El problema no es que alguien crea en algo sino que pretenda que su creencia modele la vida de los demás, sea que esos otros crean en eso, crean en otra cosa o no crean en nada. De ese tipo de imposición es que un Estado laico protege a su ciudadanía. Hay quienes creen que esto está mal: que el Estado, y las reglas que rigen las vidas en un país, debería obedecer nociones religiosas. “Valores”, dicen, como si quienes prefieren (preferimos) otro tipo de reglas no los tuvieran.

El impulso no es nuevo. El paisaje que vemos hoy lleva años de formación.

Hace más de una década que cobró envión el lobby para re-confesionalizar la vida pública y los espacios que toman decisiones sobre ella, sobre la convivencia entre quienes profesan alguna fe y quienes no, sobre qué se entiende por democracia en un Estado de corte laico. El objetivo es de mediano y largo plazo. Se trata menos de un plan que de un afán en común.

No todos los referentes del espectro de estos cultos tienen el mismo objetivo, no todos comparten mirada partidaria, no todos alimentan la ambición de la representación política. Pero quienes lo asumen como propio tienen tiempo, paciencia y la flexibilidad suficiente para adaptarse a las coyunturas, por cambiantes que sean (algo que en Argentina, sabemos, implica un arco enorme). En 2010, empezó a notarse al calor del debate por el matrimonio igualitario, cuando representantes vinculados a los sectores de la Iglesia católica más tradicionalmente comprometidos con el lobby terminaron por sellar la alianza con sectores evangélicos nucleados en una de las asociaciones nacionales. La ley, como sabemos, se aprobó, pero el poder de convocatoria y organización que demostraron esos cultos, históricamente subestimados por el universo político, marcó un hito. Volvió a quedar claro en 2018, y todavía más en 2020, con los debates y finalmente la sanción de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo

Hay sectores de los cultos cristianos ávidos de ingresar a los espacios del Estado desde esas identidades religiosas. Diseñan proyectos para formar cuadros, estudian. Se capacitan, por ejemplo, en espacios de formación política como el generado por Catedral de la Fe -del que egresó una actual diputada de la Nación-, iglesia con habilidad para la rosca política, fuerte anclaje en territorio y recursos -no solamente económicos- para irrumpir cada vez más fuertemente en el debate público. (Suya fue, por ejemplo, la iniciativa de ofrecer y realizar un encuentro para el culto en la escuela de cadetes de la Policía de la Ciudad hace un par de años; suya fue también, al inicio de la pandemia, en lo más duro del ASPO, la iniciativa de ofrecer voluntarios de su proyecto “Cambiá tu mundo” para desinfectar móviles policiales y comisarías en la Ciudad. Curiosamente, suya fue, por lo demás, la reacción más áspera que impulsó el repudio de Aciera contra la miniserie de ficción El Reino.

Hasta hace un par de años, ningún representante con banca en el Congreso nacional esgrimía como valor político distintivo su creencia religiosa, aunque en el ejercicio de su cargo primara eso. Hoy, esas identidades confesionales se ponen en juego en la campaña sin medias palabras ni metáforas. Se están multiplicando los slogans que promocionan pre-candidatos en base a su religiosidad (“como persona de fe te invito a que empecemos una revolución para llenar el congreso de hombres y mujeres de fe”, suena en este momento en una radio el spot de la diplomática y ex diputada Cynthia Hotton), y ciertas creencias en particular convertidas en valor político, algo que hasta ahora era privativo de espacios más bien marginales en representatividad, como el Partido Demócrata Cristiano. 

El proceso está en curso, no hay nada definitivo, pero la tentación debe ser grande. Muchos de quienes buscan hacer valer en el territorio de la política la llave conquistada en el terreno de la fe se creen llamados a una misión, se creen dueños de la verdad (no de una: de La). Lo vimos este año más que nunca: tienen aliados poderosos y que buscan hacer estallar consensos sociales -locales y globales- que llevó más de medio siglo construir, como la noción de derechos humanos, la legitimidad de los organismos internacionales y su palabra, la conquista de derechos y visibilidad para mujeres, disidencias, minorías. Van de intentar obtener auspicios económicos estatales para redes de obstaculización de derechos a proponer una excepción impositiva basada en “objeción de conciencia” respecto de la IVE (el proyecto está en Diputados); de querer “erradicar” lo que dicen que es lenguaje inclusivo (otro proyecto en esa Cámara) a apoyar asociaciones que animaron e hicieron escraches en los domicilios particulares de legisladoras y legisladores durante el debate por la IVE del año pasado; de actuar en patota en redes contra personas a quienes identifican como referentes de los feminismos a apoyar agresiones misóginas públicas y hablar de “ideología de género”.

La tendencia viene de la mano de la degradación de la palabra política, convertida en sucesión de slogans, sometida al imperio del clickbait, atada a la lógica del escándalo, la grieta y la discusión a los gritos sin más objetivo que insultar y arengar a la tropa propia, algo que tenemos ocasión de ver con frecuencia en el propio Congreso, o en las redes sociales de, por ejemplo, diputados-troll. Porque claro, hay quienes creen de manera genuina y también quienes pretenden aprovechar la volteada, acomodarse a lo que rinde.

Es el reemplazo del discurso político (del acuerdo, la búsqueda de bases en común más allá de diferencias, de cierto intento de raciocinio) por el de la creencia (basada en fe, es decir, indiscutible: se cree o no se cree; se está bien o mal, en el error o en la verdad; cómo construir consensos así) y la emoción. No es un cambio menor. Pero actuar como político y defenderse como religioso, cuando eso genera respuestas, es trampa.