hamburgo–, su carácter hanseático, digo, que ya no se manifiesta, a la manera de su tatarabuelo, en la piratería de alta mar, sino de otra manera, más tranquila y espiritual: en un gusto por la aventura espiritual e intelectual que este joven sencillo lleva hasta lo cósmico y lo metafísico, y que en verdad le convierte en el héroe de una historia que, de forma extravagante, irónica y casi paródica, trata de renovar la vieja novela de formación alemana al estilo de Wilhem Meister, ese producto de nuestra gran época burguesa. 

Con La montaña mágica no me ha sucedido otra cosa que con la primera novela, con Los Buddenbrock. Como entonces, su concepción fue modesta. Lo que yo planeaba era una historia grotesca en la que la fascinación por la muerte, que había sido el motivo de la novelita veneciana, se elevara a lo cómico: algo, pues, como un contrapunto satírico a La muerte en Venecia. Y ocurrió lo que ya había ocurrido: el libro me creció entre las manos, alcanzó dos volúmenes, como aquél; estuvo por así decirlo en hibernación durante la guerra, volvió a fluir, se mostró absorbente como una esponja, fraguó como un cristal con todas las vivencias de su época y se ha convertido de hecho en la contrafigura literaria de Los Buddenbrock, en una repetición de ese libro a otro nivel vital, que el autor tiene en común con su nación. Pero, ¿hasta qué punto contrafigura y repetición? En la medida en que también este libro, esta historia grotesca y en parte malvada, reprochable, en la que un joven espíritu se inclina peligrosamente hacia abismos espirituales y morales, es un libro burgués, una expresión de una forma de vida burguesa o, dicho de manera simbólica: lübeckiana. No porque tenga por protagonista a un joven hanseático... eso es algo que está fuera o por encima de toda narración, y lo mencionaba tan sólo de pasada. No, pero, ¿qué idea es la que surge en el sueño helado de este “enfermo de la vida”, este joven aventurero enfrentado a lo pedagógicamente extremo y que va a parar a lo mortalmente extremo, y que tan feliz abraza con el espíritu porque le parece la idea de la vida misma y de la humanidad? Es la idea del centro. Pero ésta es una idea alemana. Ésta es la idea alemana, porque, ¿acaso no es la esencia alemana el centro, lo intermedio y mediador, y el alemán el hombre intermedio por excelencia? Sí, quien dice germanidad, dice centro; pero quien dice centro dice burguesía, y dice con eso, queremos asentarlo y afirmarlo, algo exactamente igual de inmortal que cuando decía germanidad.

Fragmentos de “Lübeck como forma de vida espiritual”, discurso pronunciado en Lübeck el 5 de junio de 1926, en el Stadttheather de Lübeck, con ocasión del séptimo centenario de la Ciudad Libre y Hanseática.