No creo que nadie, más o menos leído, ignore la famosa frase de Bartleby, ese personaje enigmático y perturbador imaginado por Henri Melville en el cuento que lleva ese mismo nombre: “Preferiría no hacerlo” responde Bartleby a toda invitación a hacer algo. Hay muchas interpretaciones de lo que ese gesto puede querer significar, casi todas coinciden en que hay algo de psicótico, no en la frase sino en el personaje que se encierra en esa inquietante negatividad: todas esa lecturas excluyen lo previsible en la vida corriente, que es un haragán, que no quiere que lo molesten, que aspira a vivir a costa de los demás. Yo pienso lo mismo, es trivial calificar al personaje como si fuera una persona que está junto a nosotros y cuyo comportamiento nos molesta; me provoca, más bien, esa frase que vibra y me perturba; creo, como primera aproximación, que implica, expresada irrefutablemente, casi con cortesía, una actitud radical de rechazo, eso es lo que ha inquietado desde hace casi un siglo y sigue inquietando.

Se dice rechazo, como lo estoy haciendo, y de inmediato surge el hecho de hay diversas formas de rechazar –la de Bartleby no es la única– y por los más variados motivos: enumerarlos sería una tarea tan infinita como vana pues forma parte tanto de las relaciones individuales como de la vida misma de la sociedad. Se diría que rechazo, y su contrario, la aceptación, establecen un ritmo, otros lo llamarían “dialéctica”, propio de la vida humana, la opción por uno u otro permiten leer y aun interpretar hacia dónde se dirigen individuos y sociedades, rechazos intentados y exitosos o fracasados, aceptaciones que se imponen, por convencimiento o conveniencia. 

Se podría decir que siempre hay más de uno que del otro; supongo que el predominio responde a múltiples motivos, muchos de ellos inexplicables; el hecho es que cada uno tiene consecuencias no sólo psicológicas sino comunicacionales. Ni qué decirlo en el plano de la vida cotidiana: son frecuentes los rechazos por razones viscerales, eso ocurre por ejemplo con las comidas: se comprende que se rechace lo podrido pero no tanto que se rechacen otros alimentos; esos rechazos dan en algunos casos lugar a manifestaciones de arrogancia, yo no como pasto, proclaman todavía muchos argentinos y, en dirección contraria, yo no como nada animal. Esto es bien sabido y no ofrece mayor interés; más, por ejemplo, lo produce el rechazo que en el campo del arte y la literatura ha dado origen a las vanguardias aunque desde siempre revueltas y artistas disconformes fueron cambiando el curso de la historia; incluso lo que se entiende como “revolución” tiene como fundamento un rechazo, a lo establecido e impuesto obviamente. Lo interesante es que a partir de ese gesto elemental de distanciamiento brota la crítica que es como el puente entre la actitud de rechazo y su justificación y que no está, ni debería estar, en un campo o en otro; la crítica, conviene decirlo, no es rechazo ni es aceptación ni es avenimiento entre ambos sino un discurso superior, pensamiento crítico, que intenta comprender a uno y a otro y a lo que cada uno produce.

Hay sin duda una ética del rechazo, cuando no una manía: tiene un sesgo libidinal en los maniáticos, aquellos que rechazan sin pensar, incontenible y destructor, como es el caso del constante Bertleby: hay gente, sin sentirse maniática, que rechaza antes aun de considerar si lo que se le presenta es rechazable, lo vemos en las discusiones políticas, tanto las públicas como las privadas, pero en quienes rechazan después de considerar lo que está frente a su ojos, porque lo han pensado, la ética se hace presente, intenta ser rigurosa y fundar su rechazo.

Demás está decir que hay suficientes motivos, en todos los órdenes, para rechazar lo que sea. Y eso, cuando irrumpe de pronto, crea una molestia, que puede ser muy grande, como cuando un tal Jesús rechazó las normas de la sinagoga o un tal Lenin la sacrosanta presencia de la monarquía. O, para bajar un poco a tierra, cuando el macrismo “in toto” rechazó todo lo que se había construido en los años precedentes, los mejores que yo haya conocido en este país.

El tema de la aceptación es más complejo precisamente porque parece más simple: se vive en la aceptación desde que se nace y luego, en los siguientes pasos, aceptar es inherente a la vida en sociedad; la escuela, por empezar, genera aceptación, de conocimientos, no lo dudo, pero también de reglas y normas y, en el más amplio campo de lo social, la mismísima Constitución que rige en casi todos los países la impone y marca sus alcances, es como la garantía de la convivencia pero de ahí a aceptar “todo” hay una gran distancia, incluso la Constitución lo prevé cuando estipula el derecho a la revolución, o sea al rechazo.

