Los profesores de canto, casi como si cumplieran en avisar, suelen explicar esto a los estudiantes recién llegados: la voz es un instrumento psicofísico. “El cuerpo es re importante pero la cabeza está ahí también”, dice María Ezquiaga, que es las tres cosas, cantante, docente y alumna. Ella siente que su voz sale de la mente. Años antes de convertirla en una de las esenciales del indie porteño post 2000 con Rosal, María creía que “evidentemente no”, no tenía personalidad de cantante: “Las cantantes eran muy extrovertidas y yo era tímida”. Estudiaba guitarra en la Escuela de Música Popular de Avellaneda, habían empezado los 90 y su música preferida del momento estaba pasada de moda. Weather Report, Pat Metheny, el jazz fusión que para los rockeros era el arquetipo de lo sin onda: “A mí me encanta”. Otros gustos –clásicos desde Javier Solís a Vinicius y Toquinho a los Beatles– fueron más apropiables a la hora de crear sus propias canciones, algo que para ella, hasta ahora que está estrenando su primera etapa solista con el disco Interacción, es una forma de aprender música. “Todavía me faltan miles y miles de elementos”, dice.

Conoció la guitarra de niña un verano en la playa, lejos de la familia. Y el primer empujón para subir al escenario del colegio se lo dio un profesor de física músico. Pero mirando atrás en el árbol, María y hermano del medio Marcelo retomaron el oficio de los tíos bisabuelos –un bandoneonista y un profesor de música– y concretaron la pasión musical que las bisabuelas no pudieron (una pianista y otra escritora, amiga de Virgilio y Homero Expósito). Sangre con mezcla indígena, árabe, italiana, vasca; en cuanto al apellido Ezquiaga, ya circulaba en Buenos Aires en la época de la Revolución de Mayo. Las generaciones del medio se dedicaron a las profesiones con título y la movilidad social. Lectura, música, salidas a recitales y museos: su casa era un estímulo constante al autocultivo (la tercera hermana es periodista de arte). Cuando quiso cumplir con el mandato de la carrera universitaria, María se anotó en Letras. Solía escribir ensayos sobre “lo que pensaba de la vida”, que le daba a leer a su tía directora de escuela. “No fui ni dos minutos”, dice. En cambio en la EMPA sintió que había llegado a su lugar.

Porque timidez no equivale a debilidad de carácter, la guía una intuición amiga que la hace dar cuenta de lo que sí y lo que no para ella, que le da claridad sobre sus necesidades y le hizo entender pronto que se fluye en contexto y que al contexto se lo puede ir moldeando: “De chica pensaba que yo no era una gran cantante y lo que me iba a hacer tener algo en particular para dar era lo que armara alrededor mío, lo que escribiera, lo que pudiera armar de melodías, los músicos, el contexto que me acompaña para que esté bueno lo que yo haga”. Su primera banda fue de jazz, con chicas y un baterista: “Y me di cuenta de que no iba a ser una cantante de jazz”. La segunda fue con su amiga del colegio estudiante de arte, una de “rock medio blues sin mucha estética”, con unos chicos que conoció en la calle: “Antes era re común eso, ahora no sé”.

La banda se llamó María de Nadie. También, con la amiga artista, iban a vender tartas en los recreos y a cantar en el bar de la Prilidiano Pueyrredón. Un modelo vivo de la escuela se acercó a ver y terminaron cantando juntos: Sergio Pángaro, de la revelación under San Martín Vampire, iba a armar Baccarat, su orquesta-show de vieja música moderna que llegó a tocar todos los fines de semana y a firmar con Sony. María participó en el primer disco, lanzado en 1999. Paralelamente hacía un dúo con su compañera corista del grupo. “No me daba el resto mental para ver a dónde ir con lo mío”, dice. En esa búsqueda, pensando que para hacer algo propio tenía que saber despegarse de la estética de Baccarat, había decidido hacer música electrónica. Pero un día el departamento de Balvanera donde había empezado a armar las bases se prendió fuego. “Era joven y no tenía tantas cosas pero se quemó todo, los instrumentos, la computadora, así que la electrónica fue y empecé a componer con una guitarra. Fue un poco liberador. Me di cuenta de que yo no tenía que hacer música electrónica; yo tenía que ser la mejor versión de mí misma, tenía que estar en la mía y la mía era más la guitarra. Tocar y armar canciones. Empecé otra vez”.

EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Rosal, una banda por la que pasaron muchos músicos pero que ética/estéticamente adoptó la forma de trío, en su núcleo es el lugar donde está María Ezquiaga. La primera formación empezó a funcionar en el 2000, grabó el primer disco durante 2001 y se desarmó estallada la crisis por necesidades económicas. Eran Julieta Ulanovsky en bajo –se conocieron por un disco homenaje a Virus– y Sebastián Ostolaza en batería –amigo de la EMPA–, que poco después emigró a España y dejó el lugar vacío, pero antes inspiró la canción más famosa de Rosal: una chica le había dicho lo de “tu mamá debe ser pastelera”. Entre el video donde rockeros más y menos famosos cantan con mímica, y que años más tarde fue jingle de golosina en televisión, el bolero pop “Bombón”, con percusión de maracas y melodía de cuna, se blanqueó demasiado como joda que quedó, pero es una canción hermosa que funciona sola y redonda en Educación sentimental (2003), el debut de la portada blanca con las siluetas ilustradas de los tres escolares de secundario años ’50, con ese arranque austero y elevado de guitarras híper melancólicas, “Paseo” –en el video en blanco y negro tipo película muda, María ayuda a arreglarse a una lonely Celeste Cid–: “Algún lugar en mí lo está diciendo, despertaré mañana con amor, estoy tan cerca como siempre lejos”. O “Educación sentimental”, un rock semi lento con estribillo hitero sobre el desamor y la inspiración sucediendo en sincronía: “Sensualidad es lo que yo quiero, sensualidad no es hablar”.

Dosificados, sin abrumar las voces y guitarras, suenan piano, teclado, bandoneón –mezclado con versos de “Michelle”–, generando un ambiente atemporal, tierno y psicodélico. “El destino está en mí”, repetía María en un final de seis minutos. El disco salió financiado por una fan; más adelante se reeditó por Pop Art, su sello todavía. Pero ella nunca sintió presión ni invitación sutil a ajustar y empaquetar lo necesario para ser una banda más grande: “Le rehúyo bastante a esas cosas, no sé si las engancho muy bien; los amigos que veo que tienen esa situación me da un poco de miedo. Una cosa que me gusta mucho que me pasa es gente que me dice de tomar clases de canto conmigo porque les gusta Rosal, y siento que es gente re copada, gente que podría ser una amiga mía, que no tiene fanatismo. Eso me encanta. Pensar: mirá qué copado lo que está haciendo ella. Tampoco me gusta mucho ver música en estadios. Me gusta ver a los músicos cerca”, dice.

Con Ezequiel Kronenberg y Martín Caamaño hicieron sinergia durante largos años; le dieron al grupo una personalidad dúctil, en movimiento constante pero calmo; hicieron un cancionero perdurable con una coherencia lírica que genera vínculo: hojas secas, agua, música, calles, noche, los elementos se repiten a lo largo de la historia de Rosal y también algunas ideas fuerza e intención positiva: seguir la dirección del corazón, buscar la verdadera piel, perder el miedo. “No soy tan positiva pero cuando conecto con la música, con escribir y con hacer, lo hago desde un lugar muy vital”, dice María. “Al principio es como una maraña de cosas que vas corriendo hasta conectarte con eso más vivo, eso que crece todo el tiempo. Lo que se ve de lo positivo es ese cope de hacer. No es que yo sea re positiva, pero cuando toco me pongo contenta”.

Como trío o con la formación completa de cada disco –en Rosal (2005) y Su majestad (2006) el baterista es Fernando Samalea–, Rosal transitó entera la escena informal de volumen bajo post Cromañón –“Ahí fui encontrando el contexto para mi voz, porque yo no canto muy fuerte”, dice en el libro Brilla la luz para ellas de Romina Zanellato– y su gradual profesionalización hasta casi la pandemia. Siempre con un compromiso y concentración especial en las guitarras, Rosal profundizó y se expandió desde esas tenues canciones mañaneras con silbidos y fondo rústico jazzero, hasta las exuberantes piezas electrónicas –y también jazzeras– de La casa de la noche (2009) y Un fuerte en el corazón (2013). “Siempre es un aprendizaje, es volver a dar un paso más en esto, como que cada vez te vas acercando más a la música”, dice María.

