Hace unos días llamaron de mi prepaga para decirme que tenía pendiente un estudio mamográfico. Algo que me sorprendió, pero lo agradezco, porque con todo el trabajo que tengo quizás no lo hubiera hecho este año.

Al realizarme el examen descubrieron que tengo fisuradas las dos prótesis y una parte del contenido migró a las axilas. Cuando me lo informaron, me asusté mucho; no les voy a mentir.

Increíblemente, hace unos meses había visitado a mi cirujano plástico para hacerle una consulta sobre mis lolas y el deseo de quitármelas. Hace un tiempo que estoy pensando mucho en el tema y sobre todo, replanteándome la cuestión en relación con la femineidad. ¿Tener tetas te hace más mujer? ¿Unas grandes lolas te aseguran la femineidad? Esther Pineda, en su libro Bellas para morir: estereotipos de género y violencia estética contra la mujer plantea un debate interesante sobre el alto precio que estamos dispuestas a pagar algunas mujeres por entrar en esos cánones de belleza. Casi todas lidiamos a diario con las inseguridades, las voces externas y los mensajes constantes en revistas y medios de comunicación nos presentan modelos que solo representan a un bajo porcentaje de la totalidad.

Cuando comenzaba mi transición, estaba muy conforme con mi cuerpo. Las hormonas comenzaban a rendir sus frutos, a pesar de no haber hecho las cosas bien, con la supervisión de un medico endocrinólogo como corresponde. Si bien estaba satisfecha con mi cuerpo, no dejaba de recibir presión del afuera para que me opere. En esa época, las tetas grandes eran casi una condición para trabajar en el teatro de revistas. Y en el ambiente trans, si no te operabas, eras tratada como un híbrido, andrógino, un gay disfrazado de mujer. Era muy chica y con todos estos mandatos encima, decidí operarme. A partir de ahí comencé un viaje interminable hacia ese cuerpo hegemónico femenino y curvilíneo que reinaba en los años 90.

Esta búsqueda a la que fui sometida me llevó a lo largo de mi vida a más de cinco operaciones mamarias.

Las primeras prótesis fueron de 300cc —un tamaño «normal»—, y se me encapsularon supuestamente porque estaban delante del pectoral. Esto derivó en una segunda operación y claramente debían ser más grandes: 450cc. Me hicieron un bolsillo más amplio para que entrasen detrás del músculo. ¿Cuál fue el resultado? Parecían dos compoteras. Llegó una tercera operación para arreglar la anterior y la sugerencia del cirujano ¡fue pasar a unas de 600 cc! Luego de esta ya no podía ni cerrarme los blazers: eran dos pelotas de básquet.

Contrariamente a lo esperado, mis inseguridades crecían como mi pecho. No estaba conforme y me volví dependiente de la opinión ajena. Todo mal, ya ni sabía lo que yo quería: había perdido la objetividad por completo. Las cuartas prótesis vinieron con reducción, pero el cirujano, un monstruo, me hizo un desastre. Esto dañó aún más mi autoestima. Se había vuelto una odisea perpetua y no solo gasté muchísima plata, también puse en riesgo mi salud y vida. Pasé de la situación de nunca haber pisado un quirófano, a que este espacio formara parte de mi cotidianeidad. Por suerte con los años conocí al cirujano Gustavo Sampietro, hoy mi médico de confianza, que me las arregló y alivió este largo camino. Sin embargo, hoy tengo que volver al quirófano por otra situación; solo espero que sea la última.

Quise contar esto porque quizás haya alguien que esté atravesando las mismas inseguridades que yo, que esté experimentando la vulnerabilidad de la adolescencia o se encuentre en la búsqueda de cierto ideal. Lejos estoy de hablar desde el lugar de mujer que lo ha superado, pero lo que puedo decirle es: esa perfección nunca llega.

La búsqueda nunca es externa. El primer paso es aceptarnos como somos, trabajar nuestro interior e intentar romper —o al menos ser consciente del efecto— con las estructuras y estereotipos de bellezas con que nos bombardean a diario, construidas y sostenidas durante décadas por esta industria patriarcal que nos ha venido convirtiendo en objetos de consumo para el hombre, muñecas que deben lucir femeninas y que muchas veces redunda en que compitamos entre nosotras, poniendo el foco en cosas superficiales. Como dice Esther Pineda, "necesitamos comenzar a reflexionar sobre las instituciones sociales y narrativas patriarcales que participan en la construcción de los cánones de belleza, que nos mantienen en el lugar del “eterno femenino” y que nos hacen eternas consumidoras de los productos y servicios de la industria de la belleza". No sé cómo se ingresa en el paraíso, pero pese a que me reconozco presa de este sistema y de sus contradicciones, ya comprobé que las tetas no son el ticket de entrada.