Es la noche de San Juan, hace unos cien años. Desde el barranco que orillea el río, en algún rincón de la selva paraguaya, una nena alemana mira cómo los camalotes se hamacan corriente abajo protegiendo un corazón de fuego que la tradición enciende para celebrar al santo. Por entre las fogatas que parecen caminar sobre el agua, navegan silenciosos los vagabundos del río –dice Augusto Roa Bastos- los gitanos del agua, en sus cachiveos excavados a lo largo del tronco de un palo borracho. Buscan que el fuego de San Juan les traiga suerte en su andar de cazadores.

No sé si Roa Bastos fue el primero que cuajó a esos carpincheros nómades en su figura de cobre y barro cocido, bajados de una luna de verano, y los escribió en alta literatura; pero para mí fueron una novedad, misteriosa e inquietante, cuando los leí hace años, en el siglo pasado. Para los alemanes que los miraban desde el talud, eran hombres y mujeres libres que transitaban, sin amo, los caminos líquidos, remando largas tacuaras, alimentando sus vidas con sus propias decisiones, con la carne del carpincho y los dividendos de los cueros que vendían. Cargaban con la envidia de los obreros del ingenio azucarero, esclavos amarrados a su lugar y a su trabajo, explotados al lado de sus máquinas, su oposición dialéctica. El modo de la niña alemana para renegar de su blancura europea, del azul desvaído de sus ojos y de la guerra de dolor y hambre que había dejado al otro lado del Atlántico fue nada más asirse de la mano oscura y arrugada del más viejo de los carpincheros y caminar con ellos para seguir el derrotero que la luna marcaba en el agua.

No los volví a recordar hasta que una prima, no por querida menos ricachona y fifí, me regaló un par de guantes de primoroso cuero de carpincho, en esa época en que nos era elegante estilizar la mano enguantada con una tal finura, ya que en el tren de vida del siglo XX no cabían los manguitos de piel de marta. Yo misma hube de regalar a amigos de patrias extranjeras con la suavidad exquisita de dos pantuflas, o una billetera, o un bolsito adosable a la cintura –riñonera es una palabra tan malsonante- fabricados con el exótico cuero del carpincho. Aunque se los describe como animalitos diurnos, los vi finalmente desde lejos, por primera vez, en su alias de capibaras, una noche en que viajaba por el río Madre de Dios, en la Amazonia del sur del Perú. El baqueano de la selva que nos acompañaba se acercaba lo posible al repecho de la costa y los enfocaba con su linterna para que nos miraran o al menos levantaran el hocico de las malezas que se estaban manducando.

Algunas señoras y señores bien, que hayan elegido enrejar el devenir de su vivir en un reducto cercado, tal vez calcen botitas de piel de carpincho cuando llega el invierno. Protegido, impoluto de vulgaridad, de mezcla plebeya y de observadores envidiosos, el barrio cerrado les permite disfrutar de la riqueza sin reconcomios, de la rampa propia, del muelle privado, de una amplitud tan verde y tan de lagunas azuladas de contornos pluriformes prolijamente irregulares que casi parece un habitat natural, piscina más, piscina menos. Imbricados en ese ambiente ecoinmobiliario, acosados por las motos acuáticas y libres de depredadores y cazadores nocturnos, los carpinchos capibaras, reivindicando su condición de preexistentes, vuelven, empoderados como judíos mesiánicos, a reclamar los pantanos de sus antepasados. Se relajan panza arriba en el agua, como cualquier expresidente en reposera, asomando apenas su hociquito y sus orejas peludas y, felizmente ignorantes de sus congéneres que, en cuadratura de billetera exportable, se exponen en una vidriera de la avenida Santa Fe, observan alelados a los caniches neuróticos que hacen pipí sobre el césped en horarios regulados.

El hecho no refiere una algarada privativa del Delta del Paraná. Yo misma he visto, en la península báltica de Néringa, al norte de Kaliningrado, cómo los jabalíes irrumpen de noche en los jardines rebuscando sus trufas y los amanecen llenos de agujeros y terrones revoltijados mientras que mis parientes campesinos de Lituania se estremecen desde la ventana de doble vidrio cuando los lobos -que hace quizá mil años acechaban a Caperucita en el bosque y hoy ven que las fronteras de su foresta y la calidad de sus presas se estrechan- se meten en su granja, azuzados por el ruido de sus tripas hambrientas, a tal punto que la Unión Europea ha debido asignar un subsidio a los granjeros para compensarles las vacas y ovejas que les espachurran.

A riesgo de repetirme –es mi cantinela en algunas últimas notas- traigo a colación el nombre de Holoceno con el que se ha llamado hasta ahora a la era geológica que nuestro planeta, con la humanidad a cuestas, está transitando sobre la corteza terrestre. El holandés Paul Crutzen, premio Nobel de Química en 1995, ha sugerido que los cambios provocados por nuestra presencia humana a partir, quizá, de la revolución industrial, el calentamiento global y el agotamiento de los recursos naturales, justifican considerar una nueva etapa a la que llama Antropoceno. La ambición del consumo, el negacionismo, el egoísmo de nuestra naturaleza ontológica nos harían culpables a todos los seres humanos de esas transformaciones que sería necesario revertir. Pero el ecohistoriador Jason Moore, catedrático de la Binghamton University de Nueva York, al analizar y desplegar ante nuestros ojos el largo recorrido de la historia de la modernidad, que ha ido transformando la trama de la vida en los varios aspectos del ecosistema mundo, en cuanto al papel que asumió la élite del Gran Capital como tragalotodo extractivista en la búsqueda constante de la maximización de la ganancia, nos abstrae de la credulidad ramplona que podría llevarnos a aceptar la idea de Antropoceno. Moore propone, en cambio, el concepto más atrevido y más esclarecedor de Capitaloceno, la era límite en que la angurria de la finanza global pone al planeta en estado de soponcio. Los movimientos sociales y políticos de base son los llamados –dice Jason Moore- a enfrentar al Capital para reconformar lo que llama el intrincado y abarcador tejido de la vida, no una sociedad y una naturaleza sino una sola ecología-mundo: los campesinos y los indígenas, los proletarios y los semiproletarizados, los migrantes, los expulsados, los discriminados y los carpinchos.

Enmarcados en su estética peluda de tonalidades zainas, su tecnología quasi anfibia, su moral flemática, su gastronomía vegana, sus tradiciones de humedal y su compleja historia entretejida por el río, el constante peligro de su tribu acechada por los cazadores, el valor de uso de su carne magra, el valor de cambio de su piel tan preciada, el calvario de la migración transfronteriza y su actual regreso para la recuperación del territorio ancestral, los compañeros carpinchos pisan decididos, con su patita membranosa, la tierra y el agua de una de las verijas del Capital, el negocio inmobiliario.