NOTA 1: Ensayo sobre el hambre

Nadie, más que yo, podría escribir estas notas.

Pienso por un segundo y me doy cuenta de que no hay en eso mérito alguno. En realidad, el mundo me probó -a lo largo de 34 años- que el mérito en esta sociedad es una ficción sórdida.

Yo sé sobre el hambre; porque ya la sentí atravesarme las venas -eso que la gente de acá aprendió que lleva el nombre del hambre. Conocí el agujero vacío que avanza, engullendo todos los bordes de un deseo que no nace en la cabeza y que necesita comida, así de fuerte es ese deseo.

Saber sobre el hambre es saber también sobre aquello que la gente de acá aprendió a llamar deseo.

Todo animal posee instintos de supervivencia, así de intensa es la unión entre vida y vida.

Todas las plantas crecen en dirección del sol, estirándose, a lo largo de la vida, en busca de comida, escalando paredes de departamentos y montañas o descansando, frenéticamente, en el fondo de los océanos oscuros, intentando sintetizar alguna luz, así de intensas son la química, la física y la matemática que se desenvuelven en las células de nuestro deseo de vivir.

Cuanto más grita el hambre, con su enorme boca abierta agarrada a nuestras barrigas, más se asoma el deseo, buscando alguna luminosa claridad donde pueda cerrar sus uñas rojas.

¿Qué es esta hambre? El hombre-calango, que filmaba los dolores resecos de los habitantes del sertón, contaba que la apariencia digna del hambre es la violencia.

No creo que sea violencia la palabra que nombre eso. La aparición digna tiene la cara del Mapinguarí. Abre su boca enorme, instalada en el medio de la barriga, y vocifera el aullido que imita el sonido del cazador a quien devora; no le teme a ningún cazador, solo le teme a la pereza, indomesticable, se apoya en la sabiduría de viejos chamanes que se transformaron en selva y la defiende del humano.

El hambre es humana.

El hambre es una plaga que los hombres fabricaron contra otros hombres y mujeres y es también lo que mueve la ira de Mapinguarí, que desea vivir, que desea el deseo sin narrativa de la naturaleza que es vivir.

Saber sobre el hambre es saber también sobre el deseo.

Poseo ese conocimiento, tan popular en las tierras bajas, y tan raro en los círculos de las Ciencias Sociales, que nos estudia para comprender cómo es que se comportan otras “razas” frente al caos y frente a la esperanza, “¿Serán apáticos o revolucionarios?”. Se preguntan los economistas, los cientistas políticos, los literatos y toda la banda iluminista. “¿Serán integrados al vertiginoso ritmo de las fuerzas productivas, sustituidos por inteligencias artificiales, o revertirán el tiempo rehabilitando tecnologías chamánicas?”. Se preguntan ingenieros y físicos, y también antropólogos y cosmopolíticos.

Este no es un libro, este es un diario, una colección de hechos y pensamientos, una especie de descripción etnográfica hecha desde el hambre, con hambre, entorpeciendo de deseo todo lo que se le resiste a él y a su dolor alimentado de vacío y de ausencia de comida.

Es muy difícil pensar con hambre. Es muy difícil desarrollarse con hambre, cantar con hambre, amar con hambre, desapegarse, teniendo hambre. Todo aquello que habita en la más rica experiencia de vida, nos va siendo arrancado y nuestros cuerpos se atrofian, como radares empañados que no captan bien la luz.

Imaginate que no sé nadar.

No tiene ningún sentido que una persona de treinta y cuatro años, nacida donde reside la mayor reserva de agua dulce del mundo, vecina de una de las mayores costas que bordea un país, no sepa nadar.

Hay cosas informadas a mi inteligencia, por mi territorio en contacto con mi cuerpo, y yo fui desfigurada al poseer dispositivos de conocimiento que el hambre atrofió, porque conocí el mar ya con edad avanzada.

Pero el deseo -que se estiraba, buscando fotosintetizar dentro de mí- fue tan enorme que encontró ondas de luz opaca en el fondo de un denso barro y respiró, junto con los cangrejos en el pantanal. Me volví cangrejo antes de conocer el mar.

Nadie debería sobrevivir a esa inversión de tiempos y tener que empujar tan fuerte para germinar en los escombros. Es muy costoso.

El ojo occidental, que estigmatizó la pereza, no sabe sentir lo que es mantenerse vivo y sano, y apostando al dia siguiente, en medio del tiroteo ensordecedor de la modernidad llena de outdoors, MEI´s, autos, celulares, sonares y aviones cruzando sobre nuestras cabezas desprotegidas frente a cualquier mínima intemperie del capital, sin techo seguro, nomadeando sin tierra y sin trabajo, con la vejez fallida de los remedios y un salario mínimo, manteniendo nietos y nietas sin destino.

En realidad, mucha gente podría escribir estas notas. Pero no lo hacen porque, a fin de cuentas, no cambia en nada el alquiler del mes que viene, ni aumenta el tiempo en que se puede estar embriagado de televisión o de alcohol.

Así, este libro no se explica ni para quien escribe sobre el hambre (y no lo siente), ni tampoco se hace entender entre los que -como yo- sienten hambre y saben que no sirve para nada un libro cualquiera más, para remediar el hueco que crece bajo la piel que cubre las costillas expuestas.

Escribiré.

Me siento, a veces, una lata, intentando reciclarse, todos los días, en un mundo poblado de embalajes triturados y rehechos.

Escribiré, incluso sin saber nadar y -sumergiéndome en un delirio exprimido entre edificios y casillas de madera- cruzándome hacia algún idioma y pueblo desconocidos.

Me arriesgo a ser aquello que el otro no entiende, a la par del hecho de que yo tampoco entiendo nada. Pero aqui estamos, comprobando la posibilidad sincrónica de existir integrando el mismo sistema, sin que se igualen las piezas y sin que mi experiencia subalternice las suyas en el asesinato universalizante de la equivalencia general.

Aprendí un poco de la lengua de quien no siente el hambre. Creo que vengo estudiando personas diferentes a este camino mío, que son otro orden de vida, otra sociedad.

Tengo amigos que viven en otro país, incluso habiendo vivido siempre, y todavía ahora, en el mismo país que yo.

Su obsesión por entender el hambre, su sincera apuesta por desmontar el engranaje del hambre, los lleva a defender a los hambrientos, pero sin conocer la ira de Mapinguarí. Los lleva a ser marxistas, comunistas, anarquistas, socialistas, autonomistas -algunos más serios que otros.

Los llevó a elaborar, por mucho tiempo, sobre el hambre ajeno, confundiendo, en la teoría, su lugar de existencia con nuestro lugar de existencia. Toda esa producción del hambre, de la cual me alimento también, llega siempre a su límite cuando se exacerba, como un poste caído del cielo y clavado en el piso, la polarización de clases que impide estar en el medio, intermediariamente ocupando un espacio que transita entre dos.

Fue comprendiendo eso que tomé notas.

Porque si en mi cuerpo se desactivaron dispositivos milenarios de relacionamiento y de estudio de la vida, mi travesía entre los escombros, hasta aquí, me equipó con dispositivos nuevos, recalculando rutas en el pantanal de toda la basura occidental mercadológica, sin retroceder, expandiéndose y enloqueciendo de hambre y de deseo.

Todo es autoficción y con hambre escribo, inclusive ahora.

El hambre enloquece todo el santo día.