“Hace películas que nadie entiende y que no hacen dinero”, dijo Seijun Suzuki que decían de él, décadas después de ser despedido del trabajo, luego de una década de esfuerzo. La segunda afirmación es directamente falsa: salvo lógicas excepciones, los más de cuarenta largometrajes que el realizador japonés firmó para la compañía Nikkatsu entre 1956 y 1967 tuvieron un buen funcionamiento en la taquilla. La primera de las acusaciones tampoco es cierta, aunque la progresiva experimentación formal y narrativa de sus films, que tendría su punto culminante en Marcado para matar (1967), comenzó a molestar a sus conservadores patrones. A tal punto que, meses después del estreno de esa película, los cheques mensuales dejaron de llegar. La trama sigue con un juicio contra Nikkatsu, uno de los más poderosos y antiguos del país, y la imposibilidad concreta de filmar otra película durante diez años, consecuencia de su aparición en una lista negra invisible a los ojos, pero bien efectiva. Reiniciada hacia finales de los 70, su carrera, ahora como cineasta independiente, continuó hasta cruzar el nuevo siglo con títulos como Pistol Opera (2001) hasta su muerte en 2017, a los 73 años.

La introducción viene a cuento del lanzamiento en la plataforma Qubit de cinco obras esenciales del sensei Suzuki, un realizador conocido en la Argentina gracias a dos profusos ciclos realizados en 2006 y 2015 en la Sala Lugones. Cinco películas representativas de la diversidad de géneros que supo abordar en sus años más prolíficos –del cine de yakuzas a la comedia juvenil, del policial al melodrama histórico, sin dejar de lado el film erótico–, pero también del creciente desinterés por seguir a pie juntillas las convenciones y reglas del cine popular. Ya disponible en Qubit, que estará sumando un título por semana todos los jueves, La juventud de la bestia (1963) comienza con una secuencia en blanco y negro en la cual la policía descubre el cadáver de un hombre y de una mujer, en lo que aparenta ser un doble suicidio. Pero nada es lo que parece, comenzando por la aparición de una rosa colorida en medio de los tonos de grises: el resto del film sigue a todo color, con un matón dispuesto a enfrentar a varias familias mafiosas para llevar a cabo una venganza secreta.

Hay en la película un villano con un gato (influencia inmediata de Bond) y una discoteca con paredes espejadas del tipo espía, que permite que Suzuki experimente con el sonido. En parte adaptación no oficial de Cosecha roja, de Dashiell Hammett, La juventud de la bestia es la quinta colaboración de Suzuki con el actor Jô Shishido, cuyos prominentes cachetes –resultado de una operación estética poco convencional– volverían a presentarse en pantalla algunos meses después en La puerta de la carne (1964), relato crudo y violento que transcurre en una zona marginal de Tokio justo después de la Segunda Guerra. Sin duda influenciada por The Sun's Burial (1960), de Nagisa Oshima, la historia presenta a un soldado yakuza desocupado (Shishido) que encuentra cobijo en el seno de un particular grupo de prostitutas. Las “chicas” viven en el subsuelo de un edificio abandonado y se rigen por reglas claras: aquella que entregue su cuerpo a un hombre sin cobrarle será humillada, torturada y expulsada del cónclave. En esta película, que nació como una típica sexploitation (las escenas de desnudos son bastante atrevidas para la época), se evidencia el talento de Suzuki para crear encuadres expresivos y poco convencionales, en un relato habitado por matones, soldados estadounidenses en estado perenne de ebriedad, hombres y mujeres sin techo y, desde luego, prostitutas, en el cual lo que prima es el más afilado instinto de supervivencia.

La semana que viene Qubit sumará a la oferta Historia de una prostituta (1965), una de las películas más clásicas en el canon del cineasta. El trasfondo es la ocupación de Manchuria por parte del ejército japonés y las protagonistas un grupo de mujeres de la noche –para utilizar el eufemismo del último largometraje de Kenji Mizoguchi– dispuestas a “lavar el espíritu de los soldados”, según las palabras del hombre encargado de disponer horarios, cuartos y cuerpos. “¿Y nosotras dónde nos lavamos?”, pregunta una de las recién llegadas al frente. Melodrama pasional en medio de conflictos bélicos y humanos, el film es una adaptación pulp de la novela de Taijiro Tamura, cuya protagonista se ve tironeada entre el amor por un soldado joven, cuya lealtad a la patria y al emperador comienza a crujir, y un oficial sádico dispuesto a todo con tal de doblegarlos.

Seijun Suzuki

El jueves 2 de septiembre le llegará el turno a El vagabundo de Tokio (1966) y, una semana después, Qubit cerrará el notable ciclo con la ya mencionada Marcado para matar. Se trata, con justa razón, de los dos largometrajes más célebres de Seijun Suzuki. El primero toma un típico cuento yakuza de traiciones y lobos solitarios y lo transforma en una explosión multicolor con referencias al western (extensa pelea en un saloon incluida) y dos melodías pop cantadas por la estrella Tetsuya Watari, el magnífico (anti)héroe del relato. Suzuki detestaba aquellos proyectos en los cuales debían incluirse números musicales, y en cierto momento de la película, al oír el tema central cantado a capella, uno de los enemigos del protagonista afirma “Maldito sea él y su canto”. A esa altura de su carrera, el artificio comenzaba a dominar la puesta en escena, por sobre cualquier atisbo de realismo, y el enfrentamiento final en un bar nocturno es un prodigio de minimalismo, teatralidad visual y coreografías de acción como piezas de baile.

La deconstrucción total de una historia de asesinos a sueldo dispuestos a escalar en el ranking, Marcado para matar –nuevamente con Jô Shishido, completamente desatado– abandona por completo la lógica naturalista y se zambulle en una pesadilla lisérgica y visualmente prodigiosa. Cuando el protagonista yerra un disparo con su rifle de alta precisión (culpa de una mariposa posada en el lugar inadecuado en el momento justo) la trama se abre a infinitos senderos narrativos, siempre sorprendentes y formalmente disruptivos, donde el “qué” importa muchísimo menos que el “cómo”. Y entonces a Suzuki lo echaron y desterraron, pero ese es otro capítulo de la historia. El tiempo pondría su nombre en el lugar que le corresponde, reivindicado y celebrado. Nada mal para un tipo que solía filmar cuatro o cinco películas por año –casi siempre lados B de algún doble programa– y que llegó a influenciar a cineastas de la talla de John Woo y Quentin Tarantino.