Por si no lo saben, yo vivo rodeado de una biblioteca como la de Umberto Eco pero más grande. Es que a don Umberto no le importaba entender a los argentinos y a mí sí. Y eso me llevó a comprar veinte mil libros que él nunca tuvo. A la biblioteca apelo, entonces, cuando necesito entender algo para luego hacérselos entender a ustedes.

El día de las elecciones, luego de algunos mensajes que decían que nos estaba yendo mal, bajé los volúmenes más gordos de Freud, Lacan, Jung y me puse a trabajar duramente para cartografiar la psiquis del argentino, capaz de votar en contra del funcionario que le da vacuna y hospitales gratis y a favor del que se saca una selfie frente al hospital que no construyó.

A media tarde ya tenía una probable respuesta, que iba de la frustración de que te saquen el chupete antes de tiempo a la de no haber ganado un mundial de fútbol desde hace rato.

Luego, a la tardecita comenzaron a decir que estábamos ganando por paliza y con la fusta bajo el brazo. Entonces vuelta a comenzar con mi análisis.

Subí esos libros gordos y bajé otros, muy gordos también, de análisis políticos de Zizek, Laclau, Sartre, Jauretche, Marx. Estaba desarrollando la idea que explicaba que a los argentinos no nos importa tanto el chupete y el mundial como vivir para y por un proyecto nacional y la épica y bla… bla… cuando comenzaron a llegar los datos reales.

Me quedé unos minutos con los ojos perdidos en mi enorme, casi infinita biblioteca. Qué pena que nadie me sacó una foto así. Parecía el tipo más culto del mundo aunque era el más confundido.

En el desconcierto, en mi cabeza se asentó una idea. Una idea francesa, que no es una idea cualquiera. Un día estaban interpelando a Charles de Gaulle en la Asamblea Nacional y el tipo salió con esta frase genial: “Un país que produce 365 variedades de queso es ingobernable”.

¿Es ingobernable Argentina?, me dije, aunque aquí no tengamos tantas variedades de quesos, claro. No pude lanzarme a escribir sobre esta idea genial porque en ese momento me entraron dos pedidos de notas del extranjero. Bueno, me dije, escribirlas quizá me ayude a entender mejor este lío.

Una de las notas era para el diario europeo de derecha, “¡Firmes!”, que me pedía que desarrollara la idea “¿Son geniales los argentinos?”. Y la otra era para el diario latinoamericano de izquierda, “Cooperemos”, y debía ser bajo el título “¿Son imbéciles los argentinos?”.

Lo bueno, si es que había algo bueno en todo esto, es que de tanto subir y bajar libros estaba sacando músculos. Me acordé de la publicidad de Mr. Atlas: “Yo era un alfeñique de 44 kilos”. Claro que en lo relativo al pensamiento seguía siendo un alfeñique, incapaz de entender a este país y a sus habitantes.

Pensé en incendiar mi biblioteca, lo juro, pero qué culpa tenían los libros (y los vecinos que iban a sufrir las consecuencias), de que en el culo del mundo existiera algo llamado Argentina lleno de gente llamados argentinos.

Y me puse a trabajar, anotando ideas sueltas. Anoté que el gobierno comunica mal, que el giro a la derecha es evidente en todo el mundo y no se entiende cómo no lo ven acá, que hace rato que el progresismo le habla a la gente con discursos blandos mientras la derecha lo hace sin vueltas y a los gritos, que hay ideas que aunque buenas o justas son piantavotos, que el odio siempre vence porque no respeta reglas y tiene demasiados idiotas útiles, y que si te la pasás hablando de la corrupción del macrismo, debería haber ido alguien en cana.

En fin, eran cosas que sabemos todos. O casi todos, porque algunos parece que no ven lo obvio. Estaba por empezar a escribir las notas cuando empezaron las llamadas del gobierno preguntándome qué ministros debían irse y quiénes debían llegar y cosas así. Incluso me sondearon para ver si agarraba el Ministerio de la Venganza pero tuve que decirles que con capital político era una cosa. Ahora era difícil. Y alerté con que no sea cosa que el Ministerio de la Venganza lo creen ellos para usarlo contra nosotros.

El resto de la semana no fue más sencillo. Y yo cada vez más confundido. Entonces hice lo que hago siempre que llego a este punto. Me codeo con el pueblo para ver qué opina. Me metí en las redes para leerlos a ustedes. Y salí a la calle a recorrer los mercados y las peluquerías. Pero, entre el pedido de más peronismo, menos peronismo, de cautela, de osadía, de mandar a la mierda a la oposición o de sentarse a consensuar, de cambiar todos los ministros o ninguno, quedé más mareado aún. El país de las trescientas mil variedades de quesos se hacía oír.

Al borde de la desesperación, con poco tiempo para cerrar las notas, comencé a trazar analogías un poco tiradas de los pelos con la frase de De Gaulle. Que acá hay también muchos quesos, que a queso muerto queso puesto, que queso que se rinde va a parar a la pizza, que para algunos no hay camembert que le venga bien, que el queso está demasiado caro, que si al queso fresco le hacés creer que es gruyere después se va con otra tarta, que al parmesano lo que es del parmesano, que la muzarela unida jamás será vencida y que no den al gorgonzola por muerto aunque huela feo.

Escribí las notas mezclando todo esto a la bartola y las mandé. No creo que nadie entienda nada. No importa. Yo tampoco entiendo nada. Tantos libros y al fin no pude contestar las preguntas: ¿Somos geniales y creativos los argentinos, o somos una manga de salames? La respuesta, si la hay, es que somos las dos cosas. A veces una y a veces otra. O quizá las dos al mismo tiempo. Y cerré la biblioteca y tiré la llave por la ventana.

 

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