ANDAR EL CAMINO

Algo pasó llegando 2010, el frenesí compositivo –juntarse todos los días a escribir con la fotógrafa y poeta Guadalupe Gaona: “Mi plan era ese”– se apaciguó como es lógico cuando se llega a cierto nivel de confianza en el oficio. Si por un lado llegaba con Rosal a telonear a Coldplay, por otro María ya empezaba a hilar hacia adentro, a abrirse a la docencia y por ende volver a estudiar: empezó una búsqueda de los sonidos más que de las canciones. Se sumó al proyecto Varias Artistas de Lucas Martí, grabó discos intimistas con Darío Jalfin y Sebastián Schon –Entre los dos (2015), Luz azul (2017)– y la banda sonora de Lxs mentirosxs (2018), con geniales covers lo-fi de clásicos nacionales –“De nada sirve”, “Como el viento voy a ver”, “Amor de primavera”–. Rosal se despidió con dos EP cortos, Te agradezco el amor (2018) y Para decirme lo que siento (2019): las canciones más radiales de su historia, y las más frías y abstractas. “Todos intuíamos que la banda estaba terminando”, dice María. “No quita que vuelva a hacer otra o a tocar con Rosal. Para mí es la felicidad tocar con una banda. Pero en este momento necesitaba volver a concentrar algo para después volver a salir al exterior. Hacerme más fuerte y atravesar este proceso de hacer algo sola que me daba mucho miedo”.

Retomó las clases de guitarra con el académico especializado en tango Javier Cohen, a su vez con ganas de practicar folklore –toca bombo legüero y bajo– y enganchada con audio perceptiva que rendía un alumno. En un ambiente del estilo, mientras repasaba el modo lidio, volvió la necesidad de componer: “Me quería apropiar de la escala lidia y empecé a probar y probar y probar hasta que salió una canción”. Se llama “Dónde estás” y habla de una melodía que busca su rumbo y no lo encuentra “porque el río se quebró”. Es la diáfana apertura de Interacción, el álbum que acaba de publicar, con material nuevo o que venía rondando y un rescate de la época de La casa de la noche, “Algo salió bien” escrita con Guadalupe Gaona, el único tema pop. El título tiene que ver con la sensación de dejar Rosal y aventurarse en un camino que genera nuevas interacciones: “Tener que elegir dónde me siento mejor y también ir preguntandome con quién estoy interactuando”. Y cómo ese proceso al final arma un recorrido de vida: “Tengo la sensación más que nunca de que fuera de la interacción no hay nada”, dice.

Antes de la pandemia ya se había empezado a juntar a ensayar con el guitarrista de jazz Leo Fernández (Carlos Michelin, Lucio Mantel, Genetics). Cuando en noviembre pasado reabrieron los estudios, fueron y se sentaron enfrentados con dos equipos de guitarra cada uno. Su palabra para describir el disco –que mezcló y masterizó Ezequiel Kronenberg– es profundidad. Dice no escuchar sus canciones en repeat –“las toco muchísimo antes de grabarlas”– pero del otro lado es más que nunca el modo de apreciar los mejores momentos, la belleza sugestiva, las letras que esta vez son como pinceladas: “Andar el camino puede acercar mi cuerpo, mis manos a una verdad. Esa es la mía, y única, la mía”, en la spinetteanaDaré algo”. O solamente, en un tema todo instrumental, “mi corazón no es más que viento”. Algo que surgió y ni ella entendió por qué lo estaba diciendo. “Muestra un poco eso de que ahora para mí es más importante el sonido que la canción”, dice.

Ese momento volátil plasmado en música, lo que se dice para siempre, es una paradoja y a la vez la magia cotidiana de María Ezquiaga. 

Interacción se presenta el jueves 26 en Thelonius Club 

María Ezquiaga presenta Interacción el jueves 26 de agosto, a las 19.30, en Thelonious Club, Nicaragua 5549. Las entradas se consiguen a través de Tickethoy