Pero no es a eso a lo que voy sino a lo que se acepta, cómo se lo acepta y cuáles son las mecánicas o los vehículos más corrientes de la aceptación. Preguntas cuya respuesta constituiría un tratado análogo a la realidad misma, pues el aceptar es abrumador, vivimos en la aceptación, sin ella no comprenderíamos casi nada, salvo, desde luego, lo que comprendemos para rechazar, de modo que sólo podemos considerar algunos aspectos y a grandes rasgos. Por ejemplo, elementalmente, para aceptar, además de lo que está naturalizado y no nos ofrece problemas, o sea el universo de las normas útiles y de las conveniencias indispensables, actúan dos mecanismos, o bien estamos convencidos de que debemos hacerlo o bien nos lo imponen. 

El convencimiento puede provenir de un aprendizaje, que provee de un saber que se instala en el lenguaje y en la conciencia, o de un razonamiento siguiendo el cual se produce una evidencia que no se puede rechazar, puede ser duradero o transitorio pero tiene consistencia, por ejemplo una revelación de orden religioso o una verdad lógicamente irrefutable que conduce a un bien común; y, en otra vertiente puede provenir de un cálculo que asegura una ventaja o conveniencia, frecuente en las situaciones burocráticas o políticas, para qué mencionarlo, cualquiera lo advierte, lo básico de una posición, en ambos casos, es permanecer o “progresar” de modo que aceptar es lo más natural y espontáneo, lo contrario sería o es visto como delirante. 

Pero también proviene de un elemento externo, algo o alguien que quiere convencer a otros de que deben aceptar ya sea por violencia, las dictaduras son especialistas en tal objetivo –el toque de queda, que se acepta porque no queda otro remedio es el colmo de esa posibilidad, la prisión y la tortura–, o por presión psicológica –el autoritarismo de ciertos regímenes políticos, con amenazas variadas–; ya por necesidad, puesto que no se dispone de medios o de luces para resolver una situación; es el caso, notorio, de lo que receta el médico o recomienda el abogado; ya por seducción, que es quizás el gesto más amplio y corriente y cuyos matices son innumerables: una cosa es el/la enamorado/a que quiere ser aceptado/a, otra el profesor que intenta que se acepte lo que enseña, otra el sacerdote que persigue que se acepte la fe o la moral que preconiza, otra el candidato que promete vastos paraísos para que al aceptarlo se lo vote, otra, por fin, el presidente o quien sea que busca convencer a quienes lo escuchan de que deben aceptar su gestión, su estrategia o la virtud de sus propósitos.

Es claro que se puede rechazar en cada una de estas instancias: el resistente, el enfermo o el enjuiciado, el/la indiferente, el estudiante, el descreído, el votante, lo cual confirma no sólo la universalidad de ambos mecanismos sino el ritmo que se establece entre ambos. Detenerse en esta posibilidad sería objeto de otro tratado, quizás la materia de una historia social que llegara hasta nuestros días. Atractiva pero imposible. 

Más posibilidades, porque tiene que ver con una actualidad de la que brotan estas líneas de análisis, es considerar ciertos procedimientos, más allá de los que mencionamos antes –la violencia, la necesidad o la seducción–, tendientes a lograr que grandes masas acepten. Uno, muy naturalizado, es la propaganda: exaltar las virtudes de un producto para conseguir que se lo adquiera satura la comunicación y constituye un modelo aplicable, y aplicado, cada vez más, en política; se diría que más apelan a ello cuanto menos tienen para mostrar efectivamente, de ahí el papel que desempeñan determinados voceros de un gobierno que propagandizan lo que creen que son logros, ayudados por medios de información cómplices, expertos en ese arte. 

Estoy aludiendo obviamente a una actualidad, la Argentina de 2017, respecto de la cual estas consideraciones intentan ayudar a comprender la dirección que está tomando el país entero. La propaganda, que sustenta el discurso con el que se intenta que se acepte, propone acciones de gobierno que agreden al sentido común y que son presentadas con el mismo fervor con que se promueven detergentes milagrosos o matamosquitos mágicos y, como lo hace la propaganda abunda en reiteraciones, repeticiones, creación de enemigos, gruesas mentiras, razonamientos falaces, arrogancias, impavidez, cinismo, mentiras, en síntesis asumen la palabra del gobierno empleando una argumentación, por llamar así a ese discurso, de doble vertiente, por un lado afirman –el gobierno anterior fue catastrófico y ellos lo están arreglando aunque lo empeoran– y por el otro eluden toda mención a asuntos de fondo, favores que les hicieron y hacen a los “ricos” y, va de suyo, los que se hacen a “sí mismos” puesto que nadie hace esos favores sin pactar alguna recompensa.  

Rechazar, entonces, no es manía ni costumbre sino, como es en estos tiempos y en este país, necesidad. Es posible que se comprenda.