Kwai Chang Caine visita la peluquería desde los cinco o seis años. Cuando le abro la puerta habla bajito para vender curitas, toallitas de esas amarillas que usamos como trapo rejilla, pilas, biromes. El sobrenombre devino de haberlo observado bajo todas las condiciones del clima, parado afuera, con su cabeza mirando al suelo. Apenas abrimos la puerta, luego de haber esperado a lo mejor una hora, Kwai Chang Caine se activa de su letargo de lagartos y expone ensayos tipo perorata con el discurso suave (o más apagado) del clásico vendedor callejero sobre dos paquetes de pilas, más uno de pañuelos en una oferta única.

Me gustaba asociar a los héroes de mi infancia cuando veía a Kwai Chang Caine parado en su espera. Era Carradine sentado en el desierto, rodeado de dunas, tomando un té a lo mejor con un amigo como Cráneo cuyo otro amigo era nada menos que Corto Maltés. Si José u Horacio, mis compañeros de trabajo, abrían la puerta él buscaba sacárselos de encima para hablar conmigo. Sus expresiones abundaban en gesticulaciones tanto sonoras de su voz fina y aguda, acomodada con algunos cortes de sonidos secos, como motrices: movía los hombros y manos dirigiendo la disertación. Su inclinación del cuerpo al estilo oriental para escoltar sus palabras fue determinante para el sobrenombre. Su frase clásica se iniciaba con el “usted sabe que hoy…”. Otras veces usaba la de situaciones directas: “mire, hoy vamos a acomodar la pieza en donde vivo con mis hermanos y necesitamos” (tal cosa). Las anécdotas de los viajes a Villa Gobernador Gálvez eran la hipérbole de las peripecias en el colectivo que concluían en que el dinero no le alcanzaba para llegar. O luego de haber matado a todos los parientes ingresaba por el intersticio de la última cláusula disponible: los hermanos que se enfermaban, él solo a cargo y los sarampiones variaban en los pedidos como las eruptivas para rellenar excusas.

Cuando era chico iba a pedir sólo dinero. Su cara de desesperación anunciaba con palabras cortas que una suma de diez o veinte pesos serviría para paliar los interminables sepelios con los que convivía. El corte de cabello costaba cinco pesos, por eso mi economía no podía superar una propina de más de una moneda de un peso. Entonces el pequeño saltamontes enfermaba a una tía y contaba con detalle minucioso el proceso de la enfermedad. Si era un padecimiento largo saltaba su rutina quincenal para ir una vez por semana. Mató a más de veinte, incluidos cinco abuelos.

Un día, cansado de darle el improductivo dinero, lo amenacé con que debía ofrecer algo referente a su recorrido: pañuelos descartables o lapiceras entre las muchas ofertas de vendedores callejeros que atestaban la ciudad en plena crisis del año 2000. En algún momento le había comprado a un vendedor ambulante veinte lapiceras por temor, porque entraba abriendo la puerta con violencia, amenazaba a las clientas para que le compraran y se iba enojado. Su sistema de persuasión culminó cuando decidimos poner llave y todos debieron adaptarse al nuevo procedimiento de tocar la puerta para ingresar.

Perdimos de vista al vendedor agresivo y Kwai Chang Caine recibió nada menos que veinte lapiceras como inversión inicial. Le sugerí el precio estimativo por lo que había pagado al agresivo, que la mitad de la ganancia en ventas la guardara para comprar más mercadería y le conté la historia de Peli, un vendedor de películas cuyo bolso lleno de CD solía quedar esparcido en uno de los sillones de corte a modo de oferta. Peli se iba al cine para filmar los estrenos desde su modesta cámara de sacar fotos. Salvo algún estornudo, tos, o movimiento brusco de cámara para ocultarla ante un acomodador vigilante, la película se veía perfecta con el sonido de las voces de los actores con eco. Algún tiempo después contó con una frase devastadora de porqué había dejado de vender películas: “Nefli me arruinó”.

