Para quienes conocíamos la desbordante actividad filosófica de Jean-Luc Nancy, y con más razón para quienes también sabíamos la vida que llevaba, su muerte resulta simplemente inconcebible. Desde hace mucho tiempo, Nancy se había transformado en un activo sobreviviente. Un trasplante de corazón a principios de la década de 1990 y los efectos más o menos esperables de la disminución inmunitaria que siguió a la operación lo habían dejado al borde de la muerte. Esta serie de sucesos, al mismo tiempo una “aventura metafísica” y una “performance técnica”, fue narrada por Nancy en un conocido ensayo titulado El intruso (Buenos Aires, Amorrortu, 2006). Desde entonces, sus estadías en el hospital se hicieron recurrentes y terminaron por volverse habituales. Lejos de lo que se podía esperar, los 30 años de sobrevida con el corazón de otra persona y con recaídas de salud intermitentes fueron increíblemente fecundos. La mayor parte de su obra, compuesta por más de un centenar de libros y un sinnúmero de contribuciones, fue realizada en este periodo durante el cual el pensamiento de la finitud y la experiencia de la urgencia fueron la trama sutil de su escritura. Nancy escribía noche y día, incansablemente, sobre los temas más variados. Tenía especial inclinación por la historia de la filosofía, la ontología y la política, la estética, la religión y el psicoanálisis, pero siempre se mostraba abierto y extremadamente atento a otros lenguajes, a otras sensibilidades. Sus colaboraciones con artistas del mundo de la danza y la pintura, del dibujo y el cine, seguramente serán recordadas junto a sus publicaciones sobre la comunidad, la libertad, el cuerpo, la democracia y el sentido.

Con el correr de los años, Nancy también se había convertido en el sobreviviente de una corriente de la filosofía francesa contemporánea que nunca se identificó como tal, que en realidad nunca fue del todo identificable, y que sin embargo se deja reconocer a través de ciertos gestos filosóficos que encuentran acogida en las obras de Nietzsche y Heidegger, por nombrar solamente las referencias más resonantes. Los nombres de Georges Bataille, Maurice Blanchot, Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe forman parte de esa corriente, de esa “comunidad de los que no tienen comunidad” que marcó el siglo XX y parte del XXI con escritos y debates que conciernen fundamentalmente a la filosofía, la política y el arte. Nancy no solo se inscribe en ella, sino que su filosofía está inextricablemente ligada por lazos de pensamiento, pero también de camaradería y amistad, a todas esas personalidades. A cada una de ellas, se entiende, de manera diferente. En parte por una cuestión generacional, en parte por la contingencia de la vida, a Nancy le tocó sobrevivir a los amigos y en algunos casos también le tocó despedirlos. Lo que en todo caso vale la pena retener es que Nancy, en calidad de superviviente, continuó interrogando y poniendo a prueba las ideas legadas por sus amigos ya ausentes, tal vez como una estrategia para prolongar la vida de aquellos que ya no lo acompañaban, tal vez como una afirmación práctica de la máxima que leemos en El intruso: “Aislar la muerte de la vida, no dejar a una íntimamente trenzada en la otra, introduciéndose cada una en el corazón de la otra, eso es lo que nunca hay que hacer”.

La interdicción de separar lo que de hecho no es separable, debe ser leída como parte de una operación filosófica que se las ingenia para pensar la vida a partir de la muerte y, simultáneamente, la muerte a partir de la vida. Derrida se había referido a esta relación indecidible con una frase que Nancy solía usar como otro nombre para la existencia: “la-vida-la-muerte”. En el último tiempo y muy especialmente desde que se declaró la pandemia mundial por coronavirus, este enunciado había cobrado especial relevancia en las reflexiones de Nancy. En julio de 2020, con motivo de su cumpleaños 80, le propuse entrevistarlo para hablar sobre su vida, pero desde el arranque la conversación se encaminó involuntariamente y de manera muy natural hacia la muerte, hacia su propia muerte, de la que sin duda se sentía próximo sin verse por ello en la necesidad de abandonar la tarea de toda una vida consistente en explorar o inspeccionar “los límites del pensamiento y de la acción”. “Inspección de eso que siempre supo desembocar en lo inexplorable, en lo imposible, pero de lo cual ahora se siente vivamente la forma o el aspecto”. Nadie mejor que un superviviente como él, alguien que en la proximidad absoluta de la muerte se aferró a la vida, para comunicar la sensación de un cuerpo colmado por un vacío inminente: “La ‘desembocadura’ da a un vacío cuya densidad se puede presentir y se busca rozar” (Un virus demasiado humano, Buenos Aires, La Cebra, 2020).

Si hoy tuviera que elegir una palabra y solo una para decir el tenor de una filosofía y una vida como la suya, esa palabra sería fervor. El entusiasmo era, por así decirlo, su disposición hacia el mundo, su modo de ser y estar con otros existentes. Todo lo que hacía, y Nancy ante todo fue un hacedor, un creador, un generador…, lo hacía con una intensidad de sentimiento, con una pasión, ante la cual era imposible permanecer insensible o indiferente. El carácter excesivo de su discurso, de sus estilos y de sus grandes temas de exploración, respondía a un deseo inescrutable por tocar los límites, unas veces para sentir o presentir la extremidad y otras veces directamente para transgredirlos. Este exceso es reconocible en ciertas figuras retóricas y sobre todo en el vocabulario que usaba habitualmente, por ejemplo, en las palabras que implican un movimiento “hacia afuera” o “más allá”: de la exposición a la existencia, pasando por la excritura, la extensión y la experiencia. El fervor de Nancy, llamativo pero discreto, paciente y activo, a la vez pensante, sintiente e imaginante, fue su forma singular de introducir una diferencia filosófica y política en el mundo. El ardor con el que siempre hizo valer la exigencia de lo infinito (verdad o sentido, justicia, libertad, valor inconmensurable de todos los seres) en lo finito de nuestras las existencias es el mismo que lo llevó a afirmar la vida hasta el último suspiro, hasta el último soplo.

El retrato del pensador erudito que en estos días reproducen los diarios de todo el mundo tiene el inconveniente de eclipsar un lado no menos importante de su figura que en verdad es indisociable del anterior. Nancy fue sin duda uno de los representantes más destacados del pensamiento contemporáneo, y también fue el portador de una mirada diáfana y una sonrisa amplia, una persona tremendamente ocurrente y con un gran sentido del humor, alguien que practicaba la filosofía como un intercambio entre iguales y que siempre estaba dispuesto a realizar, con una paciencia y una amabilidad asombrosas, las muchas peticiones que le llegaban todos los días desde los puntos más remotos del planeta. Intuyo que le hubiera gustado ser recordado no solo como un filósofo del sentido, sino también como un conductor del sentido, una especie de comunicador o de médium entre el sentido y los sentidos, entre lo inteligible y lo sensible, entre el más acá y el más allá. 

* Investigador del CONICET y docente de la UBA.