“Combinando esa idea con la relatividad especial, se llega a la conclusión de que la no existencia del espacio implica también la no existencia del tiempo, puesto que espacio y tiempo están íntimamente vinculados.” Carlo Rovelli.

Gira, suspendida sin definir aún su caída, aquella pelota última del clásico, después de haber rebotado en la impensada mata de yuyos. Desde el ángulo de su ojo derecho, el negro José la entiende dirigida hacia su otro palo, pasando los hexágonos rojos, a una velocidad distinta, que los hexágonos blancos manchados, de barro y pasto, con la marca despintada, y su válvula de aire sobreelevada y oblicua en la costura mal hecha. 

Rene (quien no está ya entre nosotros), junto al Petaco, la intuyen volviendo hacia el palo izquierdo del Negro José. La zurda bendita del Beto, y el Beto mismo, parados de contragolpe, a espaldas del arco de ellos, no entienden porqué demora en caer. Ubicado a medio metro de la medialuna, el árbitro busca en el lineman Euclides Romero, la confirmación de una correcta ejecución, pero éste apenas sigue la trayectoria de la esfera, aturdido de tantos insultos (de los justos, y de los injustos). 

Quintanita, aprovechando, falla empero el codazo de desquite, asombrado por la jugada. Centurión ve picar una manzana, engañado por el sol de frente, parado también de contragolpe. Don Jaime, a sus dos metros de altura, vislumbra la hipérbole, en el cambio de gestos de la hinchada opuesta. Omar, su hijo, medio centímetro más alto, tampoco sabe por qué en el aire sigue el tiempo de la pelota suspendido. Nuestro técnico, el Titi Gambardella, quien había caminado la cancha metro a metro, cortado el césped él solo, para dar con la altura conveniente; rellenado de arena y tierra los pozos ante la posible lluvia, saneado las ramas molestas sobre el alambrado olímpico en la esquina suroeste que daba a la ruta, y remendado cada agujero de bolsa de arpillera usadas a modo de cerco, piensa en el sapo enterrado dentro del arco, justo a la altura donde, a pierna cambiada, estancado va el negro José, y la respuesta unánime recibida al preguntar, como se sabía que justo en ese arco el maleficio sería eficaz, "si vamos a penales elegimos ese arco".

 Alguien que hace las veces de aguatero, deja de anunciar cada adulterio sensible para la vecina hinchada. Don Ernesto, el presidente, y su táctica inefable, surgida a la luz del reciente mundial, con las treinta lecciones teórico prácticas recibidas por correspondencia, y una libreta de cuentas de almacén, donde anotó las posibles variantes del juego, incluidos algunos eventos azarosos preestablecidos, cargados en el debe, cuelga perplejo los hombros del espacio curvo e imaginario, mientras el tiempo detenido de la pelota está por fuera de esa otra línea de tiempo, ansioso, de quienes esperan alrededor de los cuatro costados, una definición en la caída. 

Antonito, mascota del equipo, corre por el lateral en dirección al área grande, buscando estar a la par del momento, sin alcanzar a escuchar el intento de Lidia que no puede gritar "¡corre Antonito!" En Lidia, se juega más que el honor, en esa pelota suspendida. Se juega la vergüenza de no poder mirar a la cara a los del otro lado de la vía, a los del Barrio de las Ranas. Raneros molestos al universo esférico, a la expectativa de campeonar, y concluir el ciclo de superioridad deseado en el pueblo de dos colores. Por un lado el rojo brillante de su Huracán Football Club, en el costado oeste de la cancha, y los raneros azules que, colgados en los rombos de enfrente, se sostienen sin embargo de los giratorios hexágonos rojos y blancos. 

Mi bicicleta recorre un trayecto, de casa a la cancha, escuchando en el tablero de gritos el marcador, y de nuevo así por todo el lapso del juego prohibido por mis padres, quienes no entienden la división del universo en dos colores. Paso varias veces al Cura, que parece estar caminando siempre en la misma cuadra, en posición de cabeza levantada, rezando por la suerte de fieles a cada lado del pueblo. En la última vuelta, al llegar al portón de entrada, sigo por un desfiladero abierto entre el boletero y el custodio, (atentos a los últimos minutos del partido) serpenteando por en medio de mi gente, hasta llegar a la altura exacta, en la cual, el centroforward de ellos envía la pelota en saque lateral, a la nada del punto penal, donde pica en la impensada mata de yuyos. Suspendida así, con los hexágonos rojos más rápidos que los blancos, se la puede ver hoy día girar al final del desfiladero. La otra pelota, la que ya ha caído hacia el lado opuesto de la pierna cambiada del Negro José, esa otra pelota, no alcanzó a definir el partido.