El sobrenombre de Peli tiene un pasado sencillo con origen de barrio: “¿no quiere una peli señora?” y su nombre original lo supimos en algún momento de sus visitas de los viernes: Joel Elías Portela. Su perfil es avasallante en comparación con Kwai Chang Caine. Se mantiene aggiornado ante la novedad de la oferta y de su viejo bolso de películas puede salir desde una linterna, pasando por pilas, auriculares, utensilios y baratijas de cocina, hasta una crema de cannabis altamente eficaz para dolores musculares, que se vende con un breve número actoral. Alterna las bondades interpelando a José, asiduo comprador de la crema, o a cualquier espectador cercano al que involucra para que lo apoye ante la atenta audiencia. Una foto con todos los productos en la mano al terminar el número sería el remate certificado. Mezcla a sus hijos con sus problemas cotidianos y apenas termina de concertar la venta larga con su “dios la bendiga señora”, vocifera pidiéndome el cambio que nunca tiene. Antes de colmar la paciencia del público con su extrema verborragia, se va. Cuando cierra la puerta de salida, pareciera que se hubieran ido más de diez personas.

Un determinado día del año 2019 Kwai Chang Caine entró al local. Llovía tanto que le propuse quedarse hasta que escampara. Entre medio de movimientos, gesticulaciones y onomatopeyas, el pequeño saltamontes accedió a cortarse el cabello inclusive. Gracias al sistema de intimidad que se genera cuando el cliente pide, el peluquero ofrece y el método artesanal transita por cercanías y afinidades, me enteré de que Kwai Chang Caine se llamaba Eduardo. Y se daba vuelta para hablar dejándome con la tijera cerca de un ojo, o con la máquina de cortar a punto de marcarle una S en la nuca. Opté por la medida tres de máquina por la nuca y laterales y en cinco minutos corté a tijera y peine la cúspide empleando algunos toques desmechados porque Kwai Chang Caine era joven, merecía algo moderno, pero se estaba quedando pelado y caí en la cuenta de que llevábamos mucho tiempo de negociaciones. Calculaba por su edad que las visitas del pequeño saltamontes se habían iniciado en 1996.

El año 2006 nos encontró en un local amplio y cerca del centro, con nuevas dimensiones que permitieron agregar una biblioteca que acabó desbordando de tantos libros, que los dressoir sostenían otra cantidad a mano de las clientas. Había creado un sistema de trueque de libros que no era tal. Las clientas los traían porque les sobraban de sus padres o abuelos muertos y yo los regalaba para que se lo dieran a otra persona y el libro cobrara vida o circulara. El de la barba se sumó al intercambio. Un tipo de unos estimativos cuarenta años pasaba quincenalmente para preguntar si le podíamos dar revistas. Apenas se las entregábamos, caminaba diez pasos y se quedaba parado leyéndolas con una devoción infinita. Le pregunté si no quería sumar libros a su lectura: “por supuesto que sí, sí, sí. Me encantan los libros, sí. A mi hermana le gustan los libros sí. Sí, sí, sí”. El de la barba, pasó a ser nuestro reciclador de libros que se repetían o best sellers de autoayuda y novela histórica. Puede quedarse parado tantas horas como Kwai Chang Caine, con la diferencia que va alternando con asomadas tipo visera en la frente para que lo atendamos. Sabemos tenerle una caja preparada.

En el siguiente corte Kwai Chang Caine preguntó por Rowling y Tolkien, que si yo tenía esos libros; él los vendería en la calle y que por supuesto (ademanes acentuados), me daría la comisión correspondiente. Una semana después estaba esperando en la puerta con la cabeza gacha, abrió su mochila, gesticuló palabras y sacó un pack de pañuelos descartables por setenta y cinco pesos y si agregaba una lapicera redondeaba todo en cien, monto equivalente al corte de cabello en la época del 2000. Dijo que estaba acomodando la pieza con una mesita de luz nueva, que con esa compra yo lo ayudaba, “usted sabe…”. Antes de decir chau, preguntó de vuelta por los autores ingleses. Le dije con pesar que nunca había tenido en cuenta al Harry, ni a los anillos, pero que preguntaría para conseguírselos.

 

-No importa, usted sabe, son para vender –dijo con certeza.